24 sept 2014

Leer a Luis Barrera Linares es estar dispuesto a meterse de lleno a un mundo lúdico ejercido y (re)creado por las palabras. Desde su primera obra narrativa publicada, hasta esta que está en sus manos, ha sido la constante. Ese juego del doble sentido, de la ironía y del humor bien llevado, entre otros aspectos, forma parte de “Brevos y braves”, disculpen, Bravos y breves.



La primera parte del libro está dedicada a los breves, en donde desde la A hasta la Z, nos presenta un jocoso catálogo de tipos de escritores, que al momento de leerlo, produce una inevitable resonancia con éstos, es decir, con algunos que conocemos o que pudiéramos llegar a conocer. No obstante, Barrera Linares se identifica con alguna letra del abecedario -sin llegar a revelar cuál- y reconoce que todo escritor tiene su “egoteca” siempre activa y al acecho. Como le llama él mismo a sus breves, un “humilde breviario” en el que más de uno se verá reflejado.

En la segunda parte, los bravos, la coloratura de lo narrado va de la mano de un país sumido en la violencia, en donde se deja ver un entramado duro e inquietante. Aquí está presente un grupo de venezolanos que migra del país, mostrando las vicisitudes que ello implica; una mujer con múltiples apetencias sexuales; una asesina muy letrada y mucho más.

Luis Barrera Linares considera que un autor debe darse por satisfecho cuando la ficción que escribe se transforma en realidad y no a la inversa. Breves y bravos es una muestra contundente de su propia teoría cuando en medio del pacto intrínseco que propone la lectura, logramos identificar aunque sea a un solo escritor con cualquiera de las categorías expuestas. ¿Es usted un bestsellers siempre en potencia? Este libro es para usted, escoja su letra y no se ponga bravo.

8 sept 2014

Ni tan chéveres ni tan iguales

Pero todavía hoy, en nuestros países, el derecho a la intimidad no está dado para todos. La ausencia de intimidad es quizás el mejor indicador de la pobreza, más aún que los ingresos. Cuanto más pobre es alguien, menos intimidad tiene.
Michèle Petit.

La vida, a veces, ofrece extrañas conexiones entre la gente o en determinadas situaciones. Por ejemplo, usted está pensando en alguien y ve el nombre de dicha persona escrito en la prensa, en una novela o en una pared grafiteada, o incluso lo escucha en alguna canción. Peor aún si esa persona es motivo de su rabia o despecho, pues aparece hasta en la sopa. Algo más o menos así me sucedió mientras leía Ni tan chéveres ni tan iguales de Gisela Kozak (y Rovero, porque también tiene madre, como se dijo en la presentación del libro), en un atestado vagón del metro, entre olores rancios y los ahora infaltables vendedores de chiclets sin azúcar. Casi siempre logro llegar a la junta de los vagones —y esta vez no fue la excepción—, justo en donde dice “Precaución, desnivel”, pues allí busco la manera de acomodarme para leer durante el trayecto evitando el desmadre de la gente que sale y entra.


Oh casualidad que vengo leyendo este libro, riéndome de lo lindo con las verdades sin tapujos que la autora señala, pues me convertí en el protagonista de un diálogo muy breve, pero que sin duda alguna, me deja más que claro que no somos “ni tan chéveres” ni con dos pelucas. El hecho es que un par de  hombres, treintones tal vez o finalizando la veintena, con pinta de albañiles por las herramientas que llevaban, morenos oscuros (no negros) y ambos con gorras distintivas de equipos de las Grandes Ligas, me pidieron permiso para pasar hacia el otro lado del vagón. Uno le dijo al otro en voz contenida, como para que yo no escuchara (pero sí lo hice), “pídele permiso al sifrino este”. Acto seguido me aparto un poco cuando el de la encomienda me dice, “permiso ahí, catire”. Claro, con la lectura que precisamente venía haciendo, no podía perder la ocasión para preguntarle al menos simpático (que tal vez medía treinta centímetros menos que yo): “Disculpa, ¿por qué crees que soy sifrino?”. Por supuesto el corte fue total y absoluto, más aún cuando su socio le dijo, “ajá, ¡vas arrugá!”.

Hubo un pequeño silencio que se fue tapando con el traqueteo de los rieles mientras el metro iba ganando velocidad. Justo venía leyendo, y lo marqué, se los puedo mostrar y todo, en donde dice “La sifrinería es una suerte de vanidad, de conducta, de hábitos de consumo”, comentario, además, tomado de un rico diálogo entre un grupo de mujeres profesionales de diversas áreas —incluyendo a Gisela— que se estaba tomando unos tragos en un bar cercano a la UCV. Lo cierto es que vi en los ojos la incomodidad del hombre ante mi inesperada pregunta y, para dorarle la píldora, es decir, para apaciguar un posible estallido violento (cosa tan natural ahora en l@s caraqueñ@s), agregué: “No, vale, en serio, es que justo vengo leyendo sobre eso y me llamó la atención tu comentario”. ¿Y cuál fue su respuesta?: “Coño, de pana que eres un sifrino, catire y leyendo un libro”.

Mi cara tuvo que ser de pánfilo absoluto (más de la normal), ante semejante respuesta. Paso de largo el tema racial tan bien expuesto con maestría en Ni tan chéveres… pero, ¿por un libro? ¿Soy sifrino por leer un libro? Está bien que uno pase por intelectual, antipático o huraño por la suerte de ensimismamiento que implica la lectura, hasta uno puede pasar por interesante, pero, ¿sifrino? Claro, en un país como el nuestro, con la crisis económica más brutal que hayamos vivido en años, sin mencionar la retahíla de problemas que nos agobian, para muchos comprar un libro puede ser un lujo. Esto lo entiendo, pero de ahí a estigmatizar a alguien por el simple hecho de estar leyendo un libro…  Y esto sucede, el ejemplo es más que elocuente. Aunque esté montado en el Metro, pero si llevo este extraño artículo con hojas de papel, soy un sifrino. Pude estar leyendo incluso un libro a precio de Monte Ávila —sin menosprecio alguno, tan sólo refiriéndome a lo económico— y el efecto para aquella persona iba a ser el mismo.

Volviendo a Ni tan chéveres… de Gisela Kozak Rovero, es un libro que con un lenguaje desenfadado pone sobre la mesa todos esos elementos que identifican a nuestro gentilicio, desde ese parejerismo tan nuestro, muy propio del Caribe, del mi amor, mamita, mi rey, mi vida y pare usted de contar; el tema sexual, lo patriótico, hasta temas como el aborto, la extraña y eterna juventud de nuestro país, el feminismo, el chavismo, el racismo y otros ismos más. Un lectura, que por amena, no debe confundirse con ramplona y superficial, todo lo contrario “camaradas”. En pocas páginas y con letra grande (cosa que se agradece después de los cuarenta), están condensadas las razones básicas —o sus consecuencias— de nuestra actual debacle como sociedad (casi que el título debió ser “Ni tan chéveres para dummies”). Ni tan chéveres… es un libro que llama a la reflexión y que recomiendo leer, que además, me hace pensar en voz alta: no me vengan con el cuento de que somos los más felices en el planeta y que Caracas es la sucursal del cielo. Dejen la sifrinería.


PD. Lo más curioso de todo esto fue que el personaje que me llamó sifrino, después de hallar una cómoda postura en el vagón —dentro de lo que cabe— y creo que con un tanto de vergüenza (no miedo) pues buscaba taparse, sacó un iPhone (sí, un iPhone) y se puso a jugar “Candy crush”.  ¡Y yo soy el sifrino! Como solía decir el gran Óscar Yánez, “chúpate esa mandarina”.

5 sept 2014

Happening

Un accidente es un ladrón de realidad. En eso se asemeja al teatro: contiene en su exaltación una catarsis.
Gustavo Valle

Sembrar la intriga en literatura —tal vez en la vida misma— es un arte, y esto lo logra Gustavo Valle desde el primer capítulo de su novela Happening, texto ganador —debo decirlo— del Premio XIII Concurso Anual Transgenérico. Como no puedo evitar mis digresiones, esta vez no será la excepción: agradezco mucho que en todo el primer capítulo sólo hallara un adverbio —cosa que se agradece— y lo digo porque mi lectura anterior (no diré ni el libro ni el autor) fue todo lo contrario: casi un adverbio por línea.



Volviendo a Happening, se me antoja como una road movie al principio, aunque en la novela, no estemos precisamente frente a un viaje iniciático de su protagonista, Alex (Alejandro), también Bruno, pero también Catire: “escapaba por una carretera solo dividida por la línea imaginaria de los que no quieren estrellarse”. Pero, ¿escaparse de qué? ¿De quiénes?, ¿o escapar de sí mismo? Estas incógnitas atrapan al lector ansioso por descubrir la verdad, mientras la historia ofrece destacadas pinceladas narrativas gracias a un autor que se tomó el tiempo necesario para madurar esta, su más reciente publicación. No basta entonces contar sobre un accidente fatal y de la víctima, Eladio Mena, sino de contarlo bien y hacer notar el uso preciso de las palabras y la construcción de imágenes.

Alex/Bruno/Catire duda de sí mismo (deberán leer el libro para entender el porqué de este juego de nombres: “Cambiar de nombre fue como sacarse una camisa sucia y gastada y ponerse algo limpio”); saltan sus continuos monólogos en respuesta a ese juego constante en donde el narrador pregunta y aquel le responde (y se responde); sueña, tiene extrañas alucinaciones, muchas —en parte— producto de su separación; Lupita (su hija) es el cable a tierra mientras el protagonista a bordo de su camioneta Range Rover modelo 76 viaja y conoce al enigmático y muy folklórico Morocho, obvio que no es su nombre, pero ¿cómo se llama?, ¿por qué sus demenciales actitudes?; también conoce a la sufrida Rebeca y a Francis, una suicida en potencia. Todas estas emociones y paseos mentales se encienden en Alex/Bruno/Catire cuando la realidad aprieta.

A diferencia de otras obras narrativas contemporáneas en nuestro país, Happening destaca, entre otras cosas, porque el tema político, si bien es cierto que lanza algunos guiños, no abruma al lector como si estuviera leyendo la prensa nacional; por el contrario, está allí de manera solapada para crear determinados contextos sin volverse el leitmotiv de lo narrado, mientras Alex se ve  motivado a cumplir una de sus metas, la representación a pie juntillas del  happening escrito por su tío Tadeusz Kantor, hecho que se concreta en la oriental población de Chacopata.

Pero la máscara del nombre que la historia ofrece en cuanto a Alex, también está presente en Morocho, hecho que cobra importancia hacia el final de la novela y en donde Alex paga sus culpas, o como se intitula el capítulo final “El error”. Alex salta con una facilidad asombrosa entre la realidad y sus pensamientos o fantasías, tal vez en parte para contrarrestar su incredulidad hacia el destino en general y, particularmente, el que le ha tocado. En Happening todos los personajes parecen ir a la deriva en sus vidas y en esa sabrosa incertidumbre en la que te envuelve el texto, amén de la lectura veloz que provoca, también ofrece de manera inesperada,  una deliciosa apología a la rica cocina tan propia del oriente venezolano que a más de uno —a mí me sucedió— le aguará la boca. No obstante, me esperaba un final distinto (lo cual no le resta mérito), pero lo que sí no es menos cierto es que el cierre es conmovedor, logrado justo en el paroxismo absoluto por el amor que existe entre un padre y su hijo(a), en este caso, entre Alex y Lupita. Sólo me quedan dos preguntas sin respuestas: ¿habrá un discreto homenaje en Happening a Bruno Schultz? ¿Por qué la fobia de Alex hacia las ardillas?  Seguramente algún amable lector me responderá esto. Buen libro.

PD. Aunque también las hay en este texto, prefiero las ardillas de Alex a las escalofriantes y robustas cucarachas de Bajo tierra.