«Ave María purísima». «Sin pecado original concebido». Se hizo un silencio mortuorio el cual rebotaba dentro del confesionario, como buscando soliviantar los secretos guardados por la madera del cual estaba hecho. El padre Orángel insistió con el ritual de siempre: «Sin pecado original concebido». Hirdenia no hallaba por dónde comenzar su confesión más allá del “padre, he pecado”. Intuitivo como siempre, pero desmadejado por la rutina de escuchar los tautológicos pecados, le dijo: «No avergoncéis que lo he oído todo» Ella rió para sí misma como increpando la docilidad con la cual el confesor le pretendía sacar su historia. Impelido por aquella mujer y por lo que aparentemente iba a ser una confesión única, digna para salvar la semana por encima de otros pecados incluso peores, el padre levantó la mirada y trató de observar a través de la negra rejilla a la propietaria de la delgada voz que pasaba rozando el ligero metal, como buscando imaginar un rostro que jamás conocerá, sumándole además un voluptuoso cuerpo que se originaba de recuerdos confesionales pasados.
Por breves segundos Hirdenia se fue en el recuerdo al momento en el que llegaban al clímax, ella y su amante, la última vez que lo hicieron como siempre a escondidas. Volvió a su ahora con un lenguaje soez a pesar de haberse tomado el tiempo suficiente para expresarse decentemente, muy normal en ella: «Tiré con quien no debía» La ausencia de todo ruido, de sonido alguno en aquel pequeño rincón del pecado, hizo audible, como amplificado, el tragar de la saliva del padre Orángel, como si en cámara lenta la manzana de Adán le anunciara en el sube y baja naturalmente biológico, la intensidad de lo que estaba a punto de oír.
Recordó que todo comenzó un día de playa, en familia, y con la típica joda de siempre que reza “carne de primo se come”, dado que en su extensa y promiscua familia, primos y primas habían participado en sus propios bacanales, situación que además todos sabían pero de la cual nadie hablaba. A solas disfrutaba del oleaje del mar, en ese ir y venir que le levantaba descaradamente sus senos, los cuales erguidos por la templada temperatura del agua, recibían el mayor de los refuerzos para mantener sus pezones en guardia mientras se le antojaba irrefrenable el deseo por Julián. Su mirada a la distancia apuntaba a su amante y como por arte de magia, como si hubiese acudido a su llamado, éste decidió refrescarse en el agua y hacerle compañía.
La piel canela de la prominente Hirdenia atrapaba miradas en donde fuera, y en la playa, era motivo suficiente para que muchas parejas terminaran peleándose: “Coño, si quieres le das un hijo”; “Bueno mijo tú no respetas”; “Si quieres la invitas y nos acostamos los tres”. Ella lo sabía y lo disfrutaba. Se fue acercando poco a poco, justificando la reducción de espacio entre ellos por el hecho de entenderle mejor, un “no te escucho bien”, y entre la complicidad del vaivén del mar comenzó el roce de bajo del agua, donde nadie veía, aparentando una tertulia que nunca existió. Con el agua hasta el cuello y con el mar ocultándolos por breves instantes de la mirada de los demás, Hirdenia ya había metido una de sus manos en el traje de baño de él. En tan sólo segundos su miembro ya era de piedra y con sus uñas postizas de hands care, jugueteaba con su prepucio simulando los espasmos que algún día serían reales. Apretaba con fuerza su glande como si fuera de juguete, con tenacidad, como diciéndole “te haré de todo”.
«Dios perdonadme» Gritaba en su éxtasis carnal y espiritual al ritmo del golpeteo de su pelvis con las blanquecinas nalgas de Solángel, una de las más fervorosas monjas entregada a múltiples acciones de caridad. En aquella posición canina sus jadeos eran silenciados por sus hábitos los cuales cubrían completamente su cuerpo, dejando sólo al descubierto aquella tersa piel que nunca había visto el sol, pero que ahora sentía el voltaje de su cuerpo con el suyo, indagando sus adentros impúdicamente con el vigor de un animal. Pedía perdón denodadamente pero antes la había seducido transmitiéndole su deseo y diciéndole: «que te pongáis in púribus, sois mía».
El padre Orángel volvió de un pasado el cual le azotaba el alma y se halló que Hirdenia ya había avanzado mucho en su confesión. Sobre la marcha se acopló cuando ésta le decía: «…y es que no puedo evitar las ganas de él. Todo mi cuerpo, mis labios imploran su roce». Su piel más íntima se tornaba de un rojo intenso, como pimentones asados. Julián en su plenitud sexual aún le quedaban muchos años de eyaculaciones, no así a su mujer, que en medio de su propia insensatez siempre le llamaron la atención los hombres mucho más jóvenes que ella. En aquella remembranza sus dedos se escurrían a través de un túnel ardiente, prendido en llamas pero a la vez humedecido por la pasión y por el inefable gusto de proclamarse victoriosa ante el hecho de “cogerse” a un hombre ajeno, decía. «Chama, déjate de esa vaina, qué tal si te descubren». Así era la respuesta de sus amigas. En aquel estado de ebullición los humores ya le brotaban a borbotones de la piel. Hirdenia con su boca semi abierta de par en par por la excitación le pedía más y más. Él deambulaba con su lengua como buscando perforar sus oídos. Su pene a toda máquina estaba incrustado entre sus bronceadas y firmes nalgas, acentuadas por la marca del bikini y las cuales exudaban el olor de su crema Victoria’s Secret. Un gemido que iba más allá del placer denotó un fuerte dolor al que ella ya estaba acostumbrada y que al final del camino era lo que mayor placer le causaba «Así es como te gusta, verdad? Por detrás» Le dijo Julián sin pudor alguno, quien lascivo hasta no dar más, rememoró en ese sublime instante los días que entregado al onanismo, no paraba de invocar a Hirdenia cada vez que tomaba sus prolongadas duchas. Ya no eran necesarios los burdeles de mala muerte, ni los lupanares más sofisticados para saciar su natural apetito sexual. Se vino el estremecimiento final de ambos. Las piernas les temblaban de una manera incontrolable mientras sus jugos eran atrapados por la fuerza de la gravedad en las ya amarillentas y arrugadas sábanas.
El padre Orángel fue atacado por una ola de calor intensa, como si un vapor que le llegara del pasado hubiera ocupado el pequeño espacio en donde tuvo breves intentos de erección. Tragaba grueso ante el desenfrenado relato de la paciente religiosa del día. Al principio estuvo seguro de sus convicciones reafirmando que lo había escuchado todo, pero aquel sensual glosario de palabras que Hirdenia había encarnado, lo dejó enteramente depauperado en medio del sagrado recinto. Fue imposible no retroceder en el tiempo para verse de nuevo fornicando con aquella “santa mujer”, como justamente le llamaban los feligreses. Torturándose con el vil recuerdo de su genuflexión ante él, mientras se llevaba con autoridad y determinación el rígido falo a su boca sedienta de lujuria.
El padre Orángel escuchaba con detenimiento cada palabra con la cabeza reclinada hacia atrás. Cuando volvió en sí de un trance aparente, lanzó su mirada hacia la rejilla negra del confesionario y pudo ver los ojos de aquella ardiente mujer, que con carácter, también lo estaba mirando fijamente. Después de la sentencia final, de la penitencia que habría de pagar por fornicar con otro hombre, especialmente por ser el esposo de su madre, le dijo con severidad: «El sexo te agita y te enreda, pecadora».
4 comentarios:
hace como calor, no? Jaja, Mi poeta querido, excelente texto. Te sigo.
Y el que esté libre que tire la primera piedra...
Descriptiva y gráfica, tuve que releer para ubicar a los personajes pero creo que al final la historia se emparejó.
A quién no agita y enreda, pecador...
:)
Ophir
Terriblemente erótico y el padre Orángel fijo tuvo sueños eróticos y eyaculación precoz en la noche de ese día.
La carne es carne, y el sexo es parte de nuestra naturaleza, porque condenarlo y hacerlo pecaminoso.
El pobre padre de fijo activa su libido en cada confesión sexual.
Saludos
¿Hace calor por ahí? Uffff. aquí parece que el invierno no acaba de llegar.
..... ¡pobre cura!
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