Alguna razón habrá para
que el pernil de la noche buena tenga mejor gusto al día siguiente.
Tal vez los condimentos asentados o cualquier razón culinaria que
desconozco sea el motivo para que al pasar por las papilas
gustativas, el delicioso chanchito sepa a gloria. Vinos van y vienen
y la “magia”, la “alegría” contagiante de los días
navideños, sigue su inexplicable recorrido por las venas del
vecino más huraño, de ese que no suelta ni los buenos días en el
ascensor, te abrace y te invite a echarte unos palos en su casa. He
leído a más de un tuitero escribir algo así como “ya basta de
ese exceso de optimismo y felicidad”. Y yo reflexiono diciendo que
cada cual a su estilo se hace o se cree feliz; cada quien a su manera
se hace infeliz a pesar de que las luces siempre le acompañen el
camino.
Una de las cosas más
sabrosas de estos días, particularmente al día siguiente del
nacimiento del niño Dios, es el silencio que reina en las calles, en
las avenidas. Nace un extraño eco que reverbera en todo el ambiente
y en donde por costumbre lo que hay es un corneteo y un cruce brutal
de mentadas de madres, lo que se oye son los pajaritos con su trinar
olvidado detrás de cortinas de smog y caos. Paraulatas, Cristofue,
Arrendajos, algunos periquitos portugueses en fuga y las soberanas
guacamayas, hacen de las suyas en un cielo limpio, atravesando restos
de pólvora como prueba del extraño desenfreno de la medianoche
previa.
Me entrego a la lectura
para aprovechar que muchos aún duermen. No hay mejor música de
fondo que el vacío pretérito, ese que deja después la multitud de
gente que celebró con paroxismo la navidad. Sólo el silvido de la
greca me saca del libro para que juntos libemos la deliciosa
infusión. Pero, como siempre hay un pero, llegó el momento para
ponerme soez: desde el popular Parque Naciones Unidas comienza el
escándalo de un kareoke mal llevado a tempranas horas para ser un
día festivo. De hecho, al momento de escribir esto, son las tres de
la tarde y el escándalo continúa. Los vecinos de esta zona NO
TENEMOS DERECHO a pasar un día en santa paz, no. Extraño a los
Cocodrilos de Caracas y a sus cinco mil fanáticos -malandros o no-
haciendo bulla, pues la misma es programada. Tomas el calendario de
juego y sabes qué día te la tienes que calar o si te vas pal coño
si no quieres ser atormentado.
En el reconocido complejo
deportivo inaugurado para celebrar los juegos Panamericanos de 1983,
vive un número importante de familias damnificadas por diversas
catástrofes naturales y mientras esperan solución o alguna
respuesta concreta de las entidades encargadas de esto, pues se
divierten -con algo hay que divertirse- con los parlantes y poderosos
equipos de sonido. Y más allá del patético kareoke del 25 de
diciembre, ya es común despertarnos los sábados, tipo cinco de la
mañana, con un fantástico vallenato que se prolonga por dos horitas
en la mayoría de las veces, reguetones y los impepinables religiosos
(evangélicos, mormones, testigos de Jehová o cualquier pare de
sufrir de turno) que son los peores, ¿por qué? Porque comienzan los
viernes en la noche y entregan el recinto los domingos después de
las diez de la noche.
En fin, el silencio es un
privilegio que hay que aprovecharlo en su chispazo, en su centro
efímero que se desvanece en una ciudad que parece tenerle alergia a
la tranquilidad, sobre todo a los desgraciados y jodedores que lanzan
un cohetón a las seis de la mañana un día como hoy (CDSM, dije que
sería soez). Qué importa la mujer recién parida hace un par de
días y su bebé del apartamento de al lado; qué importa la tristeza
de los vecinos de dos pisos más arriba por la muerte del abuelo hace
una semana. Viva la indolencia, que mientras, yo sigo armando los
legos que le dejó el Niño Jesús a mi hijo y disfrutando de su
regalo favorito junto a él: un libro.
Feliz Navidad.
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