En más de una ocasión mientras iba leyendo Diarios (1984-1989) de Sándor Márai, recordé a Emil Cioran, ese que tanto menciono, que he leído y releído, y que también he soltado como quien tiene una papa caliente en la mano. Hay que saber cuándo leerlo. Nada fácil, pero siempre revelador. Establezco esta comparación por esa estructura fragmentada en su bitácora diaria, con sus saltos de fechas, reflexiones, lecturas y el centro que le da forma a todo lo que cuenta: la enfermedad de su esposa, la vejez y la muerte.
Nacer no es una experiencia, porque es accidenta: nos pasa sin más, involuntariamente. La muerte sí constituye una experiencia, puesto que nos sobrevive contra nuestra voluntad.
Resulta inevitable no imaginarse de esa edad, ponerse en el rol del autor quien superó la barrera de los ochenta años de vida y no sufrir con cada una de las descripciones con las que refiere la decrepitud, el dolor del exilio, otra vez la muerte, y por último, la terrible soledad. Afortunadamente mientras increpa a la dura vejez, siempre da un respiro con sus reflexiones literarias; contextualiza la fecha de su diario con algún suceso particular del momento en cualquier área, bien sea política, cultural, científica, deportiva, entre otros temas. Pero esto no es más que un parpadeo, un leve respiro para retomar su centro de dolor.
Quien sigue en este mundo después de cumplir los ochenta se limita a llevar una existencia vegetativa, no una auténtica vida; a estas edades no se vive por algo, simplemente se vive.
Sándor se esfuerza, quiere terminar de escribir una novela policial que nunca terminó (datos interesantes del libro), pero considera que ya no tiene edad para eso e incluso le parece ridículo intentarlo cuando L. (Ilona, su esposa) está en un delicado estado de salud: sería más decente callarme para siempre, pero callarse es tan aburrido, dice. Por otra parte, critica duramente a la “medicina deshumanizada”, a los médicos que considera unos “mata perros” con título, pero esto más por desesperación que por realidad, porque si hay dos personas que estuvieron bien atendidas antes de pasar al otro plano, fueron él y su esposa.
El gran fracaso de la vida no es que uno al final se dé cuenta de que se ha equivocado. Es mucho más desmoralizador pensar que no hay otra manera de actuar más que equivocándose.
A medida que se avanza en la lectura, el suicidio comienza a insinuarse casi como una consecuencia natural de tanto dolor y tristeza vivida. Después de perder a un hijo, a su esposa, a un hijo adoptivo, a todos sus hermanos, a todos los escritores coterráneos y contemporáneos a quienes leía con pasión, la vida pierde para él todo sentido. Camina dando tumbos, ve prácticamente por un solo ojo y demás avatares de la vejez.
Sería tranquilizador saber que todavía puedo disponer de mi propia muerte y que no estoy obligado a someterme al proceso de la impotencia y la descomposición. Pero me da vergüenza acogerme a este descanso mientras Lola siga viva.
Todas las noches, mientras veía a su esposa agonizante a la espera del sueño profundo, siempre hallaba el momento de la lectura y la reflexión; espacio que se fue reduciendo hasta llegar a cero. Hacia el final del libro detesta la literatura, pero hay momentos de absoluta brillantez cuando escribe ya en términos aforísticos sobre ésta, los libros y la poesía.
Un escritor joven afirma con entusiasmo que ha encontrado el “gran tema”, asegura que sabe sobre qué escribirá. Aún no ha descubierto que ese “gran tema” no existe. Lo realmente arduo no es saber sobre qué escribir, sino saber, de una vez y para siempre, cómo escribir.
Después de haber comentado todo la anterior sobre Diarios (1984-1989), es natural pensar que este libro es un canto a la tristeza y a la muerte. Sí, va de eso. Pero el verdadero trasfondo está allí línea tras línea, camuflado algunas veces y evidente una cuantas otras: el eterno y profundo amor por su esposa, la misma que ya ciega y muda, sólo abría la boca para decirle “qué lento muero”. Ilona, su mujer, su amiga, la misma con la cual compartió y vivió más de sesenta años, también escribió su diario, el mismo que Sándor utilizó como acompañante y como vía expresa para revivir su recuerdo una vez muerta.
No pienso transcribirles lo último que escribió en su diario el 15 de enero de 1989. Unas breves palabras pero contundentes. Como dato curioso, nunca dejó de escribir en su lengua natal, en húngaro, cosa que sí hicieron otros novelistas que al no captar la atención de las editoriales y los lectores, se mudaron al inglés para poder retomar su mundo literario. Esto repercutió, sin duda alguna, en su total desconocimiento hacia finales del Siglo XX, pero luego fue redescubierto y rescatado del olvido. Sándor Márai se suicidó dándose un disparo en la cabeza el 21 de febrero, un mes y unos cuantos días después de lo último que escribió en su vida, algo que en nuestra era moderna, cabría perfectamente en un solo twitt.
Un verdadero maestro de la narrativa mundial.
1 comentario:
¡Uffff!¡Me encanta! He leído a este escritor sólo en una ocasión, y es de esos que te gusta escuchar, donde la trama, si es que la hay, no importa tanto como lo que él mismo cuenta.
Esta reseña tuya es magnífica, porque me dan ganas de dejar lo que estoy leyendo para agarrar éste. La selección de párrafos es genial. Da para pensar. A mí es que la experiencia de la muerte, como lo llama tu escritor, es un tema que siempre me intriga.
En fin, me has hecho pecar. Me lo llevo.
Un abrazo
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