Hay voces de la música popular que
trascienden los tiempos para estar siempre presentes en el recuerdo de la
mayoría. Incluso los más jóvenes pueden intuir o saber que determinado nombre,
remite a algún cantante que en su momento arrastró masas de seguidores. El
referente musical en este sentido, está marcado por ciertos géneros que por
variadas razones, forman parte de una herencia cultural latinoamericana
en donde el colectivo, no deja de asirse a esos iconos representativos tanto
por lo que evocan, como por lo que hacen sentir. Si de música se trata, la
ranchera y el tango son dos grandes ejemplos en este sentido, y sobrarían los
referentes para demostrar que ambos estilos o corrientes musicales, son pilares
fundamentales dentro de nuestro mundo hispanohablante. Hablar de Carlos Gardel,
Pedro Infante, entre tantos otros, sería un claro pleonasmo de este punto.
No obstante, hay un género musical que
así como los anteriores, permanece en el tiempo y nunca termina de agotar la
imaginería que ofrece sus letras, ni el cruel desamparo y evidente melancolía
tan propia de su triste pentagrama: el bolero. Este género, que según los
grandes estudiosos de la música nació en Cuba, se propagó por todo el Caribe de
manera asombrosa, creando con ello tanto en su momento como muchos años
después, una legión de seguidores inextinguible, que amén de pasar de una
generación a otra, nuevos cantantes de la era moderna y en pleno siglo XXI, se
han dado a la tarea de rescatar y reafirmar ese acervo musical y cultural que
el género ofrece. Es cierto que pueda pensarse que como estrategia de negocios
se utilice para atraer un número mayor de público, pero no deja de ser cierto,
que son canciones con un alto valor emotivo que toca lo más sensible del ser
humano, sobre todo si se está sufriendo por amor.
El género bolerístico fue cultivado
entonces por una serie de músicos y compositores, que sin pretensiones de
grandeza, hicieron historia con sus canciones y salvo algunas excepciones,
tales como Agustín Lara, Pedro Flores y tal vez uno que otro, el anonimato es la
constante cada vez que entonamos un bolero. Somos capaces de cantar un tema por
completo pero ni idea de quién es el compositor. Son entonces los cantantes
quienes cobran fama y trascienden la barrera del tiempo para llevarse todos los
laureles, aunque este éxito abrumador, más temprano que tarde, los lleve a una
prematura derrota que los termina convirtiendo en iconos de la música popular,
pero siempre acompañados por alguna tragedia.
Esta breve introducción obedece a la
necesidad de recrear un tanto el contexto musical que envolvió a una voz
fundamental del bolero como lo fue Felipe Pirela, y particularmente, este libro
ecléctico en cuanto a la forma de narrar que tuvo José Napoleón Oropeza con su Entre
el oro y la carne. Un texto que enaltece una figura popular a través
de intrincados mecanismos narrativos que hacen de la lectura, un proceso nada
sencillo y que en todo momento requiere la atención absoluta de quien se pasea
por sus páginas. Desde el punto de vista artístico, lo popular siempre ha dado
mucha tela por cortar y esto no es más que la clara respuesta de un colectivo
que se apropió, en el buen sentido, de la imagen, de las canciones e incluso de
las penurias de un ídolo -caso notorio y destacado-, como hasta hoy día
despierta el “Bolerista de América”.
Entrando de lleno en el libro, la
historia arranca desde el asesinato de Felipe Pirela en Puerto Rico, desde una
carta que envió desde borinquen dejando ver su soledad y desde allí la
prolongada remembranza de esa voz omnisciente que narra desde una evidente
melancolía, hasta darle paso a los protagonistas, principalmente a su mejor
amigo y periodista, Javier, quien iba acumulando notas de prensa y diversos
papeles con la idea de escribir una novela sobre aquél; también a su madre,
doña Lidia, que desde el inmenso afecto y amor eterno por Felipe, cuenta parte
de la historia de su propio hijo, en donde es notoria la ausencia del marido a
través de la historia, dejando en claro que la devoción por sus hijos y los
amigos de éstos, estaba por encima del deseo absurdo de que el padre volviera.
Y por supuesto, también narra el propio Felipe, entre otras voces, desde una
clara nostalgia en algunas ocasiones, y otras tantas, desde la tristeza por
todo lo que estaba viviendo. Incluso, producto de los avatares amorosos que
vivió con su esposa, la postura de Felipe siempre marca un nivel de ingenuidad
descollante.
La multiplicidad de voces en Entre el
oro y la carne, convierte al texto en un caleidoscopio literario que en
ocasiones puede despistar hasta al lector más preparado. Ese juego de
personajes con identidades bien definidas e individualidades muy particulares,
en cuanto a actitudes y maneras de pensar, hacen de la obra un complejo espejo
donde se reflejan diversas formas de abordar una misma historia. El centro
siempre será Felipe Pirela, pero la necesidad de recordarlo y mantenerlo vivo
en la memoria, pasa por distintos puntos de vistas que al fin de cuentas
convergen en la humildad de un icono musical inolvidable pero siempre con la
tragedia llevada de la mano. Es así como entonces el texto se concentra en un
objetivo común más allá de la diversidad de sus actores, hombres o mujeres,
amigos o no, familiares o fríos empresarios: la construcción del mito de
Pirela, o como también le llamaban, “La estatua que canta” (en el mundo
ficcional de la novela se le atribuye a Phidias Danilo Escalona haberlo llamado
de esa manera, lo cual no es cierto. Pero lo que sí es real, es que el
recordado locutor utilizó el término “Salsa” para designar a ese género de
música tropical bailable).
La novela entonces va rescatando una
serie de hechos y situaciones que coquetean con lo verídico, es decir, con
aspectos de la vida del cantante seguramente reales, pero que tras la máscara
que ofrece la narrativa y el juego que Oropeza imprimió en sus líneas, pasan
esa delicada frontera entre lo real y lo ficticio, más cuando nos encontramos
con un texto que tiene mucho de crónica y de ensayo periodístico. Ese
camuflaje, muy bien llevado por Javier, nos hace creer en todo momento en la
veracidad de los hechos. Y no sólo él, cada personaje hace lo propio desde su
perspectiva. No deja de ser menos creíble cuando habla Javier que Felipe, sobre
todo si tomamos en cuenta esa prueba fiel que dan las cintas magnetofónicas con
la voz de Felipe como parte del material que enriquecerá la futura novela que
narrará su vida; o cuando lo hace doña Lidia o el mismo Orlando, quien en algún
momento dice: “Creía que pensaba en su padre. Lo abandonó cuando él tenía
cinco años. Pensaba en ríos y en barcos...”. La verosimilitud de la
novela entonces, está marcada entre otras cosas, por el juego fraternal de esos
dos amigos inseparables, el que queda vivo para contar las penurias de quien
parte de manera trágica, tal como si Javier Díaz se complementara con Felipe y
viceversa. Así le dice Felipe: “Por cierto, amigo mío, yo no sé lo que es
una novela, pero me parece que esa idea tuya de que yo te comenté mi parecer es
algo original...”.
Es importante destacar, más aún
tratándose de un libro que aborda la imagen mítica de “El bolerista de América”
y la música que lo catapultó a la fama, que el texto se transforma también en
una suerte de cancionero, específicamente de algunos boleros que permanecen
intactos a través de los tiempos en la memoria colectiva de la gente. Más allá
de mencionar las figuras de Daniel Santos, Benny Moré, Alfredo Sadel, Lucho
Gatica, entre otros, la narrativa incorpora boleros inmortales como “Rosa” de
Agustín Lara; “Frenesí”, del mexicano Alberto Domínguez Borras; “Vanidad” del chileno
Armando González Malbrán; “La barca” y “Reloj”, temas compuestos por el
mexicano Roberto Cantoral; “Injusto despecho”, un bolero que supuestamente
compuso doña Lidia, según dijera: “Como lo escribí cuando compuse, presa
como ahora del dolor...Injusto Despecho. Su vida fue una batalla por el logro
de mi felicidad”, pero que en la vida real fue el primer bolero que el
propio Felipe compuso a propósito de los terribles episodios y declaraciones a
la prensa de su ex esposa. Toda esta imaginería que ofrece el bolero como
género musical, acompañada por la remembranza de los programas en donde Felipe
tomó fama, “Puerta de la fama” y “Estrella de la fama”, forman parte de ese
conjunto de aspectos reales que mitificaron al bolerista y que el autor tomó de
la realidad para hacer de su novela una suerte de homenaje que siempre está
coqueteando entre ficción y realidad.
Otro elemento importante a lo largo de la
novela tiene que ver con el aspecto religioso. Para nadie es un secreto la
religiosidad y el fervor de los zulianos por la virgen de la Chiquinquirá,
conocida también como La Chinita. Tal como dice el propio Felipe: “Recordé
el pasaje que mamá había leído e imaginé a la Virgen sobre las aguas. Las
lavanderas rescatarían la tabla “. Y ese aspecto espiritual, en donde el
ser humano se encomienda a fuerzas mayores, está presente a lo largo del texto
como un elemento que identifica al gentilicio venezolano, y particularmente, al
marabino. Felipe reza, ora, le pide a los santos para que lo ayuden a salir del
atolladero, tal como lo hace su madre procurándole protección divina. También
su amiga Panchita, en Puerto Rico, le pide a la Virgen del Cobre y a su corte
para que lo salvara, o como bien dijo “me conformaba si quedaba paralítico”.
La suegra de Felipe, Jacinta, por su parte, jugaba con brujería para
hacerle daño y con esta actividad se presentan los dos lados de la moneda
religiosa: lo limpio y lo sucio; lo cristiano y lo pagano. Dice Felipe: “Las
cosas no marchaban como antes. No me importaba si Marina tenía el pelo largo o
corto. Hubo de obedecer a Jacinta; practicó conmigo la brujería de que siempre
se ufanaba. Enfrenté sus afrentas en privado. Pero nunca pensé que en medio de
mi dolor, debía vivir la furia de una mujer que siempre me odió”.
Entre el oro y la carne, tiene además dentro de su construcción
narrativa y ficcional, muy marcado el aspecto matriarcal. En base a éste se
mueven algunos de los hilos que van determinando ciertas acciones que dan vida
al texto. Felipe, más allá del fracaso con su esposa, apenas una niña entrando
a la adolescencia con trece años; más allá del éxito que llegó pronto y sin
aviso a la vida del cantante “negrito de El Empedrado que sólo tenía catorce
años y cantaba como Lucho Gatica y Alfredo Sadel”, su mundo siempre giró en
torno a su madre, a la que quiso satisfacer, hacerla feliz y procurarle una
vida mejor. El otro yo distinto a esa buena madre, está encarnado en Jacinta,
quien hizo de las suyas tanto de Felipe como con su propia hija Marina. Y valga
decir que de manera sutil, la vuelta a la patria -esa inmensa madre que a todos
pertenece-, también está allí en medio de la tragedia que vio regresar a un
hijo sin vida desde la isla de Puerto Rico.
Tal como comenté al principio, el bolero como género
de música popular, ofrece un sin número de interpretaciones desde el punto de
vista de los estudios culturales, y en este sentido, es poco sensato
verlo disociado de la cantidad de aspectos que enriquecen sus letras y el
contenido de éstas, que si bien es cierto su centro fundamental es el amor, y
más concretamente el desamor y el despecho, también está el entorno que ofrece
la sociedad para armar el corpus que lo rodea. Y si de musicalidad se refiere,
entraríamos ya en un tema que por prolijo sería eterno abordar, sobre todo si
consideramos que la mayoría de los compositores del género son verdaderos
maestros de la música y la cultura latinoamericana, la misma que “jamás se
podrá entender a través del divorcio entre lo culto y lo popular”[1]
, sino como todo lo contrario, como el resultado de una simbiosis que vino
a enriquecer el acervo cultural de todos los que nacieron en el Caribe y
Latinoamérica, borrando ese trillado borde que siempre ha pretendido remarcarse
entre ambas posturas. Tal ha sido la presencia del bolero entonces como género,
que el mismo “pasó a los cantantes norteamericanos Bing Crosby, Nat King
Cole (el de “cachita cachita, cachita mía”, de Rafael Hernández), Edye Gorme,
Frank Sinatra, “The voice”[2], lo cual no
es poca cosa tratándose de la talla de estos artistas. Dicho esto, Entre el oro y la carne es un merecido homenaje a Felipe Pirela y
al género musical que representó, el cual permanece aún en el tiempo: el
bolero.
[1] Tedesco, Italo: El reflejo del hombre latinoamericano en
la novela contemporánea. Síntesis de la Conferencia dictada en Panamá, en la recepción del Premio de Crítica Literaria Samuel Lewis Arango. Revista Lotería, Número 360, mayo-junio 1986. Página 214
[2] Zavala, Iris: El bolero: historia de un amor.
Editorial Alianza. Página 46
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