Hay ojos que emanan ternura
y hay ojos de inmenso dolor,
ojos que en noches oscuras,
viven de amarguras
y desolación.
Rubén
Blades
«En el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo…», dijo el cura y mientras mi abuela bajaba a su fosa
eterna, dos bandas se empezaron a caer a plomo; plomo cerrado, del bueno…
Sonidos secos y repetidos: “pac-pac-pac”. Muchos se lanzaron a la tierra
humedecida por la lluvia en medio del entierro; yo, absorto viendo cómo bajaba
la caja de madera, ni me movía. Un primo se me abalanzó encima para que también
mordiera el polvo. Pero no pudo conmigo. Lancé una rosa a la par que los
sepultureros la tierra al hoyo. Miré a la distancia los chispazos, los “pac-pac-pac”
se hacían más lejanos y por más que quería soltar las lágrimas, no pude (lo
hice tres días después que muriera la abuela, mi abuela).
Hace veinte años de aquello.
Caminar por el Cementerio del Sur no es fácil. No sólo porque en ese tiempo ya
se tenía que lidiar con los malandros, sino porque también debíamos pisar
lápidas ajenas para llegar hasta los nuestros (curiosa manera de llamarlos
cuando ya no están). Hermosas imágenes de ángeles, vírgenes y santos estaban
allí decorando el silencio; el catálogo de cruces era el pertinente canto
apologético dedicado a Jesús; el santuario colectivo en donde cada quien
recuerda a los suyos, le reza a los suyos o le reclama a los suyos (¿por qué
no?), parece haberse expandido más allá de sus límites sacros.
“Con los santos no se juega” dice
Lavoe en la canción; con los muertos tampoco, esto lo aprendí desde chiquito,
por intuición —y miedo, por supuesto—. Sin tocar el tema religioso, siempre
etéreo, complejo, subjetivo y pare usted de contar, la muerte, esa ineludible
parte de la vida, nos llegará a todos. Hay quienes la lloran, pero otros la
bailan; otros rezan y otros se caen a curda (o "ambas dos" en el caso
venezolano). La variopinta cantidad de “reconocerla” o aceptarla da para mucho.
Pero, ¿por qué la cháchara sobre
el cementerio y la muerte? Porque Caracas toda, toda Caracas, mi ciudad, se me
antoja un santuario, ergo, “Ciudad santuario”. No hay calle, avenida, pared,
muro, adoquines, balaustres, dinteles, ventanas, cornisas, etc., que no tengan la imagen de su entrecejo, de sus ojos. No lo
voy a mencionar, ustedes saben de quién les hablo. Al menos los lugares que frecuento o recorro
en mi día a día, sirven de lienzo para mantener presente su imagen. Y si así es
aquí, supongo que será la misma historia en el resto del país. Aclaro que estas
palabras no van con intenciones políticas, la verdad que el tema por
antonomasia ya termina en náusea, pero es inevitable tocarlo aunque sea de
pasada y que las arcadas hagan acto de presencia.
A donde quiera que uno mire está
él, viéndote y no precisamente con ternura o con expresión conciliadora. No. Me
gustaría ver las paredes, abandonadas o no, pero las paredes, sus colores y los
grafitis de los chamos que andan en esa onda (unos aceptables y otros
deplorables en términos estéticos); o una frase de amor aunque tenga errores
ortográficos. Uno se siente perseguido por un espectro del más allá o como el
Big Brother de Orwell que a donde menos te lo esperas aparece, o como aquel
perrito, Drupi, con capacidad de apariciones interplanetarias. Insisto, lo que
realmente quiero reclamar, mejor dicho, exigir o implorar para mi ciudad, es la
limpieza de sus calles, avenidas y fachadas; limpiar este impresionante ataque
de acné que tiene Caracas con tanta propaganda política. Y esto es de bando y
bando, del oficial y el opositor, no es excluyente, los involucra e implica a
todos: a los amarillitos que tiene tomados cada poste de luz y a los rojitos
que se apoderaron de cuanta edificación existe. Que la gente use sus franelas con
los ojos, que peguen sus calcomanías en sus carros, están en su legítimo
derecho. Pero una cosa es la decisión individual de transformarse en una valla
publicitaria andante, y otra muy distinta, a que los lugares comunes a todos,
los espacios públicos, sean tomados a discreción para venderte una u otra
tendencia. Más de uno dirá, “es que
estamos en campaña” a lo que respondería, “tenemos quince años en campaña” y la
propaganda política no desaparece, se queda ahí insistente como si fueran luces
estroboscópicas empecinadas en alelarte.
Esto no es nuevo, antiguos
presidentes ya en su último año de gobierno aún tenían afiches por doquier
ofreciendo sus bondades y promesas electorales. Es así. ¿Cuesta mucho limpiar?
Uno va a otros países de Latinoamérica (habrá sus excepciones, obviamente) y no
ve ni un sólo afiche del gobernante en pleno ejercicio ni de sus oponentes. Ves
las respectivas banderas en donde obviamente tienen que estar, pero no aquel
afán publicitario por eternizarse pegado a una pared. Por favor limpiemos la
ciudad. Se me ocurre que es más importante esto que cambiar el himno de Caracas
o de darle asilo a Snowden. El cuentico aquel de que somos la “sucursal del
cielo”, con el cual me soplo la nariz —por no ponerme escatológico—, se quedó
corto, porque ahora somos “Ciudad santuario”.
P.D.
Los invito a ver este video de
los maestros Les luthiers
2 comentarios:
muy cierto, sin embargo la vi mucho más limpia que en otros tiempos, lo que más me impresionó de tu ciudad santuario fue la colección de motoandantes, me atrevo a decir que hay más motos que carros.
me encanta la imagen...de escritor y fotógrafo tienes mucho
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