Es innegable el
alcance de los medios de comunicación en el mundo. Afirmar —o reafirmar— algo
como esto resulta manido en pleno siglo XXI, cuando por encima de la radio, la
prensa y la joya de la corona que es la Televisión , está Internet y las redes sociales.
Negar el alcance de esto es tapar el dedo con un sol o colocarse una venda en
los ojos en plena oscuridad. Pero, hasta que punto puede hablarse de un sentido
integrador cuando el hecho per se de tal intento, no lo busca el propio
individuo, digamos, por voluntad propia, sino que de manera sutil se le impone
a través de los mecanismos que están al alcance de todos. Tal vez ya no suena
tanto como antes, pero alrededor del mundo llegó a decirse que si no estabas en
FaceBook, no existías. Incluso, asiduos usuarios de la reconocida plataforma
social ven como retrógrados a quienes no la usan, así como resulta inimaginable
a alguien que hoy día no tuviera una nevera en casa o no tenga un teléfono
celular.
Foto: Chris Hadfield (@Cdmr_Hadfield) |
Pareciera
entonces que “globalización” casi por antonomasia fuera “libertad”, un
sinónimo. Y no es así, pues como bien señala Jorge Bracho en la introducción a
su libro Globalización, regionalismo,
integración: “La vida en globalización reviste una gran riqueza de
posibilidades. Pero, también la cruda realidad de la injusticia, la inequidad,
el despilfarro, la guerra, la confrontación, comprenden su contenido” (Bracho;
2008: 17). Por el simple hecho de ser humanos y a las diferencias que ello
implica, no todos querrán abordar ese “tren” de maravillas tecnológicas y
científicas que a través de los “centros de poder”, es controlado y emanado
como producto de masas y en serie, en donde la importancia de todos los
elementos globalizantes radica en la velocidad con que llega al mayor número de
personas posibles en el planeta y no tanto en calidad del producto o la
“información” que se comparte. Un ejemplo puntual al respecto tiene que ver con
la red social Twitter, cuyo mensaje o información puede llegar más rápido a
millones de personas que la propia televisión gracias al boom que ha
representado el consumo de teléfonos inteligentes en todo el planeta.
Los primeros
orígenes de la globalización se dan en el modernismo y el posterior capitalismo
más cercano a nuestra era. Indiscutiblemente se emparentan con sistemas
telemáticos, informáticos y tecnológicos, pero más allá de esto, abarca otros
ámbitos y uno de ellos es el cultural, extendiéndose a casi todas las áreas del
saber humano, haciéndose “parte del lenguaje empresarial, los discursos
políticos, los debates académicos, los espacios de los medios y el sentido
común” (p.22) y sin duda alguna el efecto globalizante o globalizador, “se
asimila como parte del carácter universalizador del capitalismo” (p.23) y en
este sentido, pareciera que la globalización tiene mucho de “revolucionario”
según Bracho, pues abarca desde lo cultural hasta lo tecnológico, pasando por
lo político, lo social, y obviamente, lo económico.
Entonces, cómo
lograr una identidad nacional a través de un proceso de globalización
avasallante. A decir de Aínsa, “en algunos casos es la literatura la que mejor
sintetiza, cuando no configura, la identidad nacional” (Aínsa; 2003: 24). Esto
en cuanto a la literatura, pero también aplicable a cualquier tendencia
cultural, pongamos por caso la música. Es indiscutible que en esta rama de la
cultura las influencias son infinitas y lo que pudiera ser una representación
autóctona musical de una región, debe luchar contra una avalancha de tendencias
para destacar por encima de ritmos y sonidos “globalizados” que son los que
marcan la pauta y que —hay que admitirlo— pueden generar ingresos (vivir de su
arte).
Pero ante el
supuesto proceso globalizante, la literatura tiene la peculiaridad de mantener
en el tiempo lo que transmite, lo que defiende o denuncia a través de lo
narrado, amén de verse como un elemento mediador que “tolera las
contradicciones, la riqueza y polivalencia en que se traduce la complejidad
social y sicológica de pueblos e individuos” (p.26). Esto se puede ver con
claridad en La trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan
Gutiérrez, cuyo autor y narrador en primera persona, se funden en uno para
denunciar la situación político-social de Cuba a mediados de los años noventa
del siglo pasado, con un lenguaje duro y directo, pues como bien señala más
adelante, “se puede afirmar que la ficción literaria contemporánea ha podido ir
más allá que muchos tratados de antropología o estudios sociológicos en la
percepción de la realidad americana” (p.26). Leer esta obra es darse cuenta de
una realidad cubana muy dura, hechos siempre vedados por quienes tienen el
control y el poder en la isla. Puede afirmarse sin temor a equivocación alguna
que la percepción resultante de la lectura de esta obra, así como de muchas
otras, es tan factible y verosímil como la de cualquier libro de historia: “en
la libertad que da la creación se llenan vacíos y silencios o se pone en
evidencia la falsedad del discurso vigente” (p.28). Para complementar esta
idea, no podemos dejar de mencionar la llamada novela histórica, que cierra la
brecha existente entre sus protagonistas y los lectores, es decir, logra
establecer una suerte de diálogo entre la historia narrada y los receptores,
estableciendo una mayor cercanía entre éstos e incluso haciendo más humanos a
esos personajes históricos entronizados a través del tiempo, caso que se puede
notar a plenitud en El general en su
laberinto de Gabriel García Márquez, en donde el autor colombiano presenta
a un Simón Bolívar más humano, con sus victorias y fracasos. Dice Aínsa: “La
nueva novela histórica al propiciar un acercamiento al pasado en actitud
niveladora y dialogante, elimina la 'distancia épica' de la novela histórica
tradicional y propicia una revisión crítica de los mitos constitutivos de la
nacionalidad” (p.28).
Hablar de
globalización implica una simbiosis —en ocasiones forzada— con respecto a los
elementos culturales que se quieren proyectar universalmente en contraposición
a la cultura receptora que los abrigará, es decir, hay todo un entramado
autóctono que siempre le será intrínseco a cada país, cuyo acervo debería
mantenerse para conservar tradiciones y costumbres. Son las identidades a las
que se refiere Bracho, “formuladas a partir de diferencias reales o importadas
que operan como señales que confieren una marca de distinción. Son ellas algo
abstracto, pero necesario punto de referencia para las comunidades nacionales”
(Bracho; 2003: 76), sin éstas, sería imposible hablar de nuevas tendencias o
creaciones; la evidente “hibridez” a la que se refiere Canclini (rememorado por
Bracho) para llegar a ideas novedosas o proyectos culturales que sean capaces
de marcar notables diferencias. Tal vez por ello mismo Aínsa hace énfasis en
“la búsqueda de la verdad histórica”.
Más allá del
torrente comunicacional que pueda implicar cualquier proceso globalizador,
existirá primero que nada la decisión de cada persona de aceptar o no lo que le
llega por las múltiples plataformas antes mencionadas, y luego, lo que resulta
intrínseco a cada cultura, a cada nación, lo que bien define Bracho como
“diversidad”, que “es más que lengua, religión, letras, arte, música” (p.79)
y que forma parte de la identidad del
hombre desde su heterogeneidad, pero que a pesar de ésta, lo semeja, lo torna
homogéneo con sus coterráneos, haciendo
e identificando a un determinado gentilicio como único e irrepetible por
más globalizado que esté.
Aínsa, Fernando: Reescribir el pasado. Historia y ficción en
América Latina. Editorial El otro El mismo. Venezuela. 2003.
Bracho, Jorge: Globalización, regionalismo, integración.
Universidad Pedagógica Experimental Libertador. Venezuela. 2003.
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