La poesía está allí. Indefectiblemente
coquetea con todo aquel que disfruta de las palabras y su multiplicidad
infinita de significados. Cualquier lector, por avezado o primerizo que sea,
sabe que en ella –en la poesía–, hay algo inaprensible, algo que se escapa
entre las manos y el pensamiento que no logra definir, pero que al oído del
pecho y la conciencia, con brío y contundencia, no pasa desapercibida con esa
sonoridad que invoca emociones inmemoriales que se repiten hasta el presente de
cada quien. Esto mismo lo dijo Octavio Paz a la perfección hace más de dos
décadas: “La poesía es la memoria de los pueblos y una de sus funciones,
quizá la primordial, es precisamente la transfiguración del pasado en presencia
viva”. Es tenerla aquí y en el ahora, con sus estratagemas envolventes,
hablando de las cosas más sencillas de la vida pero sublimando al máximo cada
verbo, cada sustantivo; predicando lo más elemental del día a día, lo que está
al alcance de todos, pero que sólo el poeta sabe pintar con colores distintos
al ocre común de los mortales.
Entonces por el camino de la poesía, que
muchas ocasiones se torna tan esquivo para algunos, y tan certero, preciso e
insuperable para otros al momento de andar sobre él para construirla, amasarla
y pulirla para el disfrute de todos, llego a tres voces poéticas distintas pero
que seguramente guardan entre sí el deseo entrañable de conquistarla y
poseerla: un norte si se quiere absurdo, pues es ella quien –y repito el
inciso: la poesía– termina poseyendo al poeta. La primera de ella es la de
Miguel Marcotrigiano y su Ocurre a diario, una antología poética que da
fe de una palabra fecunda y madura, que hace de los versos un acantilado de
imágenes sugerentes, recurriendo a la memoria para lograr su propia “poiesis”,
su constructo y su savia, en donde Una palabra atascada/ puede ser más
peligrosa/ que una ciudad/ cercada por la jauría.
Luego llegué a Eso lo sé del poeta
César Segovia, en donde nos damos cuenta que lo lúdico de la palabra está ahí,
en cualquier parte, pero hay que abrir los ojos muy bien para darse cuenta.
Este libro construido a fuerza de palíndromos, deja muy en claro la puesta en
oficio de Segovia: horas de sillas, horas de lecturas, de escritura, de
divertimento –y seguramente–, de cansancio y desesperación por llegar a un
nuevo palin dromein en su forma griega. Y aunque “Orar no da paz,
agazapa: don raro”, según canta el poeta, es innegable que tiene la virtud,
el don, de ver palíndromos en muchas partes, aunque en ocasiones le cueste.
Por último y no menos importante, Olivia
Viloria debuta con su Sauce de versos, un poemario que cautiva por su
lirismo, su evocación sonora a través de los cuales expone alma, sentimiento y
reflexión. Su poesía, aunque lleva consigo una fuerte carga romántica y en
ocasiones erótica, no deja de ser profunda y con un dejo de tristeza que pone
al alcance de todos la palabra sincera de alguien que siente y padece; que
construye y sabe decantar con precisión qué decir y cómo decirlo: Me gustan
las caricias de tus sustantivos.
Tres maneras distintas de hacer poesía,
pero que miran a la misma meta: la pasión por la palabra poética. Debo comentar
que tanto Eso lo sé como Sauce de versos, pertenecen a dos
editoriales, Lugar Común y Lector Cómplice respectivamente, quienes están apostando
fuerte a nuestras voces y ese esfuerzo merece el reconocimiento de todos los
que de una u otra forma estamos vinculados a la literatura, sobre todo en un
país catapultado en crisis de todo tipo y un largo tabú sobre si se lee o no
poesía. Mi opinión: sí se lee, claro que sí.
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