Continúo con En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Finalizada mi lectura
del cuarto libro de la heptología, Sodoma
y Gomorra, quedo impregnado de esta resaca literaria antes de entrarle al
quinto volumen. Como dije en la primera reseña que hiciera sobre Proust, el texto ofrece un sublime placer en el acto
de lectura que sobrepasa la dificultad del mismo. Y esto se mantiene en Sodoma y Gomorra, donde el aspecto de la
vida social parisina sigue siendo el plato fuerte de esta inconmensurable obra,
a través de la cual, el autor incorpora los pequeños detalles del día a día: el
amor, los celos, la envidia, los placeres, las perturbaciones, entre tantos
otros tópicos, para construir el reflejo de ese mundo del cual fue parte.
Los personajes más destacados en
esta cuarta entrega, son Palamedes y Albertina, y la extraña relación que se
forja entre éstos. No obstante, la presencia de Albertina comienza a destacarse
y a cobrar fuerza más allá de la mitad del libro, y desde el punto de vista de su sexualidad, de
los deseos que despierta en el narrador (¿Proust?), que en determinado momento
se confunde por las emociones que le despierta a pesar de “los celos que le causaban
las mujeres que acaso amaba Albertina”. El lector es interpelado, en
ocasiones, para que reflexione sobre las ideas que van recorriendo las páginas,
mientras las escenas se prolongan e imbrican una tras otra, incluyendo
hasta el tema de la homosexualidad (seguro que por esto el título) enfocado
particularmente en el barón de Charlus (Palamedes) y su affaire con Morel (y también con Jupien), a quien le gustaban “las mujeres y los hombres lo bastante para satisfacer a cada sexo con
ayuda de lo que había experimentado en el otro”.
En Sodoma y Gomorra hay espacio hasta para la etimología botánica, así
que entregarse a una lectura como esta, es entregarse a una cantidad ingente de
situaciones, ideas e historias que están en todas partes, pero que Proust las
contó de manera única e irrepetible, tal como se refiere a Albertina en
determinado momento: La conversación de
una mujer amada es como un suelo que cubre un agua subterránea y peligrosa.
Siempre se siente detrás de las palabras la presencia, el frío penetrante de un
charco invisible; se percibe acá y allá su pérfido goteo, pero el agua
permanece oculta.
Esta obra es una de las más
abandonadas por los lectores, pero una vez que te entregas a ella, el vicio
proustiano te atrapa y no te suelta. Algunas frases memorables para el disfrute
de todos:
El más peligroso de todos los recelos es el de la culpa misma en el
ánimo del culpable.
Cuando se espera, la ausencia de lo que se desea hace sufrir tanto que
no se puede soportar ninguna otra presencia.
Nos curaríamos de todo romanticismo si, para pensar en la persona que
amamos, nos pusiéramos en el que seremos cuando hayamos dejado de amarla.
La enfermedad es el médico más escuchado: a la bondad, al saber, no se
sabe más que prometer; al sufrimiento se le obedece.
Las perturbaciones de la memoria están ligadas a las intermitencias del
corazón.
Las personas, a medida que las vamos conociendo, son como un metal
sumergido en un líquido que le ataca: se
ve cómo pierden poco a poco sus cualidades (y a veces sus defectos).
En todo clan, sea mundano, político, literario, se adquiere una facilidad
perversa para descubrir en una conversación, en un discurso oficial, en una
noticia, en un soneto, todo lo que al honrado lector no se le hubiera ocurrido
jamás ver en ello.
Cuando se tiene necesidad de los demás,
hay que procurar no ser tan idiota.
El enamorado, como un nadador, pierde pronto de vista la tierra.
El amor causa verdaderos levantamientos geológicos del pensamiento.
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