¿Quién escribe, quién narra Doctor Pasavento? Es la pregunta
crucial, es el asunto a definir en una novela que, como una matrioshka, va
soltando voces, narradores. No es un asunto que busque confundir al lector. No
creo que haya sido la intención de Enrique Vila-Matas, que en su juego
literario, queda engañosamente a un lado. Sabes que es mentira, que es él quien
escribe pero aceptamos ese aspecto lúdico de la novela que a fin de cuentas lo
que quiere es hacer desaparecer a su protagonista.
Doctor Pasavento, va en la misma línea de Bartebly y compañía, y también de El mal de Montano, textos en donde la verdadera protagonista es la
literatura. Justo mientras soltaba estas líneas, alguien que sabe mucho sobre
la obra del autor, me refiere que la trilogía vila-matiana en torno a la
literatura como objeto, se da entre El
mal de Montano, París no se acaba
nunca y Doctor Pasavento, así que
me apunto con la del medio como lectura pendiente.
El narrador entonces pasa por las
voces de Pasavento, pero también por la de doctor Pasavento (especialista en
psiquiatría); también por la de Thomas Pynchon y la de Pinchon —vaya
ocurrencia—, pues la sola letra ya marca una diferencia en el pensamiento. Y no
puedo dejar afuera la voz del doctor Ingravallo. Mientras todo esto sucede,
sabe que a nadie le preocupa que haya desaparecido. En este reconocerse
olvidado, o desaparecido, entran ciertas cuotas de humor negro contra sí mismo:
“no soy Agatha Christie. ¿A quién diablos
esperaba dejar preocupado?”.
Doctor Pasavento es una novela que va más allá del arte literario
para incorporarse al tema de la locura, de la soledad, del silencio y también
de la libertad. Y por supuesto, de la desaparición. El autor, o en todo caso el
narrador —juguemos a que Vila-Matas desaparece por completo—, no quiere engañar
a nadie, por el contrario, anuncia lo que va escribir desde la primera línea: “El narrador de Doctor Pasavento persigue el destino del escritor suizo
Robert Walser, de quien admira su afán por pasar desapercibido”, y no
solamente esa suerte de “arte” que en ocasiones pudiera parecer contradictoria,
pues en medida que el narrador cuenta, se reafirma desde ese yo del cual
reniega a través de esas “tentativas suicidas”, pero del que inevitablemente se
sabe inseparable.
El doctor Pasavento sufre en
silencio; silencio que no es más que el alboroto constante de sus pensamientos
tanto por ese asunto obsesivo en desaparecer, como por el recuerdo de su hija
quien falleciera a causa de las drogas. Él, que no es más que “un discreto doctor en psiquiatría” que
se retiró de su trabajo y se dedicó a la escritura, se sabe atrapado en su
juego inútil, pero siempre confortante en su empeño por lograrlo. El personaje
real (si es que lo hay), se piensa como personaje dentro de la propia ficción
narrativa, y ya por aquí la obra se transforma en juguete, en espacio para el
juego literario.
Otro cuasi personaje del texto es
la rue Vaneau, “la calle donde había
nacido el comunismo”, entre otras cosas, esa misma a la que cree una suerte
de “criatura consciente”. El narrador
se fija en ella y construye mundos, dilata a través de ésta sus obsesiones, que
de una u otra forma, siempre terminan emparentadas con autores, con libros, con
situaciones que le dan pie para elucubrar sobre su vida y ese deseo por desaparecer,
al punto que en determinado momento y al mejor estilo de Ulises, ese entrañable
personaje de Homero, Pasavento dice de sí “no
soy nadie” o como enfatiza después “me
llamo yo no soy”. En ocasiones habla en condicional, desde la potencialidad
de lo que aún no es, desde lo hipotético; se imagina si tal o cual cosa
sucediera; también están los recuerdos de la infancia y por ello el “me acordé”
es una constante; sueña situaciones mientras se desplaza en tren, se toma un
café o espera en el lobby de algún hotel. La obra se puede sintetizar en la “tentativa de escribir lo que escribiría si
escribiera”.
La novela tiene que ver con el
arte de desvanecerse y pretende construirse a sí misma, sin la intervención del
autor, incluso sin la intermediación del narrador, artificio en el cual
Vila-Matas es simplemente un maestro: “Yo
soy como aquel bandido walseriano que se diluía y ocultaba tanto en el texto
que acababa incluso desdoblándose en dos. Pero no estoy aquí para escribir
demasiado, sino para dedicarme al arte de desvanecerse”. Como ya nos tiene
acostumbrado el autor, la obra está plagada de referencias a las cuales uno
recurre —olvidémonos de Barthes, Blanchot y Descartes—, no tanto por corroborar
nada, sino por simple curiosidad. Sucede entonces el asombro cuando uno llega a
autores que desconocía, y al hacer una mirada raza por sus obras, la
perplejidad se instala en lo tanto que aún falta por leer.
Como bien dijo Pasavento (¿o
Vila-Matas?): “Una obra lograda vive su
propia vida, existe en alguna parte, al margen, y poco puede hacer ya por la
vida de su autor”. Esto precisamente
es lo que se logra en Doctor Pasavento,
un personaje que por tímido en cuanto a su manera de relacionarse con los
demás, es toda extroversión en sus pensamientos, que se divide en
caleidoscópicas maneras de contarse a sí mismo, alguien que no es más que “un precario Frankenstein de los recuerdos”.
Este simulacro, este delirium tremens por desaparecer pareciera contagioso, al
punto que no sé quién escribe estas líneas, si otro solapado Pasavento que
nació de pronto o yo mismo.
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