Muchos autores lo han hecho,
utilizar a su favor el nombre de grandes escritores o artistas para enriquecer
sus líneas. Pero en el caso particular de Enrique Vila-Matas, hacer confluir en
un mismo libro a Sollers, a Kristeva, a Barthes, a Pleynet, entre otros
escritores para abreviar la referencia, es sencillamente magistral. Es algo a
lo que ya nos ha acostumbrado, así que es imposible no mencionar la imaginaria
trilogía de la literatura como objeto que se da entre El mal de montano; París no se acaba nunca y Doctor Pasavento. Con mi habitual
atrevimiento, yo transformaría esto a tetralogía incorporando de primero en el
orden anterior a Bartebly y compañía.
Más allá de la opinión particular
y agregándole más combustible a la incorporación de memorables escritores a la
obra, en París no se acaba nunca el
personaje principal, tal vez un Vila-Matas desdoblado, o un alter ego ficticio,
tiene por casera a Marguerite Duras, quien en una cuartilla contentiva de trece
puntos fundamentales le dice qué se necesita para escribir novelas, y además de
esto, sueña con ser el doble, tanto en lo físico como en lo literario, de su
ídolo Ernest Hemingway. Por eso la obra comienza con el concurso de dobles del
laureado autor en el que el protagonista se anota (barba postiza incluida), y
juega con los títulos París era una fiesta del Nobel, y París no se acaba nunca de este otro
Vila-Matas que no pierde ocasión en mencionar (¿o promocionar?) una de sus
primeras novelas: La asesina ilustrada.
La reconstrucción de la historia, de París...
se da a través de una conferencia que el protagonista da a razón de dos horas
diarias durante tres días continuos versando sobre el tema de la ironía.
Pero, qué hace tan atractiva a París no se acaba nunca. Después de unos
cuantos libros leídos de Vila-Matas, el tópico resaltante es esa mezcla de
novela, autobiografía novelada y ensayo, que precisamente envuelve al lector en
la duda —la placentera duda— de saber qué es verdad y qué es mera ficción, más
todavía si se tiene claro desde el principio, que las antípodas entre realidad
y subterfugio, no importan. Creemos en lo que leemos y ya, tal como aceptamos
como verosímil o increíble que Marguerite Duras le hubiera rentado una simple y
fría buhardilla en París. Amén de esto, lo cinematográfico también está
presente en el libro, recordemos que Duras fue guionista de cine y en
la obra en cuestión, el personaje principal queda deslumbrado por una —para
entonces— desconocida Isabelle Adjani; se dan situaciones al mejor estilo de
Boris Yellnikoff, el personaje principal de la película de Woody Allen “Si la
cosa funciona”, que en lo primeros minutos interactúa —o intenta hacerlo— con
los asistentes a la sala de cine. Aquí sucede algo similar cuando el narrador
hace lo propio con una mujer que asiste a la conferencia.
Haciendo un osado paralelismo, París no se acaba nunca se parece mucho
—aunque el orden sería inverso— a “Midnight París” de Allen (a quien también se
menciona en el libro), donde van apareciendo grandes poetas, narradores,
pintores, entre otras personalidades, que hacen de la historia un grato coctel
de imágenes que hacen fantasear al más impertérrito de los lectores. Pero es
que el personaje principal —un poeta frustrado, valga decir— está indeciso entre ser Hemingway o Thomas
Mann, pero en lo que no cabe duda es que apuntaba muy alto en sus aspiraciones
de simetría literaria, sin dejar de titubear y reflexionar sobre el quehacer
literario, por ello uno de los temas que también lo obsesiona es el de la
verosimilitud, “algo que a los verdaderos
novelistas les hace sudar la tinta más oscura”.
Ese escritor principiante inmerso
en la novela, reconoce al final que fue a París sólo por dos cosas: una, para
aprender a escribir a máquina, y dos, para recibir “el criminal consejo de Queneau”, un tip fundamental para hacerse
escritor. Obviamente, no se los diré. El personaje piensa, reflexiona, elucubra
situaciones en la que consigue su propia grandeza literaria, aunque a cada
instante sienta el fracaso besando sus mejillas. No obstante, se defiende ante
los lectores cuando dice que “la ficción
siempre ha sido ficción y hay que creer en ella cuando aparece con gracia”. La realidad y la ficción, como dije líneas
atrás, es lo de menos. Nos dejamos llevar por esa “gracia” disfrutando de la
palabra. París no se acaba nunca pero
esta reseña, sí.
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