23 abr 2008

Segundo Capítulo: Islandia, Arcadia Boreal.

(Los capítulos anteriores en el tag Neftalí Noguera Mora)

Islandia es la tierra de los tulipanes y de los lagos helados. Los tulipanes en la primavera parecen allí pequeños seres rojos, bien impregnados de la mística del paisaje que presiden; sus movimientos son rítmicamente lentos como los días en que viven, como la vida de los jardineros que los cuida y como el destino de las cosas que les rodean. Sus corolas parecen cera helada; en su interior cabría toda la majestad armoniosa de u pequeño templo nocturno. Es la flor más preciada del hombre en el país más olvidado del mundo. Es su hermana y su compañera en el discurrir de la naturaleza.

Los lagos son el territorio habitual de los hombres. Lagos de nieve en el invierno sobre la tierra cubierta de hielos. Desde el patio de las viejas casas de piedra hasta los misteriosos y sordos acantilados, la nieve es el portal y el límite para la vida del islandés. Existe una gran conformidad recíproca entre el hombre y el territorio. Este no reclamará a sus pobladores que lo dejen estancado en su destino glacial; y aquél, a su vez, no demandará de su mundo que ande más presuroso. Los dos siguen amorosamente su rumbo natural. Si alguno quisiera salirse de su camino, las densas brumas nórdicas se interpondrían entre la realidad y el sueño, como un mediador familiar. Las nieves y las brumas intervienen en el destino de Islandia, como los hombres y como los tulipanes.

Así, dentro de esta perfecta armonía, sin prisa pero sin fatalismo, Dios ha dispuesto sus designios en aquella Arcadia boreal.

No tenía la más lejana idea de estas cosas, cuando después de cruzar sorprendido, geográfica y espiritualmente desconcertado, los cielos de Groenlandia, empezamos a descender en un cuatrimotor venezolano desde los diez mil pies de altura sobre el aeródromo de Reykjavik. Era el primer avión suramericano que allí llegaba. Por primera vez en las tradiciones de Islandia –la historia allí es reciente y aquel pueblo lento y pacífico la alimenta con la tradición heredada de padre a hijos por generaciones de generaciones- un contingente de venezolanos, de idioma, de gestos y color insospechados para sus pobladores, entraba en contacto con aquella lejana humanidad polar. La llegada a Reykjavik nos pareció la desembocadura de la realidad en el sueño. Hasta unos pocos miles de pies de altitud, nuestros ojos curiosos no podían ver la ciudad. Arropada por las brumas, como un templo sagrado en medio de la noche, la ciudad parecía huir de nuestra cercana perturbación. Nos guardó su secreto hasta lo imposible. Por fin, casi volando sobre los rojos techos triangulares de sus casas, descorrió el velo egoísta a nuestra voraz curiosidad tropical. Dormida sobre un archipiélago silencioso, fue dejando la bruma con la misma lentitud con que se aparte con las manos el sueño en las frías madrugadas.

-Reykjavik!- anunció sencillamente el Capitán Antonio Maldonado, Comandante del cuatrimotor, con la naturalidad de quien olvidó hace tiempo los secretos de los cielos y de las latitudes. Ni siquiera sentimos el magistral aterrizaje. Admiró a los oficiales de las Reales Fuerzas Aéreas y a los nativos el que pudiera aterrizar sobre el pequeño aeródromo de Reykjavik un cuatrimotor tan poderoso como el YV-AJI de la Línea Aeropostal Venezolana. Así, con orgullo y con dignidad, hizo su primera presentación en tierras de Islandia la Venezuela heroica, audaz y esperanzada.

No teníamos palabras para expresar nuestra emoción y nuestro desconcierto. César Camero, el simpático y diminuto funcionario de la Compañía Venezolana de Navegación, sintetizó con magistral llaneza criolla y con elocuencia no rebuscada el momento en esta expresión: “¡Quién lo creyera! El hijo de misia María en Islandia”. Cada cual tomó para sí la limpia exclamación del camarada.

*

**

Arni Arnason es el nombre del primer islandés que conocí al pisar tierra. Hablaba inglés correctamente y parecía dispuesto a agradarnos y a recibir emocionadamente el mensaje desconocido de nuestra lejana América; en retribución, descorrería ante nuestra insatisfacción viajera el velo misterioso que nos permitiese penetrar en el alma ignorada de su Islandia nativa. De modales muy distinguidos, Arni nos ha demostrado una curiosidad intelectual y una compostura humana, no muy comunes a los veinte años de edad. Como si fuéramos viejos amigos, con una efusividad y un calor nada polares, el magnífico muchacho islandés se nos ofreció como guía por la ciudad y sus curiosidades. El venezolano Massó de la Aeropostal y yo aceptamos agradecidos su ofrecimiento. Salimos del aeropuerto, donde Arni desempeñaba un cargo en un transporte de las Reales Fuerzas Aéreas. Conviene advertir que, desde la guerra, los ingleses habían mantenido bases aéreas y naval en Reykjavik, que estaban abandonando desde el 6 de julio; por esta razón, controlaban el aeródromo de la capital. En el hotel del aeropuerto nos detuvimos para almorzar. Allí tuve una agradable sorpresa. Una de las mesoneras, al informarse de que éramos venezolanos, vino hacia uno de los grupos en el que me encontraba yo, y, tomándome como interlocutor, empezó a hacer memorias de Venezuela. Hablaba francés, aunque era nativa de Dinamarca. Quizás adivinó que nos era difícil llegar hasta los secretos de su intrincada lengua germánica. Nos confesó que había estado en Caracas hacía veinte años y que, desde entonces, recordaba con agrado a Venezuela. No había olvidado entre las características de la Capital, el paseo de El Calvario, La India y el Mercado Principal. Nos emocionó su generosa recordación. Yo tampoco he olvidado su nombre: Elizabeth Sitwell.

Arni estaba nervioso. Comprendía nuestra curiosidad por conocer a Reykjavik. En un coche del aeropuerto atravesamos el estrecho brazo de tierra que divide dos poéticos lagos, situados a la entrada de la pintoresca metrópoli. Es inolvidable estah ora de las tres de la tarde del diez de julio de 1946, cuando entramos en las calles de la lejanísima y alucinante ciudad de Reykjavik, la cabecera apacible de la Arcadia boreal.

Pero, ¿qué es por fin de Islandia, de sus gentes y de Reykjavik?, estamos seguros que se preguntarán los lectores, tan apresurados por penetrar en la realidad como nosotros en el corazón de la pequeña República. Ya, desde el avión, he venido tomando apuntes. Un amabilísimo oficial de las Reales Fuerzas Aéreas me ha suministrado datos muy interesantes. Y aquí tengo a mi lado a Arni Arnason, nacido y criado en la Capital y conocedor de su pequeña Nación.

Islandia es un país antiquísimo y la más joven República del mundo. Adscrita a la Corona de Dinamarca hasta l última guerra, los islandeses se constituyeron en nación libre y soberana el 17 de junio de 1944. El fundador de la nacionalidad es Gisli Astpirsson y el primer Presidente Ion Sigurdsson. Es un régimen parlamentario. El Althing o Parlamento, según las más reciente elecciones, tiene 52 representantes, divididos así: 20 conservadores, 13 progresistas, 9 socialistas y 10 comunistas. El Gabinete se compone de una coalición de estos partidos. Si se observa que la población de la República se eleva en total a unos ciento cincuenta mis habitantes, de los cuales la sola capital tiene cincuenta mil, ¿de qué otra manera pueden organizar su Gobierno los islandeses sino sobre la base de esta repartición doméstica de posiciones? En la liliputiense nación, cada ciudadano elegible conoce el número y los nombres de sus electores. ¿Es que no puede acaso un hombre público tener conocimiento de cien mil semejantes? Da la impresión de que en Reykjavik todo el mundo se conoce. Arni me ha dicho que en la ciudad no hay barrios residenciales, lo que he confirmado objetivamente. El nivel económico de la población es similar para la mayoría de los ciudadanos. Entonces ¿cuál papel desempeñan, dentro de estas condiciones, un partido conservador, un progresista, un socialista y un comunista? Me han venido a la memoria las Repúblicas Escolares de Suramérica, en las que los niños hacen sus simulacros de gobierno con mucha circunspección. Algo así pasa con la República doméstica de Islandia: un hogar ejemplar, organizado en gobierno.

Sin embargo, no faltan encantadoras paradojas. Los rótulos políticos se toman en serio. Si en una familia existen dos hermanos, el uno conservador y el otro comunista, éste último no podrá asociarse a las reuniones del Hotel “Sialfstaendishusid”, el club de los conservadores, donde los mozos reciben vestidos de frac y los cofrades penetran en riguroso traje de etiqueta, sin que falte la consabida camarita. Una curiosa excepción la constituimos Massó, el aviador Torres y yo, quienes presentados por Arni nos sentamos a la mesa en traje de viaje a saborear el skyr, plato nacional sobre la base de leche y azúcar, y una copa de Bjork o cerveza, sin alcohol. No hay peligro de que pierdan la cabeza estos políticos, permanentemente asediados por el clima polar y con una cerveza más conservadora que ellos.

Me he divertido silenciosamente al ver penetrar en los salones del “Sialfstaendishusid” a los derechistas de Islandia, con sus indumentarias y su caminar clásico. Gran parte de ellos usa barbas largas, cuidadosamente peinadas. Nos miran discreta pero insistentemente. Somos las “rara avis” de Islandia, pero nos acompaña la satisfacción de la reciprocidad.

Del hotel nos hemos dirigido a pie hacia el Parlamento. Es una antigua casa típica, frente al Parque del Lago. Penetramos en su interior, precedidos de nuestro amable guía. Nos recibe con ejemplar cortesía uno de los hombre más humildes y más interesantes de la historia de Islandia: Arni S. Biarnason. Biarnason es el portero del Parlamento desde la fundación de la República en 1944. Patriota fervoroso, ha sido uno de los padres de la nacionalidad. Pero su labor se remonta a muchos años antes. Los islandeses siempre sostuvieron largas luchas por su independencia; en sus corazones estuvo encendido el fuego sagrado de la rebeldía. Los mismos honorables señores que hoy se reúnen en un palacio de la capital, frente a un pueblo que sigue con respeto sus deliberaciones, lo hacían hasta hace unos cuatro años en una cueva, situada en las altas montanas de la Nación, guardada en secreto, para que no llegara hasta ella la persecución de los políticos daneses. El portero y vigía en aquella cueva histórica lo era también Biarnason. Cuando sentía las proximidades del peligro enemigo, su gran corneta bíblica daba el toque de alarma, que se prolongaba en el eco de las rocas y de los glaciares. Hoy ha pasado el sueño de la libertad a la libertad del sueño. Sus sesenta y cinco años de edad se pierden en sus mansos y azules ojos. Su biografía se inscribe en la barba canosa, florecida de angustias y recuerdos. Su mirada se pierde como en un lejano mundo de nostalgias, cuando se detiene ante el famoso cuadro de Johannes Sweinsson Kjarval, el mejor pintor vivo de Islandia, que reproduce la boca de la cueva encuadrada en un trozo de abrupta montaña, escenario y testigo de la inflamada pasión de rebeldía de los padres de la nacionalidad. La cueva que oyó la resonancia de su corneta salvadora. En otro de los salones del Parlamento, tropezamos con un óleo emocionante: representa el sitio de Islandia, donde habitó el primer hombre que penetró en el territorio a mediados del siglo VIII. Era un noruego y la obra ha sido obsequiada por el Gobierno de Su Majestad Haakon de Noruega. El edificio del Parlamento es un modesto local, sobriamente decorado. Se destacan en el conjunto las hermosas alfombras nacionales.

En el piso superior está el salón donde se reúnen los Padres Conscriptos: de unos quince metros de largo por diez de ancho, cubierto con una alfombra de las mismas dimensiones. Los escaños son de madera pulida del país, sin más comodidad que los de una escuela humilde. Dentro de este ambiente sobrio y severo, comienza a inscribirse en la historia el destino de la más joven República del mundo. Yo he tomado mis notas, sentado en la silla curul del Presidente del Parlamento y confieso que es el escritorio más pobre e incómodo que he conocido. Así trabaja la pequeña y cordial familia de Islandia, constituida en gobierno.

Desde la puerta central del salón de sesiones, que mira al Parque, el Presidente de la Nación lee sus mensajes a los representantes que le rodean y al pueblo soberano, reunido en la plaza. El es solamente el vecino más notable y el ciudadano más responsable, entre todos los apacibles habitantes de Reykjavik. Me ha contado Arni Biarnasson, como la cosa es natural, que los líderes aspirantes a los cargos representativos improvisan sus tribunas en los parques, con pequeños grupos de vecinos, que se van ensanchando a medida que sus doctrinas se tornan más convincentes. En los pueblos, utilizan gigantescas piedras que les sirven de pedestal, para la conquista de las masas. Si ganan la confianza de éstas, son elegidos. Luego entran los partidos a discutirse su militancia. No se hicieron para el gusto de los islandes las pugnas terribles de güelfos y gibelinos o de capuletos y montescos. La compostura es, ante todo, el primer deber de la comunidad. ¡Mansa comunidad de pescadores y pastores! Pienso que por ellos y para ellos debieron de existir las colinas y los lagos de la Biblia.

La vida de la República en Islandia, salvo la curiosidad formal del Hotel “Sialfstaendishusid”, comienza con la permanente consulta colectiva de los buenos semejantes. La caña de los pescadores y el cayado del pastor siempre están a punto de convertirse en la vara persuasiva del conductor del rebaño humano.

*

**

¿Cómo reacciona esta comunidad aislada, frente a los fenómenos de la cultura? En la forma en que lo han hecho secularmente las razas nórdicas. Es la definición que mi curiosidad viajera ha podido elaborar. Los géneros principales de la literatura son en Islandia la historia y la novela, con cultivadores como Kristmann Gudmunsson, Gunnar Gunnarsson y Halldor K. Laxnes (PNL 1955) habitantes admirados y queridos de Reykjavik y de toda la polar extensión. La pintura tiene en Johannes Kiarval su más alto representante actual. Él ha llevado a su paleta iluminada la vida dura y sacrificada de sus compatriotas a la orilla de los lagos helados y de las montañas nevadas; pero en sus creaciones resalta, con brochazos mágicos, la pasión del pueblo islandés por la conquista de sus libertades. En la poesía, se inscribe en el corazón de cada islandés, con caracteres de afecto y gratitud, el nombre de David Stefanson, el gran viejo de barbas exuberantes, que habita en las alturas nevadas de Akureyri, como en un castillo impoluto de mágicas resonancias olvidadas. Cuando de tarde en tarde baja a la capital, las gentes lo miran como a un imposible regresado de su frío Olimpo brumoso. De no meno admiración gozan Matías Iachumsson y Sveinbiorn Sveinbiornsson, los trovadores nacionales que grabaron el alma ignorada de Islandia en la letra y en la música del himno patrio.

He hablado de trovadores nacionales de Islandia y es interesante explicar el alcance de esta expresión. Dentro de la antigüedad de este país, que guarda el génesis de la literatura escandinava, la poesía, quizás por fidelidad a los ancestros míticos del pequeño gran pueblo, que ofrece en las sagas sus canciones de gesta, ricas y bellas como las del Kalévala, epopeya nacional de Finlandia, parece aferrarse aún a su etapa juglaresca. Los que ejercitan el arte de éste pudiéramos llamar juglarismo nómade, son conocidos en el país como los trovadores. Románticos caminantes melodiosos, recorren los territorios habitados explorando hasta las más escondidas expresiones del arte popular; las redimen de la anonimia y del olvido, las aristocratizan y las vierten en los canales de la tradición artística nacional. Los trovadores son elemento sentimental del espíritu islandés: no sólo recogen y vulgarizan la poesía recóndita del pueblo, sino que hacen lo mismo con la música. Poesía y música se desprenden de las arpas hacia el dominio de los vientos boreales en los días lentos, detenidos de aquel mundo de alucinación y de leyenda. Lejos del sol de la medianoche, al conjuro de sus notas románticas, la raza islandesa recrea en la antigua danza del Vikivaki diez siglos de la más abnegada lucha con la naturaleza y sus signos. Como en Islandia, en Suecia también encontré la huella de los trovadores nórdicos. De esta levadura hermosa, ha surgido para Islandia el pan formal y definitivo de la poesía de un David Stefanson, heredero de los antiguos escaldos, quienes, con su acento épico, impregnaron de tanta fuerza, como la aventura vikinga, el alma popular de Escandinavia.

*

Pude informarme de que el teatro es una de las modalidades artísticas a las que mayor interés aportan los intelectuales islandeses de hoy. En Reykjavik hay dos suntuosos coliseos de estilo sobrio pero sugerente, en los que el pueblo –no hay analfabetismo en Islandia- gusta de un buen teatro nacional, que cada día va más hondo en la búsqueda de las expresiones típicas de sus vida y su aventura esforzadas. Hace algunos años viene creciendo un movimiento en este sentido desde los claustros de la vieja universidad.

En materia de periodismo, no existen voceros independientes. La juventud de la vida republicana de la Nación mantiene a cada órgano dentro de una tendencia determinada. Tal es el interés que hoy se presta al desarrollo de las instituciones. Los diarios existentes, de ocho a doce páginas, en su mayoría de tipo tabloide, son: Morgunbladid, el principal órgano de los conservadores; “Visir” del Partido Progresista; “Alpyubladid” del Partido Socialista; “Pjodviljinn”, vocero comunista y “Timinn”, diario más o menos oficioso. Hay dos revistas literarias semanales. Visité algunos de los diarios citados, siendo muy bien recibido por su personal.

Dentro de la limitación del tiempo y las dificultades del idioma –hube de entenderme en un infernal inglés y en un mejor francés- es este el testimonio más fehaciente que aporto al curioso lector sobre la vida cultural en aquel lejanísimo y desconocido país.

**

De esta meteórica visita a Islandia, tengo un enigma que no puedo descifrar: si estuve en el día o en la noche y cuál fue el espacio de horas marcadas en el relol. Llegué a los dos y media de la tarde por la hora de Nueva York, e Islandia estaba en plena madrugada. Salí a las nueve de la noche por la hora de Islandia y el día estaba en su más esplendorosa plenitud. En el verano nunca oscurece. Anochece o amanece de acuerdo con el gusto de sus habitantes. ¿Cuál testimonio fiel podría dar al lector suramericano? ¿Al lector curioso de los trópicos?

-¿Cuáles son tus días y tus noches, Arni?- Le he preguntado al ya fraternal camarada islandés.

Vacila un instante, como si encontrara sin sentido la pregunta y me responde: -Sigo los usos de invierno. Por lo demás…eso depende…

Magníficas, inolvidables horas, las de Reykjavik. No puedo ocultar la emoción que me produjo observar el esfuerzo que realiza aquel pueblo en la alborada de la República. El interés que manifiesta por adaptarse rápidamente al ritmo de la vida universal. El trabajo ocupa casi todo el tiempo en la vida de aquella porción de la tierra. Para beber, danzar y divertirse, existe un horario oficial: desde las nueve hasta las doce de la noche. Compensa en tiempo la naturaleza lo que niega en recursos. La salida de los estudiantes de la Universidad me ofreció un espectáculo insospechado: silenciosos traspasaban el umbral del recinto con sus bonetes y batas negras, a la antigua, de acuerdo con las respectivas facultades. Un color y un sabor naturales del medioevo.

Estas notas rápidas, insubstanciales, no aspiran a ser un ensayo sobre la vida de aquel pueblo. Son una visión cinematográfica, urgida por la prisa curiosa del viaje. Tal como la impresión objetiva que conservo de Reykjavik: una ciudad pequeña, sentada sobre un archipiélago atrayente, que inspira confianza y afecto al visitante; casas de piedra enclavadas en antiguas callejas estrechas sin pretensiones de majestuosidad, pero sin ausencias del buen gusto típico, que se estira en sus muros grises y aflora en sus techos rojos, graciosos y amables como los tulipanes en los parques del verano; parques como el del Lago, el más concurrido de la ciudad, donde a falta de la flor y la verde grama, el parroquiano se recrea observando la magnífica flora acuática y el tranquilo espejo de las aguas heladas. Sobre un pequeño islote, están los geysers, grandes manantiales calientes, cuyas aguas son tomadas por tuberías artificiales para las casas de la ciudad: una compensación de la naturaleza.

Mientras el cuatrimotor venezolano, con los colores patrios al costado, se eleva sobre la ciudad, quiero sintetizar en dos recuerdos mi agradable impresión de Islandia: en el de Arni Arnasson, el joven compañero de aquellas horas, enfermo de curiosidad tropical. Y el de Erna, la hermosa nativa de mejillas de color tulipán, ágil y esbelta como un junco, quien junto al Parque del Lago me inició en el aprendizaje de las flores y los peces de Islandia, con el ruego de que le retribuyera con una idéntica lección de Venezuela. En su piel de armiño y en sus ojos azules, despedí, junto al crepúsculo rosa, su romántico territorio de nieves invioladas, de pastores armoniosos y de lagos ondulantes, como la música ancestral de sus pescadores.

Gotemburgo, julio de 1946.

2 comentarios:

Roy Jiménez Oreamuno dijo...

Que buen relato, toda una historia en ese viaje.

Esta muy bueno, ya que algo se ahora sobre Islandia, ese país lleno de hielo, me imagino ese avión de 4 motores aterrizando en ese país, con todo ese ruido que hacían esos viejos cuatrimotores, como los de la segunda guerra mundial.

Me encanta esa foto en blanco y negro y además antigua.
Saludos

Gizela dijo...

tenias razón, el segundo es mucho mejor
No es narración de un viaje...es poesía
y..es de leerlo varias veces
un beso Gizz