24 may 2013

El arte de la fuga

Anoche cuando terminé de leer El arte de la fuga de Sergio Pitol, me vi en la imperiosa necesidad de garabatear unas breves palabras. Quedé sencillamente maravillado con este texto que es mezcla de un montón de formas escriturales a la vez: es crónica de viajes, pero también es una suerte de autobiografía; es un ars poético-narrativo del cual se puede reflexionar sobre el proceso de lectura y escritura, pero se va muy bien como ensayo de diferentes tópicos; a buenos ratos es su diario, pero a la vez coquetea con memorias, relatos y más. Así que este es un libro polifuncional, multi semántico, que con una honestidad evidente en las palabras del autor, logra atrapar la atención por el desenfado y la claridad con que cuenta las cosas, pero sin dejar de utilizar una prosa brillante. Para quien lee por primera vez a Sergio Pitol —y es mi caso—, es como toparse con un viejo amigo que dejó de ver por años y que al conseguírtelo de nuevo, te sorprende por la inteligencia con que expone sus ideas, anécdotas y demás aventuras,  más aún cuando apertrechado en una humildad sincera, no deja de reconocer la grandeza intelectual —de la que se excluye con sinceridad y un dejo de humor— de otros contemporáneos: caso Carlos Monsiváis, por ejemplo.


Y ya que lo menciono, por un efecto de posponer las desordenadas reflexiones que hago sobre mis lecturas, o porque he centrado mi escritura en otro de mis inútiles proyectos narrativos, me salté cinco libros que leí uno tras otro o en paralelo, incluyendo Los ídolos a nado del mencionado Monsiváis. Y ciertamente, la lucidez de este autor es inconmensurable.  Tal vez las lecturas que hago van más rápido que mi lenta capacidad de escribir (esas cosas pasan), pero a decir verdad, es lo que más disfruto: leer. Si hiciera una analogía entre leer y escribir con otra actividad, me iría directamente a lo culinario, es decir, leer es como encontrar la mesa servida, lista para comer,  y en cambio para escribir, hay que cocinar. Termino la digresión comentado las otras cuatro lecturas que pasé por alto: Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez; La trilogía de Nueva York, de Paul Auster; Respiración artificial, de Ricardo Piglia y Juventud, de Coetzee.  Si la pereza me lo permite, trataré de hacer en una sola entrada la reflexión de estos libros sin tener que cocinar mucho.

Volviendo a El arte de la fuga, quedé sorprendido —y agradecido— por la dedicatoria que en uno de los capítulos del libro hace a uno de nuestros grandes narradores, Ednodio Quintero, precisamente el de “¿Un ars poética?” (un capítulo, sin desperdicio alguno), y por rendir merecidísima pleitesía, a uno de los grandes intelectuales y ensayistas de todos los tiempos en Venezuela e Hispanoamérica como lo fue Mariano Picón-Salas. A él se refiere como “el venezolano con mayor prestigio en el Continente”.  Sergio Pitol cumplió sus veinte años de vida estando en Caracas, en plena era dictatorial de Marcos Pérez Jiménez y escribió algunos artículos que pasaron por la revisión y aprobación de Picón-Salas para que fuesen publicados en el “Papel Literario”, el cual dirigía.

El arte de la fuga destaca también por las vivencias, comentarios y reflexiones que Pitol hace sobre las múltiples traducciones que hizo al español de célebres autores como Joseph Conrad, Henry James, Jane Austen, Nabokov y autores polacos en donde destaca Witold Gombrowick. Habla de su admiración por Borges, de quien dice sobre su trabajo que “Jamás había llegado a imaginar que el lenguaje pudiera alcanzar grados semejantes de intensidad, levedad y extrañeza”. Este maravilloso libro, además, elucubra sobre el arte desde todas las fuentes posibles: desde la pintura, la música, la escultura y obviamente desde la literatura, al punto, que esta frase se me antoja aforística: “Sólo los frutos del pensamiento y de la creación artística justifican de verdad la presencia del hombre en el mundo”. No podía faltar en este libro caleidoscópico la reflexión sobre las obras de autores como Benito Pérez Galdós, Thomas Mann, Chéjov, Antonio Tabucchi y tantos otros que no me dejarían terminar esto que anuncié como “unas breves palabras”.

El final del libro es un canto a libertad y a los derechos humanos. Desde una perspectiva prácticamente periodística, Pitol rememora los hechos militares en el estado de Chiapas a mediados de los noventa del siglo pasado con respecto a la lucha en contra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional liderado por el subcomandante Marcos, quienes exigían libertad, democracia y alimentación para todos los indígenas. Cuenta de su viaje al lugar de los hechos y del impacto de aquel conflicto en su país con repercusiones internacionales.


Así como al propio Sergio Pitol le sucedió cuando descubrió a Borges, que lo que hizo fue salir corriendo a comprarse todos sus libros cuando lo leyó por primera vez, así me pasó con este erudito y octogenario mexicano desde la primera página de este libro.  Por algo será que Enrique Vila-Matas lo considera su único maestro. Pero saltándome la economía, apelo a una de sus traducciones del polaco al español: Bakakai de Witold Gombrowick, que ya lo tengo, como para no perder el impulso. La verdad es que procrastinar todo a fuerza de lecturas, es una maravilla, casi un arte y una fuga perfecta.

21 may 2013

Cuquita no pasa hambre...


... porque todo lo devora. Su insaciable capacidad de alimentarse es el inicio del miedo a cuanto comestible pase por su lado. Desde bebé las mamilas de sus teteros fueron arrancadas de tajo: ñac-ñac-ñac. La elasticidad del plástico dúctil semejando el pezón de su madre cedía ante sus fuertes encías, por ello nunca la amamantó, pues temía a esa clara vorágine de proporciones épicas en plena expansión. Cuca, oriunda de Orense, terminó viviendo en algún pueblo del Caribe que le impedía utilizar su nombre de pila por impúdico y provocador. Sólo en casa los abuelos la llamaban así, puesto que para el resto del mundo era Fernanda. Los amigos más allegados le decían Cuca Fernanda, pero siempre en son de broma pues no debían revelar su secreto. El único retoño que la vida le permitió fue Cuquita —diminutivo siempre atribuible a los abuelos— y por una extraña razón no aplicable a los cuentos, no le dieron un segundo nombre con qué paliar las desventuras de su bisílabo onomástico. Así que siempre fue Cu-qui-ta.
Pic by me
En el jardín de infancia los demás bebés no se le acercaban porque temían ser tragados. Bajo ninguna circunstancia Cuquita debía pasar hambre, sea lo que fuese —o quien fuese— el soporte alimenticio. Los abuelos en ello siempre fueron muy estrictos. Su plato favorito eran las patatas fritas pero con el tiempo y la madurez, este gusto cambiaría por diversos tipos de carne. Nada hacía más feliz a la niña que llegar a casa y sentir el grato aroma de la comida recién hecha, humeante y servida en el pocillo de cincuenta onzas exclusivo para su alimentación. Su exagerado peso fue siempre una gran ventaja desde que llegó al mundo, ya que gracias a ello tuvo que apañárselas para caminar pronto. No había espalda que soportara semejante quilate —aunque de piedra preciosa nada tuviera—, ni bíceps de macho inflado por los esteroides que no sucumbiera a su poderío. Era simétrica, circularmente perfecta. Una beba muy mona, redonda a decir verdad, pero un verdadero canto a la geometría de Baldor.

De niña, su juego preferido era el de indios contra vaqueros. Danzaba alrededor de sus víctimas amarradas espalda contra espalda, simulando que la carne asada, que ya llegaba a su término medio, eran los brazos de los incautos párvulos que se anotaron en el equipo de John Wayne. Con la palma de su mano tamborileaba sobre su boca creando un llamado ancestral, subía y baja su torso hacia el cielo, hacia la tierra, hacia el cielo, hacia la tierra... Hasta que llegaba el momento crucial de su ritual y antes de engullir a sus vaqueros, engolando su voz en un esfuerzo pueril aunque auténtico por simular la voz de un fuerte indio Piel Roja, les decía con arrogancia: “Cuquita no pasar hambre”. Acto seguido hincaba su dentadura de leche en el primer brazo que se le atravesara provocando más lágrimas que sangre. En varias ocasiones Cuca tuvo que asistir al cole por las salvajadas de Cuquita.

Sus abuelos siempre la complacían en todo, más aún cuando venía con alguna nota que le recriminara cierta destemplanza en el colegio. Total, un tajo de piel se restituye rápido. Los niños son fuertes y sanos —decían—, qué gilipollez —remataban. Sucumbían ante los caprichos de la niña, de la única nieta que la vida les había regalado y si en algo no tenían freno, era en darle toda la comida que quisiera y los libros infantiles que también se devoraba: a veces con los ojos y otras tantas con... Todo es cuestión de perspectiva. Uno de sus cuentos favoritos era “El queso y la luna”. Ver la hermosa ilustración del blanquecino satélite le hacía salivar horrores. Y de las páginas del libro saltaba al amplio balcón de su casa y cerrando los ojos, imaginaba que le arrancaba un tajo a la luna dejándole tan sólo un miserable resto a la noche.

Ya en la adolescencia a Cuquita se le despertó otro tipo de apetito. Su madre, siempre atenta a las nuevas apetencias de su hija, empezó por ofrecerle suculentas e ignotas exquisiteces gastronómicas, pero la de ella iba más allá del paladar, de la tráquea, del esófago, del estómago y de las vísceras enmarañadas. Iba dirigida en dirección a ese nuevo rostro lanudo y hambriento que de la noche a la mañana se le apareció en el bajo vientre. Pero no todo es oscuro, puesto que el desarrollo le asentó bien a su corporeidad. Ahora era más ovaloide que circular y esto era ventajoso. Se aproximaba a la clásica forma de hembra-humana que cualquiera sabe reconocer en la calle. Entendió que el hambre como concepto comienza a cambiar de perspectiva a medida que avanzan los años; que las necesidades estomacales pueden dejarse a un lado cuando el apetito cambia de rubro y de órgano sensorial.

Ya no era aquella Cuquita emparentada con el hula-hoop, no; se había espigado y era llamativa como la que más, toda una mujer de buen ver. Una tía rebuena, de escandalosas y llamativas formas. Haciéndose la vista gorda de las prominentes pantorrillas de futbolista, era un verdadero hembrón. Y claro, habrá quien se pase por el forro esta última descripción. Se casó, llegó a tener una vida acomodada y a concebir un par de críos. Ella sería la encargada de romper esa cadena de nombres, pues si ella era Cuquita, ¿cómo llamaría a su hija? Diminutivo tras diminutivo sería ridículo: ¿Cuquitita, Minicuqui? ¡Por Dios! La llamó Sandra, a su hijo Norberto y a tomar... Coca-Cola en el desierto.

Llegaron así las broncas maritales. Empezó a ver para los lados y a sentir hambruna por otros candidatos de la especie; a sentir el cosquilleo cuando algún osado profería llamativas frases de conquista y desfachatada adulación. Ya se había despachado al padre de sus hijos sin mayor remordimiento, pues como Cuquita no pasa hambre, aplicó con destreza de orfebre el refrán de al rey muerto, rey puesto. Check mate y a tomar otra vez... Adquirió la poderosa habilidad, no se sabe si hormonal o extra sensorial, de transformar a los hombres en una suerte de cheques andantes sobre dos patas, y dependiendo de su fluctuación financiera, los transfiguraba en comensales de su propia ingenuidad. ¡Vamos Cuqui, que pa’ luego es tarde! Se arengaba a sí misma cuando la duda la asaltaba. Obrar bien o mal no era su prioridad, ni se gastaba el más mínimo pensamiento en ello. Con tal de no pasar hambre… ¡Venga!

En la postrimería de los días, su dilema iba más allá del pan y la carne. Había conseguido todo lo que se proponía en la vida y aún así se consideraba desdichada. Su autoestima era un barómetro que medía las nostalgias atrincheradas en su cuerpo —particularmente en sus prominentes grupas—,  con los éxitos de su ex esposo, que por pequeños que fueran, ella los convertía en un Nobel, un Grammy o un Pulitzer, lo que le causaba un profundo resquemor que terminaba por descargarlo en la nevera. En fin, su conflicto personal era con la tierra que ahora se la tragaría después de muerta, y allí, sólo allí, Cuquita pasaría hambre —a excepción de los gusanos. 

8 may 2013

Sobre la lectura



Conozco a unos cuantos que tienen pánico de leer a Proust. La envergadura de En busca del tiempo perdido es digna de tales sentimientos y respeto la decisión de quienes no han querido leerla ni por asomo (de hecho, es una de las obras más abandonadas en el proceso de lectura). Sé de quienes no pasaron de la primera página de Por el camino de Swann y sé de otro que ya está terminando la segunda relectura de los siete tomos de la obra —aplausos, de verdad que sí—. (Y en francés, para mayor inri —no los aplausos, la lectura).


En mi caso particular, que ya leí las cuatro primeras novelas, aún estoy tomando aire, tal como si me fuera a lanzar un clavado en una piscina de la cual quisiera tocar el fondo para luego emerger desesperado en busca de oxígeno, para empezar con La prisionera. Pero mientras esto sucede, llega a mí Sobre la lectura del mismo Proust, y la brevedad del texto, la cual es la antítesis de la monumental obra referida, se me antoja como un buen abreboca, un tentempié u oportuno pasapalo, para continuar con el quinto tomo o como un buen acicate para aquellos que no lo hayan leído nunca. 

Mientras escribo estas breves palabras, me doy cuenta que se me escapan algunos incisos —salvando las obvias diferencias— al estilo proustiano. Y esto obedece a la simple necesidad de querer explicarles la maravillosa narrativa del autor, la cual, y en honor a la verdad, sólo es posible hacerla entender leyendo su obra. Se me antoja que Sobre la lectura es un buen inicio para combatir ese miedo para quienes rehúyen del autor y de una de las obras literarias más importantes del siglo XX.

En este texto, que en comparación con En busca del tiempo perdido es casi un lacónico folletín, el narrador toma distancia para contar desde la remembranza de su niñez, el placer por la lectura, ese extraño encuentro con uno mismo en donde la multiplicidad de voces reverbera en un eco silencioso, mudo, para cualquier tercero, pero que es contundente y rotundo dentro del yo interno del lector. Luego, y a medida que transcurren las páginas, manteniendo esa descripción pormenorizada, ese artificio del cual es un maestro, podemos encontrar maravillosas reflexiones sobre el acto de leer. Les traigo sólo tres ejemplos para que luego ustedes hagan lo propio: 

La lectura, ese disfrute a la vez ardiente y sereno...

Aquello que difiere esencialmente entre un libro y un amigo no es su mayor o menor sabiduría, sino el modo en el cual uno se comunica con ellos...

La lectura, ese milagro fecundo de una comunicación en el seno de la soledad... 

Citas como estas pueden hallarse en cada página. Es cuestión de que cada quien haga su lectura y se las sirva ad libitum para degustarlas en silencio o compartir con los demás. Para finalizar, esta necesaria publicación tiene al final una cronología de la cual comparto mi sorpresa al descubrir que Sobre la lectura es el prólogo a la traducción que el propio Marcel Proust hiciera de Sésamo y lirios de John Ruskin, a quien admiraba profundamente y que terminó influyendo en todo sentido —según se dice— la creación de En busca del tiempo perdido.  

C'est fini.

PD.
¡Qué prólogo!