30 ene 2014

Oscar Wao's proyect. ¿Su vida fue maravillosa y breve? Crónica de un "loser" anunciado.

Como casi todas las cosas en el Caribe, el elemento dramático abre las puertas al lector en La maravillosa vida breve de Oscar Wao. Es el tinte común a cualquiera de los países que conforman nuestro continente, bien sea a través de la música: al bolero y a su fundamental desgarramiento por el ser amado; a los golpes de pecho que se dan los protagonistas en todas las telenovelas —sin excepción— por el amor perdido y que en muchas ocasiones sobrepasan la barrera de lo cursi: dice el protagonista de Rating, novela de Alberto Barrera Tyzka en cuanto a la telenovela: “Por fin entendimos que la cursilería también podía ser un producto de exportación” (Barrera, 2011: 30);  y claro está, también en la literatura con sus diversas maneras de presentar “el drama”. Parece que este temible ingrediente (temible porque implica pérdida, dolor, fracaso, etc.) formara parte de una condición innata del ser caribeño y que sin él, el discurso quedaría incompleto, o en todo caso, carente de la fuerza motora principal que le mueve los cimientos (y los sentimientos) a los receptores (escuchas-televidentes-lectores). En el bolero “se exhiben todas las vicisitudes del duelo frente a la pérdida amorosa: infidelidad, abandono, muerte, separación forzosa, desengaño, desencanto, traición” (Castillo, 1993: 105),  y esto no dista mucho de lo que se ve reflejado en la telenovela, que ajustando pequeñas partes de los guiones y los nombres de los personajes, las historias parecen repetirse pero en otros contextos o locaciones: “El sentido de la verdad y de la mentira en la telenovela, sólo está dado por su capacidad de conmover. Lo real es lo sensible. Lo verosímil reside en los afectos. Ésa es la única naturaleza de mi trabajo: el exceso sentimental” (Barrera, 2011: 111).

¿Qué da el paso (o quién) al drama en la historia narrada por Junot Díaz?, lo da una familia signada por la desgracia, empezando por el abuelo Abelard, quien terminó en una de las tantas cárceles del trujillato, pasando a la locura y después muerto en patéticas condiciones; luego la abuela de Oscar Wao (OW para las próximas menciones), Nena Inca, quien enviudó con apenas seis meses de casada: su recién esposo murió ahogado en una Semana Santa, y según las buenas costumbres de la época, la mujer jamás volvió a estar con otro hombre.  Como del amor a la locura dicen que hay un paso, la tía Rubelka era “una loca de amor” y para mayor dramatismo a la madre de OW le dio cáncer.  Así que el panorama de entrada que ofrece la historia es la de un drama típico de telenovela.
Todas estas situaciones complejas, más allá de lo doloroso y fortuito que pueden ser, son justificadas a través de un elemento supersticioso llamado “fukú”, una extraña e inexplicable maldición (pareciera una lexicalización del “fuck you” angloparlante)  que va tras los pasos de la familia León, generación tras generación; es una condena ineludible que lleva muerte y tristeza a donde quiera que estén, pero es el desamor el eterno y duro castigo que se afinca con saña en OW. Ninguna mujer se fija en él, tanto por su desagradable apariencia física, como por sus pueriles gustos por la ciencia ficción, asuntos y preferencias típicas del “nerd”: fanático de los cómics, de los video juegos, libros de fugitivos, etc. Es un joven que de niño sufrió los rigores de una educación severa, llevado por la mano dura de Beli. Dice Lola, su hermana: “De niño, Óscar y yo le teníamos más miedo a mi mamá que a la oscuridad o al cuco. Nos golpeaba a dondequiera, delante de cualquiera, con las chanclas y la correa, pero ahora, con el cáncer, ya no podía hacer mucho” (Díaz, 2008: 51).
La fealdad de OW, digamos, la física, dista mucho de lo que lleva en su interior; una ingenuidad que en ocasiones puede llamar a la ternura, pero que contrasta con su grotesca presencia exaltada por su obesidad. Lo “feo” en OW es proporcional a sus sueños de volverse el “Tolkien dominicano” y hallar el verdadero y único amor de su vida, ese que lo saque de las penumbras de la virginidad, pues siendo dominicano, es un bochorno que no conozca las mieles de la pasión y la carne. Esta situación se le vuelve un trauma, más aún cuando Yunior, su “room-mate” y novio de su hermana Lola  —por el contrario—, “rapa” (término para referirse a tener sexo) todos o casi todos los días con una mujer distinta. Como bien dice Lola: “Hay algo con lo que se puede contar siempre en Santo Domingo. No con las luces, no con la ley. Con el sexo. Eso nunca falla” (Ibidem: 172).
De alguna manera, y retomando el tema de lo “feo”, la descripción física de OW parece estar caricaturizada precisamente por la exacerbación de su aspecto físico y en este sentido, “al poner el énfasis en algunas características del sujeto, pretende lograr también un conocimiento más profundo de su carácter.  Y no siempre va destinada a denunciar una fealdad interior sino a destacar características físicas e intelectuales o comportamientos que hacen amable y simpático al caricaturizado”  (Eco, 2007: 152). Es el caso de OW. No puede ser visto de otra manera ya que su ilimitada ingenuidad, más que lástima, también produce un sentimiento de ternura hacia él; termina derivando cierta comicidad pero no repugnancia aunque en determinados momentos así pareciera la intención del autor. Priva más la impotencia o la rabia que genera el “bullying” tan claramente descrito en la obra, que desprecio hacia este simpático pero ensimismado gordo que sólo sueña escribir su “tetralogía de fantasías ciencia ficciosas” y con hallar el amor: “Veía todos los días a los muchachos “cool” torturar a gordos, feos, inteligentes, pobres, prietos, negros, impopulares, africanos, indios, árabes, inmigrantes, extraños, afeminados, gays” (Díaz, 2008: 218).
Paradójicamente en La maravillosa vida breve de Óscar Wao, la voz narrativa principal no la lleva el referido personaje. OW es una excusa para contar la historia de una familia dominicana que termina migrando a Nueva York (Nueva Jersey, para ser exactos), y sobre todo, la remembranza de un pasado en la isla que aún llevan clavada en el pensamiento dos mujeres de armas tomar: la Inca y Beli (Belicia) a través de sus voces y la narración de Lola, esa que da fe de la dura relación madre-hija y la exigencia social hacia la mujer en República Dominicana: “No saben lo que es ser la hija dominicana perfecta, lo cual es una forma amable de decir la esclava dominicana perfecta… Ella era mi mamá dominicana del viejo mundo y yo su única hija, la que había criado sola, sin ayuda de nadie, lo que significaba que era su deber aplastarme” (Ibidem: 52).
Beli, enamorada, fue incontenible. Su nivel de entrega no tuvo límites durante su juventud. La descripción que hace el autor de este personaje deja sin aliento a cualquiera. Su belleza desafiante, su piel brillante, las definidas piernas, su particularísima manera de caminar, y como toda buena dominicana, sus posaderas no tenían comparación (Junot es más directo y dice “culo”, sin ambages). La corporeidad era su mayor tesoro a la vista de todos y una de las maneras que tenía para sacarle provecho a sus virtudes era bailando: “¡Dios mío, cómo bailó! Hizo llover café del cielo y agotó a pareja tras pareja. Hasta el director de la orquesta, veterano medio canoso de más de una docena de giras por América Latina y Miami, gritaba: ¡La negra está encendida! ¡Mira que está encendida!” (Ibidem: 99).
Con tales dotes físicas sabía que podía escoger al hombre que quisiera, pero como el amor se torna ciego, posó sus ojos sobre El Gángster, el típico chulo y mafioso de barrio con un pasado oscuro, experto en la trata de mujeres y dueño de muchos lupanares en todo Santo Domingo y sus alrededores. Así que —como era de esperarse—, la Inca hizo todo lo que pudo para que su alocada hija adoptiva se alejara de ese hombre de mal vivir. Por tanto, la ingenuidad que tanto le critica Beli a su hijo OW, tiene hasta una razón congénita. Óscar es enamoradizo y Beli en su juventud no era muy diferente en este sentido.
No obstante, el humor y la comicidad son elementos que están presentes en la obra para matizar la dureza de lo narrado, sobre todo con la historia particular de la Inca y el abandono de Beli por parte de sus padres naturales; las penurias que vivió ésta de niña en un granero y quemada con aceite hirviente. La perspectiva de Lola con respecto a su madre es dura, pero no por ello menos humorística y realista en cuanto a esas relaciones de amor-odio entre madre e hija que parecen rivales: “Entonces el gran momento, el que toda hija teme. Mi mamá me examinaba de arriba abajo. Nunca había estado en mejor forma, nunca me había sentido más hermosa y deseada en mi vida. ¿Y qué dijo la desgraciada esa? Coño, pero tú sí eres fea.” Luego dice más adelante: “Con los padres uno siempre piensa que, por los menos al final, algo va cambiar, a mejorar. Pero entre nosotras no” (Ibidem: 173).
OW, silente, atestiguaba los encontronazos entre su hermana y su madre Beli. Ellas quebraban su mundo de fantasía mientras imaginaba escribir los mejores libros de ciencia ficción. Esto era su válvula de escape, así como soñar que algún día hallaría a la mujer amada que le correspondiera con igual frenesí con el que él se enamoraba sin mayor esfuerzo: “Nos abalanzamos una sobre la otra y la mesa se cayó y el sancocho se derramó en el piso y Óscar, parado en una esquina, nos rogaba, ¡Ya! ¡Ya! ¡No sigan! Hija de tu maldita madre, chillaba ella. Y yo le contesté: Esta vez espero que te mueras” (Ibidem: 58).
Todo este maremágnum de historias y situaciones giran en torno a un objetivo único que no es otro que el amor; al amor único y definitivo que cambie para siempre la vida de OW. Pero así como se le hace esquivo al personaje en sí, la historia va postergando esa ilusión, que como lectores, tenemos hacia él, un deseo porque el personaje por fin halle a alguien para entregarle su más puro e inmaculado amor. Mientras esto sucede, el autor nos lleva al pasado de la Inca, a su juventud, a la prematura viudez que le marcó la vida; a la férrea dictadura de Trujillo y a las penurias del pueblo dominicano que se veía atrapado en la isla. Lola narra parte de la historia con tosquedad, pero con una certeza que raya en lo cruel.
En una primera mirada y partiendo desde título de la obra, ya el elemento irónico dice presente con la adjetivación, “maravillosa”, pues más allá de lo “breve” que resulta la vida del personaje —sin contar el fallido intento de suicidio—, no tienen nada de gratas las penurias y frustraciones que encarna OW, y mucho menos su inverosímil final, no tanto por algo que no pudiera suceder en las condiciones que están dadas, sino porque como lectores nos impacta, nos resulta inesperado y atroz.  Dentro de su inocencia, y sin dar mayores detalles del hecho, “sentía que su cabeza estaba a punto de estallar, intentaba llegar a ella con sus energías telepáticas” (Ibidem: 251), refiriéndose a Ybón Pimentel, una prostituta (el narrador le llama “puta”) semi retirada que le confesó a OW, haber salvado su vida gracias a Paulo Coelho.
Ya ahondados en la lectura, resulta clara la intensión del autor en cuanto a la historia narrada. OW sufre y es víctima de sí mismo y de los demás, imbricando sus penas con una parodia de su propia vida, en una constante negación y reafirmación de sus deseos más anhelados. La conciencia irónica va marcando el hilo conductor, bien a través de aquél, o de las voces de las mujeres que son las que llevan gran parte del peso discursivo: “Cuando el hombre se topa con el sin sentido (y la conciencia irónica es camino para ese encuentro), en el vértigo de esa herida, de esa imposibilidad, el hombre intuye un sentido superior, alegórico, o disfruta humorísticamente la percepción de la discontinuidad de lo incongruente” (Bravo, 1993: 109) y esto queda muy claro en La maravillosa vida breve de Óscar Wao.  Por más que determinadas situaciones nos resulten exageradas o excéntricas, es precisamente allí donde se da el encuentro con lo que se denuncia, se critica o con aquello con lo que se quiere mofar y generar justo el efecto contrario: enaltecerlo.
Una segunda mirada irónica en el texto tiene que ver con que Oscar Wao no se llama así, es decir, no es su nombre de pila (tampoco es menester ni justo hacer dicha revelación en estas líneas, forma parte del misterio). Se da una suerte de enmascaramiento con su verdadero nombre; un asunto casi carnavalesco que estalla de gracia con sus ocurrencias, pero que tras la máscara lleva dolor y penuria, tanto las propias, como las que les toca vivir por el simple hecho de haber nacido en una familia dominicana que se fue a probar mejor suerte a Nueva York, huyendo de ese infranqueable “fukú” que los atormenta, pero hallándose después en medio de las reyertas entre negros y latinos como para no olvidar las que también existían —y existen— entre dominicanos y haitianos, a quienes desprecian y sienten de baja ralea:  “En Bush Street, los Lambdas tuvieron una pelea con los Alfas por alguna idiotez y durante varias semanas se hablaba de que habría una guerra negro-latina, pero nunca se dio; estaban todos muy ocupados con los bonches y rapando” (Díaz, 2008: 167).
Como bien apunta Víctor Bravo, “la fuerza negativa de la ironía pone en crisis el sentido, que es consustancial con lo real, pero en esa negatividad, y el arte es uno de los más claros expedientes de este eco, se produce la reconciliación, el proceso de reconstrucción del sentido”, (1993: 70), y es lo que precisamente sucede con un personaje como OW, que en su mundo de fantasía casi pueril, bien por sus sueños de hacerse un gran escritor o por el hecho natural de querer conseguir el amor de una mujer, va en sentido contrario de lo trágico a pesar de que él mismo representa tanto su tragedia personal como la de su familia. El personaje es el medio conductor para drenar
las penurias de los León, el que reconcilia y “reconstruye” el sentido de lo narrado.
Resulta irónico, y también un tanto inverosímil, que Yunior, el que fuera novio de Lola, la hermana de OW, termine “dando clases de composición y escritura creativa en Middlesex Community College” (Díaz, 2008: 264), un hombre que no tomaba un libro ni por casualidad y cuyas principales virtudes eran “rapar” y engañar. A esto es importante añadirle que más allá de la ironía presente, la obra muestra a los personajes desde sus opuestos internos, es decir, desde el motor positivo que los mueve a querer surgir en una metrópolis abrumadora y hostil a pesar de todas las dificultades, hasta el lado negativo, el que los envilece, el que los vuelve violentos, pesimistas y desconsolados. Tal es la grandeza —digámosle— la heroicidad de OW, que a pesar de sus defectos no para de soñar.

La literatura del Caribe puede leerse como un texto mestizo, pero también como un flujo de textos en fuga en intensa diferenciación consigo mismo y dentro de cuya compleja coexistencia hay vagas regularidades, por lo general paradójicas. El poema y la novela del Caribe no son sólo proyectos para ironizar un conjunto de valores tenidos por universales; son, también, proyectos que comunican su propia turbulencia, su propio choque y vacío, el arremolinado black hole de violencia social producido por la encomienda, la plantación, la servidumbre del coolie y del hindú; esto es, su propia Otredad, su asimetría periférica con respecto a Occidente (Benítez, 1998: 43).

En esta obra también pueden verse con claridad una serie de arquetipos que son comunes en la literatura latinoamericana y caribeña. Uno de ellos tiene que ver con el padre, específicamente con la ausencia de éste.  Beli no conoció, no sólo a su padre, si no a nadie de su familia directa. Fue vendida y además nadie la quería por “prieta”: “La negrita más pequeñita del mundo. Fukú, tercera parte” (Ibidem: 210);  y el caso de Lola y Oscar, pues no se queda atrás, el padre de ambos fue un hombre que le coqueteó a Beli en el vuelo que la traía desde República Dominicana a Nueva York, y así como le encargó a los dos niños, así mismo partió al tercer año de estar juntos.  También está el chulo encarnado en El Gángster y no podía faltar el de las relaciones extramaritales representadas por Abelard, un respetable doctor y abuelo de Óscar, quien tenía a su esposa y a su “querida”. Este personaje sufrió en carne propia la mano dura de Trujillo y sus esbirros, siendo el protagonista de un éxito notable en todo sentido para luego sentir la caída libre que lo enterró en la cárcel (en términos intelectuales es a quien más se asemeja OW): “El reinado de Trujillo no era la mejor época para ser amante de las ideas, no era la mejor época para entregarse a debates de salón, para celebrar tertulias, para hacer cualquier cosa fuera de lo común, pero Abelard no era nada si no meticuloso. Nunca permitía que se manejara política actual (es decir, Trujillo), se aseguraba de mantener toda esa vaina en un plano abstracto” (Ibidem: 179), pero a pesar de ello, sucumbió al dictador porque éste se fijó en Jacqueline y  no permitiría que colocara una sola mano en su hermosa hija.
La maravillosa vida breve de Oscar Wao no es un libro ideológico, no obstante incluye por un lado,  el tema político como el referido anteriormente, el desprecio a los regímenes dictatoriales tan comunes en el Caribe y Latinoamérica, y por el otro, el sempiterno conflicto entre haitianos y dominicanos, el desprecio xenofóbico que hasta hoy día persiste entre las dos naciones que —para su desgracia— comparten una misma isla. El texto también desarrolla parte de su historia en los guetos dominicanos radicados en Nueva York, lo que trae como consecuencia una sutil denuncia que colinda directamente con los inmigrantes de la caribeña nación en Estados Unidos y su manera de hacer vida allí: de qué viven, cómo viven, cuáles son sus sueños y cómo del fracaso se le saca partido para reír y seguir disfrutando de la vida: “La literatura sirve de mediación —activamente—, a través del imaginario,  a los conflictos de lo real; o mejor, los articula en otro tipo de relato y por ello lo real siempre está presente aún como ausencia” (Montaldo, 2001: 78). La maravillosa vida breve de Oscar Wao aplica a la perfección en este sentido.
Desde el punto de vista de la estética de la recepción, teoría encabezada por  Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser, es fundamental la dimensión o repercusión social que pueda tener determinada lectura. No se puede ser tan ingenuo imaginar que Junot Díaz no condujo con precisión los hilos conductores de esta obra como para que no calara profundamente en la comunidad latina en Nueva York, y particularmente, la de sus compatriotas dominicanos: “Toda obra contiene en clave lo que Iser llama el “lector implícito”, y sugiere en cada rasgo qué tipo de destinatario se tiene en la mente” (Eagleton, 1998: 106). Este el caso del autor que nos compete y su lector en potencia no es otro que el inmigrante dominicano asentado en los grupos pertenecientes a dicha comunidad. Empero, y aunque esto no haya sido una idea premeditada del escritor —supongamos por caso—, es evidente que la lectura resonará más en los afectos a la isla que a otros, amén que no son pocos los dominicanos radicados en la gran manzana.  Obviamente, la interpretación que pueda hacer un lector variará de una persona a otra dependiendo de las influencias culturales, sociales, políticas, etc., que pueda tener, pero es un hecho innegable que incluso entre lectores que manejen más o menos el mismo acervo cultural, pueden interpretar el texto de maneras distintas, incluso disfrutar o no de los elementos humorísticos y tragicómicos que ofrece la obra.  Dos ejemplos puntuales a esto pueden verse en la lectura de un inmigrante dominicano y uno venezolano asentado en Nueva York; o la que haga una lectora dominicana y la resonancia que cause en ella la visión y el rol de la mujer en el texto, en comparación con la interpretación de un lector dominicano, que asumiendo similitud en sus diversos referentes culturales, las reflexiones de aquélla posiblemente sean distintas a la que haga el hombre.
En el proceso de lectura nos topamos entonces con el famoso “horizonte de expectativas” del cual habla Jauss en cuanto a lo que se lee: qué esperar que suceda o haga Oscar Wao, se intenta suicidar pero falla en el intento (nos preguntamos si lo volverá hacer, o nos preguntamos si por fin conseguirá el amor y dejará de ser virgen); la lectura produce cierta ansiedad y desesperación por las actitudes y el exacerbado candor de OW, sin dejar de lado a personajes que siendo secundarios, su abuela y su madre Beli, llevan la batuta de la historia y terminan por impactarnos igual o más que el propio Wao.  Todo esto enmarcado en un uso muy particular del lenguaje, que más allá de conceptos o terminologías propias del dominicano, se complejiza con la simbiosis entre el idioma español y el inglés produciendo ese “spanglish” que termina por transformarse en esa lengua que identifica a miles de inmigrantes y en cierto modo, termina legitimándose por quienes la usan, tanto en lo privado o micro partiendo desde la familia, hasta lo macro, que son los grandes grupos que forman la sociedad en que se desenvuelven. Nacen los mundos posibles a través de la ficción que Junot Díaz expone y que desde el entramado principal construido desde lo irónico, se ramifica para dar cabida a otras pequeñas y posibles lecturas.

Racismo, xenofobia, dictadura, sueños fracturados y sueños por cumplir, inmigrantes, humor, machismo, entre muchos elementos más, forman parte de esta maravillosa obra que partiendo de un adolescente poco agraciado, bonachón pero torpe, soñador pero incapaz de actuar frente a las mujeres para despertar su atención, un loser de cabo a rabo, se construye todo un mundo que por duro que parezca, llama a la reflexión a través de estos personajes profundamente humanos que cuentan cincuenta años de historia de tres generaciones de una familia que partió de República Dominicana para establecerse en Nueva York, huyendo de las penurias y el fukú. Eso que intitulamos como “crónica de un loser anunciado”, juega un poco con la superstición propia del caribeño, ese que es capaz de endilgarle poderes mágicos a situaciones o a las cosas más inverosímiles para justificar lo inexplicable. El hecho de que OW ya este “anunciado”, predeterminado al fracaso, lo acerca a su propia redención, y en este acto individual, se lleva consigo las penas de tres generaciones golpeadas por las adversidades.





Bibliografía

Barrera, A. (2011). Rating. España: Anagrama

Benítez, A. (1998). La isla que se repite. España: Casiopea.

Bravo, V. (1993): Ironía de la literatura. Venezuela: Dirección Cultural de la Universidad del Zulia.

Culler, J. (2000): Breve introducción a la teoría literaria. España: Biblioteca de Bolsillo.

Díaz, J. (2008): La maravillosa vida breve de Óscar Wao. España: Mondadori.

Eagleton, T. (1998): Una introducción a la teoría literaria. México: Fondo de Cultura Económica.

Eco, U. (2007). La historia de la fealdad. España: Lumen.

Montaldo, G. (2001): Teoría crítica, teoría cultural. Venezuela: Equinoccio.

Zapata, R. (1993). Fenomenología del Bolero. Venezuela: Monte Ávila Editores.





27 ene 2014

Cinco visiones de la patria

Lo sabías
siempre lo has sabido y como siempre
aras en el mar. Te concibieron
con voluntad precisa de fracaso.
“Patria”, Armando Rojas Guardia.
       
Desde la conquista del nuevo mundo hasta el día presente, la constante en nuestro continente americano  ha sido la mezcla de razas. Desde que llegaron los españoles, portugueses, ingleses y holandeses, estas tierras fueron repartidas como un botín de guerra —literal y simbólicamente— en donde el sincretismo de culturas, religiones y color de piel, comenzaron a mutar para crear ese maremágnum de rica influencia, pero no menos caótico como puede verse en el Caribe y Latinoamérica. Hablar de raza pura —porque hay quienes insisten en eso en nuestro continente— es caer en una utopía fantástica. Desde que Colón puso un pie en este lado del mundo, eso se acabó. Para bien o para mal, comenzó ese proceso de transformación que va desde lo genético, hasta lo más abstracto como lo es el pensamiento. De una manera peregrina, tal vez de forma intuitiva, los conquistadores sembraban la cimiente de lo que años después comenzaría a llamarse “Patria”, concepto que en su hermosa sonoridad no transmite del todo un significado claro, definitivo, más aún en un proceso de conquista y posterior colonización plagado de cruentas batallas que apuntaron a una civilización que parece estar en indefinida construcción.



No obstante, hay países que pueden verse como paradigmáticos en el sentido de “Patria”, y son los que según Manuel Gamio, tienen un claro y definido estado de integración: Japón, Alemania y Francia. Basa su teoría en tres elementos para llegar a tal afirmación. El primero es el sentido de unidad racial, con muy pequeñas variaciones entre sus habitantes; el segundo, es que poseen una misma lengua y el tercero, es que en términos culturales son afines por encima de las diferencias de clases sociales y por tanto de poder adquisitivo: “la mayoría de la población tiene iguales ideas, sentimientos y expresiones del concepto estético, del moral, del religioso y del político”(Gamio, 2006: 8), y unas líneas después, casi como un aforismo, señala que “la tradición nacional (es), ese pedestal arcaico donde se yergue la patria” (Ibídem).  Estar integrado de esta manera, ser capaces de mantener el respeto por el otro, bien por su condición social o cualquier otro elemento diferenciador; respetar la norma más básica, pongamos por ejemplo el cumplimiento de las leyes de tránsito, entre tantas cosas más, es lo que en una sociedad se persigue para asentar una base incuestionable de grandeza en todo sentido, de engranaje entre todas sus partes para vivir con tranquilidad, espacios para todos y garantías  tanto legales, como individuales que apunten al porvenir. Bien lo dice Gamio, “cuando así se vive se tiene Patria” (Ibíd. 9).

Pero qué sucede en Latinoamérica en el sentido de Patria hasta ahora comentado. El ejemplo más claro que tiene el autor lo focaliza en México con argumentos incuestionables, partiendo desde el aspecto geográfico del país, hasta el tema económico y político. Es indiscutible que el proceso de independencia de México, como todos los países hispanohablantes del continente americano, tiene sus orígenes europeos, lo que sin duda alguna privilegió a quienes venían de dichas raíces, dejando de lado a los indígenas de la región, y en el caso particular de este país, el conflicto fue de grandes proporciones dado el alto porcentaje de dicha raza en esas tierras. El proceso de integración fue lento y doloroso, a lo cual debe añadirse que la inmensa frontera que tiene con Estados Unidos, ha sido un eterno conflicto entre ambas naciones. Territorios que originalmente fueron de México, hoy día le pertenecen al país anglosajón, hecho que crea sentimientos encontrados entre los habitantes que están de un lado y del otro, bien porque siendo mexicanos se puedan sentir más estadounidenses, o viceversa. En el estado de Sonora, por citar un ejemplo, al noroeste de México, la mayoría de las mujeres son muy parecidas al prototipo de mujer estadounidense, muy distintas a la fisonomía de las mujeres del D.F. mexicano, y seguramente, con las de otras regiones del país. Gamio lo dice sin pelos en la lengua con respecto al sistema fronterizo, donde la economía entabla sus propios mecanismos y es “absolutamente exótico, ayankado” (Ibíd.11), y es que más allá de las nacionalidades, al menos desde la peculiar postura fronteriza, “por encima de toda idea de patria y de nacionalidad, ha estado la de la propia conservación” (Ibíd).

El elemento político, considerado para la construcción de Patria que se ha venido exponiendo, es el más delicado y en el que el autor es tajante por considerarlo injusto. Comenta que los grandes grupos indígenas siempre han quedado al margen de todo el compendio de normas y leyes hechas para beneficiar y legislar al grupo europeizado y no a los que tienen sus raíces indígenas, lo que sin duda alguna les impide la justa integración a todo el mecanismo político: “Este desconocimiento es crimen imperdonable contra la nacionalidad mexicana” (Ibíd.12), señala. Quizás Gamio adolezca un tanto de lo que Ángel Rama refiere como “rigidez cultural” (tomado de Lanternari), pero más adelante hablaremos de esto. No obstante, y salvando este conflicto, México como nación está bien definida en el sentido de Patria tanto como el de los países indicados al inicio. Hay un sentido de pertenencia muy arraigado; un regionalismo marcado en esas pequeñas patrias como señala Gamio tomando por caso Yucatán, que se puede hacer extensivo a otras regiones del país. Pensemos en la música, en la literatura, que a decir de Ángel Rama, “la originalidad de la literatura latinoamericana está presente (y sin duda alguna la mexicana no es la excepción), a modo de guía, su movedizo y novelero afán internacionalista” (Rama, 2004: 12) y como dice unos párrafos más adelante, “la literatura (como) el instrumento apropiado para fraguar la nacionalidad” (Ibíd.13) (sólo por citar dos ejemplos elocuentes: Palinuro de México de Fernando del Paso y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes); en los bailes y cultos, en la exótica gastronomía mexicana, incluso desde la cultura popular a través de ese icono eterno como lo es Cantinflas. Son muchos los elementos que están allí para consolidar el sentido de Patria en este país.

En este orden de ideas, de la intención nacionalista y la construcción de Patria, la literatura también colocó su grano de arena desde su mundo simbólico y de la palabra. Sobre el papel están plasmadas las guerras y los conflictos, pero también los amores y los fracasos propios de hombres y mujeres; la cultura permeando hacia los lectores que a bien van a su encuentro; la construcción de mundos y posibilidades ya que “las obras literarias no están fuera de las culturas sino que las coronan” (Ibíd.19) y desde esta visión casi romántica, no podemos dejar de reconocer que tanto narradores y poetas, forman parte del constructo de cada nación como una de muchas posibilidades de identidad, esa “cosmovisión” a la cual también se refiere Ángel Rama, la “ciudad letrada” que se construye a través del pensamiento y la palabra, muy distinta a la que en su momento defendiera Mariátegui con su visión poco regionalista y claramente “clasista”, por demás paradójico pues precisamente en ese “regionalismo”  es donde brota la semilla, por incipiente que sea, de una identidad nacional, que colinda con las tradiciones de cada región o país:

Dentro de la estructura general de la sociedad latinoamericana, el regionalismo acentuaba las particularidades culturales que se habían forjado en áreas internas, contribuyendo a definir su perfil diferente y a la vez a reinsertarlo en el seno de la cultura nacional que cada vez más respondía a normas urbanas (Ibíd.26).

Este conflicto entre lo regional y lo vanguardista, tampoco es que esté supeditado solamente a lo literario, forma parte de todo el entramado de situaciones, hechos, construcciones culturales, políticas y demás, que están allí para enarbolar la bandera de lo autóctono a través del largo camino que lleva a la identidad de las naciones, que indudablemente han estado bajo la influencia, bien de Estados Unidos o de Europa, para unos como un proceso de aculturización y para otros de inminente modernización, pero siempre permeado hacia la cultura regional, que a diferencia de lo referido líneas atrás como “rigidez cultural”, aquí aplica por completo su opuesto, el de “'plasticidad cultural'”, que diestramente procura incorporar las novedades” (Ibíd.31) y de las cuales se les saca el mayor provecho posible, entendiéndose que en este proceso de incorporación debe haber un continuo redimensionamiento, tanto de lo que se absorbe como materia prima, como del producto final de esta alianza.

Por otra parte, no podemos dejar de reconocer que más allá de lo venturoso que pudiera parecer el resultado de dicha alianza cultural, también están los conflictos y las pugnas tan naturales que se dan en este proceso. Si ya internamente entre los mismos países la relación provincia-capital puede tener diferencias marcadas, cómo no ver el mismo efecto cuando el patrón a imitar viene allende los mares. La llamada “transculturización” no es un hecho que pueda atribuírsele a un único y exclusivo país, menos aún en Latinoamérica, en donde el caldo de cultivo cultural parece estar ardiendo siempre. En el caso de la literatura actual, la del lado de nuestro continente, cómo deslastrarse de la cantidad de fuentes posibles por las cuales entran valores, tendencias, gustos; afinidades y cantidad de lecturas que los escritores de manera inconsciente o premeditadamente incorporan en sus creaciones. Volvamos a Rama quien lo dice a la perfección:

La misma selectividad se encuentra en el receptor cultural en todos aquellos casos en que no le es impuesta rígidamente una determinada norma o producto, permitiéndole una escogencia en el rico abanico de las aportaciones externas o buscándola en los escondidos elementos de la cultura de dominación, vistos en sus fuentes originarias (Rama, 2004: 38).

Pero más allá de esto, de la influencia o patrón foráneo, el autor tiene la capacidad de elección, de tomar un rumbo hacia un estilo u otro, y no sólo por decantarse por lo externo, sino por lo interno, es decir, por la cultura de su propia región o país y es allí “donde se producen destrucciones y pérdidas ingentes” (Ibíd.39), cuando el escritor decide qué escribir, en un acto de rescate o de abandono, dependiendo de lo que haya escogido eternizar en sus líneas.
Considerar lo antes referido como un proceso de desculturización es tan temerario como tildarlo de aculturización, al menos si nos plantamos en cualquiera de estos extremos. En todo caso, lo que se presenta con claridad es una inevitable remantización, tanto de la cultura que pudiera verse como propia en comparación con la que viene de afuera con toda su carga de novedades, diferencias y asombros. Es un largo proceso que viene desde la conquista, pasando por la colonia y las batallas independentistas, a través de lo que Rama llama “largos acriollamientos de mensajes” (Ibíd.55) que difícilmente pueden endilgárseles al lado más modernista de un país o aquellos que con fervor defienden lo autóctono a ultranza (ya veremos la postura de Mario Briceño-Iragorry). Todas la partes, sin excepción, dentro del complejo proceso de construcción literaria, en mayor o menor grado, llevan su cuota de cultura propia y ajena, más aún en una época en que la tecnología ha llevado a niveles futuristas las comunicaciones rompiendo distancias, teniendo acceso a mucha información y, tal como señala José Vasconcelos, a una “raza cósmica” en donde las mezclas interraciales se pueden dar con mayor facilidad (un claro ejemplo de esto se puede ver en el inmenso número de parejas que se conocen vía internet, cuya única limitante sería la lengua más no la distancia).

El texto de Vasconcelos va hasta tiempos remotos, pasando por los egipcios y griegos, e incluso refiere cuando el mundo era un solo continente según la teoría de Wegener, la Atlántida y tal vez siendo un poco exagerado pero conservando algo de razón, intuye que la mezcla de razas diferentes no es tan provechosa o “fecunda”, como la que se mantiene entre los del mismo linaje. El ejemplo que utiliza es el que se da entre los españoles y los indígenas, volviéndose la raza blanca no más que un puente, pues sentaron “las bases materiales y morales para la unión de todos los hombres  en una quinta raza universal, fruto de las anteriores y superación de todo lo pasado” (Vasconcelos, 2007: 5), siendo españoles e ingleses los representantes de dicha raza a pesar de las claras diferencias que hay entre ambos. Lo curioso y no menos cierto, es que el fervor por lo nacional y el sentido de Patria, que como se dijo al principio viene forjándose desde hace mucho tiempo, de manera contradictoria se vio mancillado por quienes defendían ese sentimiento de pertenencia: “Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente” (Ibíd.7), y si algo está muy claro en nuestro presente latinoamericano, es  que “nos falta patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir” (Ibíd).

Puede verse con claridad que ese “patriotismo”, trillado hasta el hastío en la actual realidad venezolana, pongamos por caso, tiene que ver no sólo con una intensa y simple campaña política, que a la larga no pasará de algo puntual si los verdaderos cimientos son anclados con fuerza. Debe procurarse el despertar (y el sentir) de una honesta identidad que vaya más allá de hechos anecdóticos que se pierden en el camino de la historia. Es fundamental que haya en este sentido de Patria del que venimos hablando, un interés común que supere la inmediatez. Tal como señala Vasconcelos, “si nuestro patriotismo no se identifica con las diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamás lograremos que sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal” (Ibíd.8), por ello mismo Gamio coloca de ejemplo a México, y particularmente el estado de Yucatán en el sentido de Patria, en donde el raigambre de sus habitantes es absoluto, nacionalista e inquebrantable, porque siempre mantuvieron —y entendieron— sus raíces como un hecho transcendental.

A excepción de México, entonces la mayoría de los países no comenzaron a dar sus pasos con el pie derecho sino con el izquierdo en ese necesario camino hacia la identidad y el sentido de crear Patria. Ya desde la emancipación de los españoles, con su encomiable proceso de conquista pero no por ello menos disperso y atroz, las tradiciones se fueron rompiendo, olvidando y debilitándose con el afán de dominio.  La razón más fácil para responder el por qué sucedió así, es tan trivial como decir que es la manera de ser de los españoles, por su esencia. Y aunque esto no es del todo convincente no deja de llevar parte de razón. Vasconcelos le llama el “patriotismo vernáculo” de los mexicanos, que es en teoría, el que le falta a los habitantes de otros países de la Latinoamérica, sin olvidarnos de la mirada focalizada de los colonos ingleses, los del norte, siempre actuando en coherencia con un propósito único y colectivo, que a decir verdad, hoy día, es envidia de muchos países y que según el autor, la única “ventaja de nuestra tradición es que posee mayor facilidad de simpatía con los extraños” (Ibíd.14), lo cual habría que sopesar qué vale más: esta virtud o el orden, el compromiso y la capacidad de trabajo de aquéllos.

El porvenir de nuestra raza estaría entonces condicionado por el mestizaje entre los colonos y los indígenas, lo cual marca como un estigma nuestra razón de ser, pensar y actuar, y como es elemental imaginarse, un futuro que desde un provincialismo patriótico, parece andar sin rumbo fijo, “padeciendo en el vasto caos de una estirpe en formación” (Ibíd.19), que como aliciente, tiene la ventaja en un grado mucho menor que otras razas, aceptar gente de otras latitudes con cordialidad, potenciando esa raza mixta, o como bien señala, “la primera raza síntesis del globo” (Ibíd) o “quinta raza”, que en ningún momento pretenderá, producto de su prolongada mixtura, excluir a nadie pues precisamente nació de la convergencia de múltiples y distintos genes, y en teoría, allí está el secreto para sacar la mayor ventaja posible. Más allá de todo esto, apegados a lo palpable de la piel, también está el “factor espiritual”, sumado al proceso de transformación que vendría a equilibrar las posibles desventajas que pudieran hallarse en cuanto a lo físico, tal vez como una manera de compensar las marcadas diferencias y en donde cobra un papel importante “ese misterio que llamamos gusto, misterio que es la secreta razón de toda estética” (Ibíd.23), y si en algo es acertado Vasconcelos es cuando afirma que “si no se liberta primero el espíritu, jamás lograremos redimir la materia” (Ibíd.30).
Entonces vendrá una quinta raza producto de negros, indios, mogoles y blancos, cuya gran ventaja por encima de las anteriores será el amor como dogma fundamental, como principio y fin para prolongarse en el tiempo. De ser así, en cuanto a la concreción de esta utopía, puede inferirse que se estará más cerca de lograrse el concepto de Patria en un continente convulso y siempre a merced del caos.

Volviendo a la literatura como parte de los medios en donde se ve reflejada lo que es la cultura de un país, no como calco de una realidad —aunque también pudiera ser el caso—, sino como representación tal como lo señalara Aristóteles en su Poética, es indudable hallar vasos comunicantes entre lo que es la política  y la ficción como forma de acercamiento a la realidad que tienen los textos literarios y que también edifican el concepto de nación, que en el caso de Latinoamérica, se ve con claridad entre las novelas románticas y la historia independentista de la región, y sobre todo, “a través de autores que prepararon proyectos nacionales en obras de ficción e implementaron textos fundacionales a través de campañas legislativas y militares” (Sommer, 2004:24),  aunque este último aspecto el militar —obviamente pocos pudieron haberlo imaginado de esa manera—, se haya transformado en la historia contemporánea del continente, en un dolor de cabeza para muchas naciones: el número de dictadores latinoamericanos es más que elocuente para clarificar el punto: Gómez, Trujillo, Pinochet, Castro, sólo por mencionar algunos.

La historia, en parte, según lo señala Doris Sommer, sería construida por las plumas de escritores llamados a contribuir con dicho propósito, con lo cual se buscaba “legitimar el nacimiento de una nación, como por la oportunidad de impulsar la historia hacia ese futuro ideal” (Ibíd.), pero que el tiempo se ha encargado de desmontar esa utopía revolucionaria armada que en definitiva ha dejado más miseria que prosperidad a su paso. Para ejemplificar esta tendencia, la autora toma el caso del presidente argentino, general Bartolomé Mitre, quien “publicó un manifiesto con el que pretendía suscitar la producción de novelas que sirvieran de cimiento a la nación” (Ibíd.25) en el año 1847 y expone líneas después, la repulsión que le causaba a Martí el “estado de dependencia literaria que existía en otras partes de nuestra América” (Ibíd.26) con los países europeos, al mejor estilo que años después demostraría José Carlos Mariátegui en este mismo sentido (recordemos que este autor peruano era de la corriente marxista).

Lo común para la época, siglo XIX e inicios del XX, era utilizar la palabra escrita como una vía expedita hacia los incipientes proyectos de nación y consiguiente Patria, aunque ese proceso idílico, tenía inmensas grietas en medio de un sistema político que apenas comenzaba a formarse. Pongamos por caso los grupos de privilegiados fundadores que tomaban lo mejor del liberalismo, pero que apretaban las tuercas de la economía con duros aranceles para quienes eran parte de la cadena productiva; o “la élite latinoamericana (que) escribió romances para una clase por definición privilegiada (ya que la educación de masas seguía siendo una meta por alcanzar)” (Ibíd.30), que seguramente mantenía sus ínfulas de grandeza en medio de un contexto social devastado por las constantes guerras  y que una vez expulsados los españoles, los héroes criollos pasaron a formar parte del problema y no una solución. Sommer plantea que puede apreciarse una suerte de metonimia entre los matrimonios de la época con relación al proceso de formación de la nación, es decir, como si el hecho formal del matrimonio era un indicador asociado en este sentido primigenio de formación de lo que luego sería la nación. En los textos estarían exaltados los valores patrios, como también la heroicidad de los hombres, guerreros sublimados a través de la palabra, enalteciendo la gallardía de éstos y diferenciando “entre hombres buenos y malos” (Ibíd.40), pero este ditirambo tan propio de la época, terminaría a la postre en un inevitable populismo que hasta el presente sigue formando parte de los procesos políticos actuales, y “tiene una importante carrera narrativa en Hispanoamérica y una larga vida futura, aun cuando la cultura política cambie de nombre” (Ibíd.41). Los ejemplos sobran: Venezuela es el caso más reciente y ha vuelto a germinar de una manera torcida el concepto de revolución, propagándolo a otros países de la región.

Teniendo a la vista el período de la historia en que se estaban formando las naciones, la autora insiste en que la literatura -aunque la refiere como “historias latinoamericanas”-  miraba todo el tiempo hacia el futuro, impregnada de sueños y grandeza “más proyectivas que retrospectivas, más eróticas que fieles a los eventos” (Ibíd.44). En la actualidad este modelo parece haberse revertido, al menos en el caso de Venezuela es notable la cantidad de literatura histórica que se está publicando. Pongamos por caso Falke y Sumario de Federico Vegas; o El pasajero de Truman de Francisco Suniaga. Y esto es inevitable complementarlo con los constantes discursos políticos que siempre terminan en la remembranza de los próceres de nuestra independencia. Esta tendencia no tiene nada de negativo, pero tal vez el problema radica en la constante repetición del mensaje ad nausean, cuando en realidad lo que se necesita son respuestas y acciones rotundas, concretas, y que se vuelva a ser “prospectivo”, pues para construir nación debe irse hacia adelante.

De todos los textos analizados hasta ahora, tal vez el de Mario Briceño-Iragorry es el que tiene más a flor de piel un excesivo sentimiento nacionalista y patriótico: “solamente bajo un régimen de unidad de voluntades puede realizarse la eficaz defensa de los contornos nacionales de la Patria” (Briceño-Iragorry, 1988: 335), y más adelante dice: “en los últimos años yo he dedicado por entero mi trabajo de escritor a la defensa de la idea nacionalista” (Ibíd.336), curiosa afirmación si recordamos que  Briceño-Iragorry fue embajador de Venezuela en Colombia tras la designación que le otorgara la junta militar que derrocó el gobierno de Rómulo Gallegos, primer presidente electo de manera directa y secreta en el país. 

Al margen del comentario anterior, está clara su insistencia en cuanto al tema de lo nacional como un punto fundamental para construir Patria, y es gracias a ese sentimiento de pertenencia que se puede aspirar hacia una universalidad, hacia un espíritu nacionalista representativo y digno de estar a la altura de las grandes naciones del mundo. Defiende los valores tradicionales del pueblo para alcanzar la grandeza de nuestro gentilicio e insiste en que esa firme postura es el camino indicado para la consolidación de la nación: “Defender lo característico de cada pueblo no representa una actitud negada a recibir el aire creador de lo universal, sino una posición encaminada a asegurar los medios de retener las semillas fecundantes que la ventisca del eterno progreso conduzca hacia nuestra área nacional” (Ibíd.341), ya que, según indica, el nacionalismo venezolano está caracterizado por la disgregación cultural motivada a la cantidad de influencias foráneas que nos invade. Deberíamos entonces asumir una actitud de defensa para preservar nuestras raíces y “nuestra realidad de pueblo" (Ibíd), señala, y las diversas ramas de las ciencias sociales y humanísticas, deberían apuntar como misión prioritaria rescatar los “valores de la venezolanidad”.

Mensaje sin destino y otros ensayos, al menos la lectura particular de “Dimensión y urgencia de la idea nacionalista”, puede verse como una perfecta arenga política, cuyo piso definitivo son las diversas influencias culturales que se han asentado en nuestro país. Briceño-Iragorry habla de nuevos valores, de la oligarquía que envenenó al pueblo pues regó “sobre la fresca conciencia de la sociedad una fina y venenosa ceniza de pesimismo” (Ibíd.347); de la apabullada dignidad del pueblo por parte de los “pitiyanquis”, entre otros elementos más.  Por tanto, el combate de estas taras debe llamar a la reflexión de todos y revivir con ello la memoria de este “pueblo sin nombre”, tal como lo llama, con el único objetivo de rescatar el noble pensamiento venezolano. Insistimos en la arenga política y por ello transcribimos el siguiente párrafo:

Nuestro pueblo, nuestro altivo y sufrido pueblo, pide que se le mantenga en la fe de sí mismo, en la fe de su destino poderoso, en la fe de que el dolor presente le pulirá aún más la robusta conciencia sobre la cual afincará el vuelo para ganar la victoria final contra las fuerzas diabólicas que se oponen a la realización de su destino…Unidos y fuertes, podremos mañana proseguir el mensaje que de nuestros pueblos americanos espera la vieja Europa que nos dio, para remozarla, la savia de su imperecedera cultura (Ibíd.360).

La Patria entonces se construye desde el detalle más pequeño que como ciudadano se puede aportar al país, pasando por la literatura como prueba irreductible del pensamiento humano de cada nación, hasta las más fervorosas palabras como las citadas líneas atrás. No cabe la menor duda que todos los textos citados llevan, en menor o mayor grado, una clara intención nacionalista que fija posturas en cuanto a identidad se refiere: Manuel Gamio desde el sentido de la integración necesaria para la construcción de los países;  Ángel Rama con la construcción de nación a través de la literatura; Vasconcelos con su quinta raza cuya gestación viene desde siglos remotos; Sommer con la legitimación de las naciones a través de la recreación histórica de los escritores y Mario Briceño-Iragorry desde una pluma patriótica. Queda entonces la parte más dura para forjar eso que se llama “Patria”, que cada quien sienta la necesidad de ir por ese camino de reconexión con lo que nos une, identifica y aglutina en un solo gentilicio: ser venezolano.


Bibliografía

Briceño-Iragorry, Mario. (1988): Mensaje sin destino y otros ensayos. Venezuela: Biblioteca Ayacucho.

Gamio, Manuel. (2006): Forjando patria. México: Porrúa.

Rama, Ángel. (2004): Transculturización en América Latina. México: Siglo XXI

Sommer, Doris. (2004): Ficciones fundacionales. México: Fondo de Cultura Económica.

Vasconcelos, José. (2007): La raza cósmica. México: Porrúa.