23 ago 2013

Ajuar funerario

Cuando era niño mi monstruo favorito era Drácula. Más allá del masoquismo que la frase implica, lo que obviamente quiero decir es que nada me aterrorizaba más que el vampiro, pero no me perdía una de sus películas en sus diversas versiones. Al terminar de leer este espeluznante libro, Ajuar funerario de Fernando Iwasaki, reviví justo el tema de mi miedo al vampiro de Transilvania y recordé el ritual de mi abuela colocándole dos velas todos los lunes a las siete de la noche a las “ánimas benditas” (no a Drácula) tal como ella las llamaba. Lo que nunca entendí fue el hecho de que las colocara en el baño (¿será que eran estíticas y aquello las ayudaba en algo?). Pero el cuento viene al punto porque si había algo que también me asustaba, eran las sombras danzantes que salían alargadas desde el baño quedando justo en mi ángulo visual desde mi cama. No les quitaba la vista, como si con aquello hubiera evitado que alguna sombra se metiera en el cuarto.


Todos tenemos cuentos de terror y misterio que contar. Unos más que otros. En las fiestas de adolescente lo más importante era coronar con una chica o chico (dependiendo de las apetencias) en medio del baile y si no se era diestro en materia de cortejo, para eso estaban las fábulas de ultratumba: para llamar la atención. A mí lo único extraño que me sucedió, tendría unos 14 o 15 años, fue una madrugada en que la sed me obligó a levantarme por un vaso de agua y estando en la cocina, se prendió la licuadora. Así mismo, solita. Vi cómo el potenciómetro giró a ON. Desde entonces me acostumbré a dormir con mi vaso de agua al lado.

Hoy mi hijo tomó el Ajuar funerario y empezó a leer en voz alta. Fue increíble ver cómo su rostro cambiaba de expresión a medida que avanzaba en su perfecta lectura. Su cara de asombro me hablaba de la sorpresa que aquellos textos producían en él. Al finalizar cada uno correspondió la necesaria aclaratoria de todo ese mundo literario y fantasmal que Iwasaki domina a la perfección. Luego vino la frase «Papi, hoy no voy a dormir» y mi consecuente respuesta «Sí dormirás. Deja explicarte». Prefirió entonces que fuera yo el lector después de su petición: «Lee tú y pon esa voz que pones, la de misterio». Disfruté cómo se metía en la historia, mérito absoluto de Iwasaki en esa brevedad alucinante que te atrapa. Posterior a ello vino una frase que solté vía tuiter: «Papi, qué aterrador ese cuento. Léeme otro».


Cada uno de los relatos de este libro te asombra, te impacta. Sabes que estás dentro de un juego literario repleto de terror y misterio, y aún así, precavido como se supone que debes estar, te conmocionan por igual desde el principio. Los finales también te mueven el piso y resultan tan inesperados como escalofriantes. Ajuar funerario ya va por su sexta edición (por algo será), así que si tienen la ocasión de leer este libro, háganlo. Ahora bien, cierro y justifico  la divagación sobre el cuento de mi infancia, empalmando con el epílogo que el propio Fernando Iwasaki hace sobre su libro. Si los relatos resultan terroríficos, más creepy es lo que cuenta de su infancia y el entorno que propició en el niño, que muchos años después, escribiría Ajuar funerario. Todo tiene sentido y al terminar de leerlo, uno se dice: “con razón”.

21 ago 2013

Un país a los coñazos

La ventaja de escribir en un blog es que publicas lo que se te venga en gana sin un editor que te diga “Hey, quita esa palabra”. No obstante, hay dos tabloides que pudieran publicar un título como ese sin mayor vergüenza (no los mencionaré), lastimando el lenguaje, y peor aún, “hablándoles” a ese público objetivo o potenciales lectores, como si no fueran capaces de poder entender en un idioma, no digo exquisito, pero sí menos ramplón. Así que “un país a los coñazos” sería el sinónimo soez a lo que dijera en su momento el maestro Cabrujas (salvando la obvia distancia) y si me permiten hacer la clara metonimia de la parte por el todo, de una Caracas-País de “mientras tanto y por si acaso”.

La frase se me estampó impertinente desde el amanecer cuando leyendo las noticias, quedo asombrado (vulgar tautología en Venezuela, la de asombrarse) por el caso de la enfermera que murió a causa de la golpiza que le dieran dos mujeres días antes. Una de veinte y otra de veintidós años, que no conformes con agredirla brutalmente, perforarla con una jeringa por varias partes del cuerpo como si le inyectaran jugo de naranja a un pernil, la lanzaron escaleras abajo. ¿Por qué? Porque les llamó la atención ya que estaban haciendo mal uso de un ascensor. Esto sucedió en la maternidad Concepción Palacios (lugar en donde nací, valga la cuña). Pero esta brevísima crónica estalla cuando a final de la tarde, usé el Metro en plena hora pico (otro concepto absurdo si consideramos el perenne abarrotamiento de los vagones a la hora que sea).

La imagen de la enfermera apaleada volvió a mi memoria en medio de versos que por períodos del año, me atacan inclementes para que los vierta sobre el papel en plena madrugada. Pensaba en ello cuando dos voces masculinas conversaban lo de la enfermera, nunca les vi las caras, yo estaba de espalda. Veníamos tan apretujados que pensé «si este carajo se mueve un poquito más, me preña». Afortunadamente eso no pasó. Como puedo tomo la foto que ven aquí y luego el cosmos hace lo suyo: coinciden las palabras, se sincronizan con el pensamiento y van a dar con la patética escena que ahora les refiero entre un mar de gente tratando de salir y un mar de gente tratando de entrar:

Ella1: Coño deja salir, no me empujes.
Ella2: Te empujo porque (Hoy) se me da la gana.
Ella1: Si eres animal.
Ella2: Animal será tu madre pedazo e …

Y acto seguido Ella2 le lanza un gancho de izquierda que va a parar directo al mentón de Ella1.  Le calculo a la agresora más de cincuenta años y a la agredida un promedio similar. Así que ambas están en su ring.  Ella2 se le abalanza encima y se aferra a la cabellera de la mujer. Por un instante pienso que forma parte de la nueva secta (no se le puede llamar de otra manera) que ahora aterroriza a cuanta melenuda anda por ahí. El cuadrilátero improvisado se formó entre la raya amarilla (“el límite de su seguridad”) y la entrada al vagón. Ella2 con la misma mano que ahora tiene un largo mechón de su agresora, le arranca la blusa a Ella1 dejando al descubierto dos senos depauperados y lánguidos. Al fondo veo a Bolívar —mal llevado por Valero, según comentan algunos— promocionando su propia película (tengo que verla) en una pancarta andante que cuelga de un muchacho que ve el espectáculo. La señal del cierre de puerta se activa pero el par de fieras se revuelca en el piso mientras algunos hombres intentan separarlas. No pueden. El parlante chilla por la policía en el andén “dirección Propatria” y yo aprovecho el maremágnum para escapar por los espacios vacíos que dejan los curiosos.

Reflexión: en un país en donde los diputados —me disculpan que insista con el término— se caen a coñazos (es que suena sabroso y duele cuando es contigo); se insultan a diestra y siniestra sin importar que te vean por televisión a nivel nacional, qué puede pedírsele al ciudadano común que ve en sus “elegidos” por voto popular semejante ejemplo.  Es como el padre que le dice al niño que no pelee en el colegio, pero le cae a palos al pobre carajito por un quítame esas pajas. A esto debo sumarle que ahora estallan algunas refinerías en el oriente y el occidente del país, lo cual no es poca cosa; se inundan las avenidas porque revientan las tuberías de agua o porque la lluvia inclemente hace lo suyo (en esta ciudad mea un zancudo y todo colapsa), entre otros avatares que ya conocemos de sobra y que vienen a redondear la suma de nuestros problemas.

Inquieta que después de tanto petróleo —una suerte de maldición—, el país se caiga a pedazos (que rima además con el término en cuestión). Duele, este caos duele. No hay partidismo que justifique esta debacle. No hay que ser de un bando o del otro para darse cuenta que el camino transitado hasta ahora estaba errado. “Hoy da” indignación vernos en una titánica lucha de unos contra otros; “Hoy da” rabia ver que la corrupción cabalga a rienda suelta y en la asamblea se pelotean el sustantivo como papa caliente; “Hoy da” pánico ver como el periodismo es arrinconado por un contrincante que es tan venezolano como uno. El país está tan golpeado como las dos mujeres del metro y se parece mucho a aquel mítico combate narrado por Miguel Thoddé entre el venezolano Betulio González y el mexicano Miguel Canto  (ojo, cultura popular, yo no había nacido): “—¡Pega Betulio! ¡Vuelve a pegar Betulio! ¡Sigue pegando Betulio! ¡De nuevo pega Betulio! (...) Señores, se cayó Betulio”.
Así está Venezuela.

15 ago 2013

El síndrome de la escalera mecánica

Estimado y curioso lector (y lectora), la pregunta de rigor que usted se está haciendo es lógica y pertinente. En las siguientes líneas osaré en explicarle en qué consiste esta suerte de “demencia tropical”. En días recientes me la diagnosticaron, pero no por la escalera sino por otras razones que a nadie le interesa (sólo a mí y a... bueno, y a...). Esta patología se puede detectar con frecuencia en las principales ciudades del país, aunque tal vez tenga ribetes internacionales pero ello no me importa. Vivo aquí. Como posiblemente está leyendo en la comodidad de su casa u oficina, a través de su móvil (teléfono inteligente, pues)  o pc, dudo que esté ingresando en una escalera mecánica en este momento mientras lee (aunque se han visto casos, muchos). Y aclaro que la escalera es válida para todo género, no hay  “escalero” para el uso exclusivo de los machos, no; es “es-ca-le-ra” para tutti li mundacci.

Decíale pues y le propongo, cerrar sus ojos, párpados abajo y hacer una profunda exhalación: vacíe su cerebro (cero instinto suicida, es simbólica la cosa), libérese de esos pensamientos que lo atormenta, de los productos que tiene apresados en la aduana, de las carpetas cadivi, de si le aprueban o no la visa gringa; del marido que se fue y del que está por venir (no “porvenir”); de la que no te para ni medio aunque le hagas malabares sin pedir propinas; relájese y olvídese de que ahora se le hará más pelúo vender su carrito usado para comprarse uno de agencia (menos todavía); no piense en la lista de útiles escolares ni en los uniformes, como tampoco debe hacerlo sobre cambiar a su prole de institución (suerte de tormento); elimine por un momento del lóbulo frontal al abusivo del piso de arriba (o de abajo) que coloca reguetón y vallenato todos los días y a cualquier hora, o que repite hasta el hartazgo la cancioncita de Mark Anthony cuyo coro dice “Vivir mi vida, y la-la-la-laaa (la-la-la hostia). En fin, la lista es infinita. Suelte las taras como si estuviera haciendo un ejercicio zen (zen-tado).

¿Sí? ¿Listo, lista? Bueno, así queda la gente cuando ingresa a una escalera mecánica: vacía. Se le borra la memoria, se pierden en el limbo, quedan en otra dimensión y no saben qué hacer, pa’ dónde van. Fíjese en ese detalle, no es mentira. Apenas salen de las escaleras mecánicas se frenan sin importarles la gente que viene detrás —también alelados, obviamente—, creando el efecto bowling en donde los recién salidos son arrollados por los hipnotizados usuarios que vienen escalones arriba, que por razones aún no determinadas en términos científicos, es en ese momento que empiezan a “pensar”, a preguntarse qué hago, a dónde voy, dónde estoy, si me quedo en ese nivel o voy al otro; si es a la feria de comida o a otro local comercial. Un buen consejo es no decirles nada si usted no es afectado por este síndrome y se tropieza con ellos al salir de la escalera, puesto que despertar de sopetón a un alelado es peligroso —como dicen que sucede con los sonámbulos—, ya que puede ser víctima de mentadas de madre, o el clásico “ese no es tu peo”, o “me paro donde me dé la gana”. El curioso y fugaz proceso de contaminación tiene la ventaja que dura poco, tan sólo el trayecto que los lleva de un piso a otro. Algunos especialistas afirman que el contacto con los polímeros con los que fabrican los pasamanos, son los causantes del “Síndrome de la escalera mecánica”, el cual genera un vaciado o lapsus mentis que genera el breve olvido. Tal vez la fugaz contaminación incluya alucinaciones, aún no comprobadas, de ondulantes brazos que salen de los costados de la escalera que pretenden arrancarle a los usuarios partes de su cuerpo o en su defecto —cosa que parece que sí sucede—, los recuerdos,  la memoria inmediata y hasta la motricidad, imagen similar a la que se ve en la película de Polanski, “Repulsion”,  que intentan atrapar a la espantosa actriz Caterine Deneuve en un angosto pasillo de la casa (la ironía se entiende, supongo).


El “Síndrome de la escalera mecánica” es una afección que nos puede tocar a todos. Cada vez que se suba a una, no se relaje, no; piense, piense mucho, ya que es la única manera de que cuando se baje de ella, tenga claro qué va hacer en su vida y con toda esa caterva de problemas que lleva en sus millonas, sorry, millones de neuronas. Con ello también podrá evitar los improvisados círculos sociales que no consiguen mejor lugar para reunirse que a la salida de la escalera, incomodando y entorpeciendo la libre circulación de las demás personas, estén desconectadas o no. No se detenga inútilmente, no perturbe el libre tránsito de los cuerpos ya que más temprano que tarde, usted podrá ser contagiado por esta rarísima y extraña pandemia, quedando muy mal ante los ojos de los demás y ser arrollado por alguien que sí sabe a dónde va. 

12 ago 2013

Ciudad santuario

Hay ojos que emanan ternura
y hay ojos de inmenso dolor,
ojos que en noches oscuras,
viven de amarguras
y desolación.
Rubén Blades

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…», dijo el cura y mientras mi abuela bajaba a su fosa eterna, dos bandas se empezaron a caer a plomo; plomo cerrado, del bueno… Sonidos secos y repetidos: “pac-pac-pac”. Muchos se lanzaron a la tierra humedecida por la lluvia en medio del entierro; yo, absorto viendo cómo bajaba la caja de madera, ni me movía. Un primo se me abalanzó encima para que también mordiera el polvo. Pero no pudo conmigo. Lancé una rosa a la par que los sepultureros la tierra al hoyo. Miré a la distancia los chispazos, los “pac-pac-pac” se hacían más lejanos y por más que quería soltar las lágrimas, no pude (lo hice tres días después que muriera la abuela, mi abuela).


Hace veinte años de aquello. Caminar por el Cementerio del Sur no es fácil. No sólo porque en ese tiempo ya se tenía que lidiar con los malandros, sino porque también debíamos pisar lápidas ajenas para llegar hasta los nuestros (curiosa manera de llamarlos cuando ya no están). Hermosas imágenes de ángeles, vírgenes y santos estaban allí decorando el silencio; el catálogo de cruces era el pertinente canto apologético dedicado a Jesús; el santuario colectivo en donde cada quien recuerda a los suyos, le reza a los suyos o le reclama a los suyos (¿por qué no?), parece haberse expandido más allá de sus límites sacros.

“Con los santos no se juega” dice Lavoe en la canción; con los muertos tampoco, esto lo aprendí desde chiquito, por intuición —y miedo, por supuesto—. Sin tocar el tema religioso, siempre etéreo, complejo, subjetivo y pare usted de contar, la muerte, esa ineludible parte de la vida, nos llegará a todos. Hay quienes la lloran, pero otros la bailan; otros rezan y otros se caen a curda (o  "ambas dos" en el caso venezolano). La variopinta cantidad de “reconocerla” o aceptarla da para mucho.

Pero, ¿por qué la cháchara sobre el cementerio y la muerte? Porque Caracas toda, toda Caracas, mi ciudad, se me antoja un santuario, ergo, “Ciudad santuario”. No hay calle, avenida, pared, muro, adoquines, balaustres, dinteles, ventanas, cornisas, etc., que no tengan  la imagen de su entrecejo, de sus ojos. No lo voy a mencionar, ustedes saben de quién les hablo.  Al menos los lugares que frecuento o recorro en mi día a día, sirven de lienzo para mantener presente su imagen. Y si así es aquí, supongo que será la misma historia en el resto del país. Aclaro que estas palabras no van con intenciones políticas, la verdad que el tema por antonomasia ya termina en náusea, pero es inevitable tocarlo aunque sea de pasada y que las arcadas hagan acto de presencia.

A donde quiera que uno mire está él, viéndote y no precisamente con ternura o con expresión conciliadora. No. Me gustaría ver las paredes, abandonadas o no, pero las paredes, sus colores y los grafitis de los chamos que andan en esa onda (unos aceptables y otros deplorables en términos estéticos); o una frase de amor aunque tenga errores ortográficos. Uno se siente perseguido por un espectro del más allá o como el Big Brother de Orwell que a donde menos te lo esperas aparece, o como aquel perrito, Drupi, con capacidad de apariciones interplanetarias. Insisto, lo que realmente quiero reclamar, mejor dicho, exigir o implorar para mi ciudad, es la limpieza de sus calles, avenidas y fachadas; limpiar este impresionante ataque de acné que tiene Caracas con tanta propaganda política. Y esto es de bando y bando, del oficial y el opositor, no es excluyente, los involucra e implica a todos: a los amarillitos que tiene tomados cada poste de luz y a los rojitos que se apoderaron de cuanta edificación existe. Que la gente use sus franelas con los ojos, que peguen sus calcomanías en sus carros, están en su legítimo derecho. Pero una cosa es la decisión individual de transformarse en una valla publicitaria andante, y otra muy distinta, a que los lugares comunes a todos, los espacios públicos, sean tomados a discreción para venderte una u otra tendencia.  Más de uno dirá, “es que estamos en campaña” a lo que respondería, “tenemos quince años en campaña” y la propaganda política no desaparece, se queda ahí insistente como si fueran luces estroboscópicas empecinadas en alelarte. 

Esto no es nuevo, antiguos presidentes ya en su último año de gobierno aún tenían afiches por doquier ofreciendo sus bondades y promesas electorales. Es así. ¿Cuesta mucho limpiar? Uno va a otros países de Latinoamérica (habrá sus excepciones, obviamente) y no ve ni un sólo afiche del gobernante en pleno ejercicio ni de sus oponentes. Ves las respectivas banderas en donde obviamente tienen que estar, pero no aquel afán publicitario por eternizarse pegado a una pared. Por favor limpiemos la ciudad. Se me ocurre que es más importante esto que cambiar el himno de Caracas o de darle asilo a Snowden. El cuentico aquel de que somos la “sucursal del cielo”, con el cual me soplo la nariz —por no ponerme escatológico—, se quedó corto, porque ahora somos “Ciudad santuario”.

P.D.
Los invito a ver este video de los maestros Les luthiers

7 ago 2013

Que inporta!

"La incoherencia del discurso depende de quien lo escuche".
Paul Valéry, en Monsieur Teste.

Que inporta heste istante de fugas felisida o lo inverosímil del mundo. Hestamos haqui herrando a plaser sin inportar nada mas. Se que te tengo i no te tengo. Que respiro i no respiro. Heres el hensueño del bervo kantando hen la forma y sin hembargo nada inporta. Para ser onesto cual zeria el provlema de todo hesto. Cual hes la diferencia si de higual forma hentiendo, o mejor haun no hentiendo. Los controles que controlan. Las halmas ha donde van. La istoria es real mente is toria. Inporta lo que no importa. Lo que nada muebe. Lo que no existe. Aveses inporta la teknolojia por zobre el onvre: entonces para ke preocuparnos. Detayes presiozos para el zer hamado: ai gratitu. Inporta leer i hescrivir vien. La helocuensia es hinprecindivle en siertos momentos para zurjir. Ke inportante hes lo ke hinporta. Konprar havarca un gran zektor de nuestros pensamientos porke heyos lla son la konpra hen zi. Bender rresulta desconosido porke somos la benta misma. ¿Hel corason inporta a cazo? Bamos a donarlo hen huna zacristía he horopel para vriyar sin vriyar. Hel yanto zera mi dulse. La zal zera miel y la miel zera zal. Kada hojo mirara por zu cuenta dentro de huna turvia liverta y komo si fuera poko lo ke importa zeguira sin hinportar.

6 ago 2013

Hablar solos

Ella es Elena, una perra.
Él es Mario, su esposo convaleciente.
Lito, es el hijo de ambos. 


No es ningún juicio de valor personal puesto que Elena se reconoce así misma como una “perra” (en alguna parte lo dice, ¿o me lo inventé?), “soberbia y puta”, una “deshabitada” —calificativos textuales— que no necesita amor. Es, de estos tres personajes, el que más me gustó, por descarnado, por sincero, por humano. La voz de una mujer que sufre el estado terminal de su esposo, pero que aún necesita pasión, sexo; es una mujer que habla de sus orgasmos con una franqueza deliciosa y para complacer esta necesidad instintiva, animal, está Ezequiel, el médico tratante de su esposo, ese que le hace ver en sí misma lo que más nadie ve: “Eso es fundamental en la cama con un hombre. No lo que yo vea en su cuerpo: lo que él logre que yo vea en el mío”.

Hablar solos de Andrés Neuman es una estupenda novela que llama a la reflexión, a pensar en el tema eterno de la vida y la muerte; a la enfermedad como el boleto inevitable —anticipado o no— a otra instancia inaprensible. Mario es el portador de ese ticket inesperado y por ello trata de aprovechar al máximo su relación con Lito, su hijo de diez años con el que viaja a bordo de Pedro (el camión), sorteando carreteras en medio de las fantasías del infante que se aproxima a la adolescencia y de la cruda realidad de su padre cada vez más enfermo; un hombre que ya postrado en una cama de hospital, siente mancillada su dignidad: Entran, salen, te cambian esto, lo otro, no sé ni qué me ponen, ya ni les pregunto, es humillante, sólo me faltan los pañales... Desde el día en que te dan el diagnóstico, el mundo se divide inmediatamente en dos, el grupo de los vivos y el grupo de los que van a morirse pronto. 

Una de las partes más sublimes de la novela es cuando Mario aconseja a Lito sobre qué hacer y qué no hacer en la vida para que sea medianamente feliz (una página entera que no voy a transcribir), de lo que cualquier padre le diría a su hijo en esa situación tan próxima a la muerte: Diviértete, ¿me oyes?, cuesta mucho trabajo divertirse, y ten paciencia, no demasiada, y cuídate como si supieras que no siempre vas a ser joven, aunque no vas a saberlo y está bien...

Crisis y miserias humanas retratadas en una novela breve pero profunda, narrada en un tono que sólo se logra gracias a la voz confidencial que genera el monólogo de cada uno de los personajes: desde sus perspectivas, desde el dolor y el miedo de cada uno.  Elena, una gran lectora, va reconociendo sus dilemas y contradicciones en muchos libros que pasan por sus manos, entrando en un conflicto moral con lo que fue y ahora es, teniendo muy de cerca la inminente muerte de su esposo; Mario, se entrega a su destino fatal pero en ese devastador proceso hay espacio para reconstruir en sus pensamientos lo que fue su vida, aprovechando, además, hacer un último viaje por carretera con su hijo de copiloto. 

Algunas frases célebres de Elena:

A veces tengo la sensación de que la maternidad es un agujero negro... 

Pero un hijo es también una alcancía. Por muy interesado que pueda sonar, una deposita en él su tiempo, sus sacrificios, sus esperanzas, confiando en que en el futuro produzcan gratitud... 

Entonces tengo unos orgasmos que me estiran los límites de la vida. Como si la vida fuese un músculo vaginal... 

Cuando se muere alguien con quien te has acostado, las caricias que hiciste sobre su piel cambian de dirección, pasan de presencia revivida a experiencia póstuma... 

La familia es un animal carroñero...