1 nov 2012

Violencia en la literatura


Yo por él no siento compasión,
nunca en vida él hizo algo por mí.
Si es entre él y yo la selección,
no me dolerá verlo morir.
Sicarios, Rubén Blades.

El fin de semana pasado lo único disponible para ver en el cine era “El cartel de los sapos” —al menos en el horario en que yo llegué—, una adaptación del libro homónimo de Andrés López López. No lo he leído y en mi oficina ya tengo la segunda parte del mismo libro (que tampoco he leído). Lo cierto es que entré con cierta aprehensión a la sala, porque para ver una película violenta, me basta con caminar por Caracas (que cerró el mes de octubre con 532 muertes violentas), y estar atento, o leer la prensa, o escuchar el cuento de cualquier vecino. Pero en fin, cotufas en mano, me dispuse a pasar el rato. Buena producción, buenos efectos, buenas actuaciones...

Pero no voy a hablarles de cine y de la película en cuestión, voy hacerlo sobre un tema que me rondaba la cabeza después de tres lecturas que hice, todas con un elemento en común: la violencia. Digamos que la película me dio el último impulso para hacerlo. En todo caso y para entrar en materia, la violencia existe desde que el ser humano hizo su aparición triunfal sobre la tierra, por las razones que sea, y no me extiendo aquí pues desde esta perspectiva, es más un asunto antropológico que literario. Pensemos pues en los grandes clásicos griegos, en La Odisea, en La Ilíada, y un largo abanico de buenos ejemplos en donde la violencia forma parte sustancial del mundo narrado (vaya violencia la de los dioses griegos). Es una suerte de germen, de código genético que acompaña a nuestra raza.

Me arriesgo entonces, y sin intención de ser axiomático, a comentarles sobre la violencia en la literatura, y particularmente, en las novelas La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo; Plata quemada (1997) de Ricardo Piglia y El amante de Janis Joplin (2008) de Élmer Mendoza. La novela del oriundo de Medellín, también fue llevada al cine alcanzando premios importantes y la historia se desarrolla en su pueblo natal, en donde la mafia, las drogas, el sicariato y la homosexualidad son los temas principales. La rudeza del lenguaje utilizado, enmarca a la perfección todo el entorno hostil y decadente de sus personajes, empezando por Fernando, que siendo ya un adulto, intelectual él, quien exclama molesto: “¿Yo un presunto sicario? ¡Desgraciados! ¡Yo soy un presunto gramático!”, termina envuelto en ese mundo maltrecho de la mano de su amante, Alexis, un analfabeta y joven sicario.

Plata quemada, por su parte, no deja ser menos violenta que la anterior, más aún si tomamos en cuenta que está basada en un famoso asalto que se dio en Buenos Aires a mediados de la década de los sesenta. Al margen del tiempo que el autor tardó en escribir la novela y del proceso de investigación que le imprimió a su trabajo, el perfil de los personajes y la manera en que está presentada la historia, dejan muy en claro que la violencia se repotencia en sí misma, justificándose para lograr su objetivo, sea cual sea, matar a alguien por encargo, o hacerse del botín del banco a toda costa. Hay algunos elementos dentro de la novela que te arrancan una sonrisa, particularmente cuando los delincuentes conversan entre ellos o enfrentan a los policías. Esto también se puede ver en mayor grado en La virgen de los sicarios, cuando Fernando con toda su cultura a cuestas, tiene que bajar los escalones del saber para interactuar con su entorno. Estos pequeños atisbos de humor están allí para paliar un poco, el arsenal de situaciones de extremo dolor y violencia que ambos textos salpican la lectura de principio a fin.

El caso de El amante de Janis Joplin, no es cuento de hadas en comparación a los anteriores, pero tal vez eso que mencioné en el párrafo anterior como “atisbos de humor”, están más exaltados aquí pues su personaje principal David Valenzuela (el tonto del pueblo, alias el “Sandy”), después de cobrar su primera víctima fatal de manera fortuita al meterle un peñonazo fulminante a uno de los Castro (no tiene que ver con los de la isla), su otro yo, su parte “reencarnable” como dice el texto, habla con él, lo incita a delinquir, lo acosa mentalmente a que se vuelva un chico malo (que de hecho no es, pero tampoco es normal), en una ciudad como Sinaloa que al menor parpadeo la violencia te arrastra contigo.

Estas novelas tienen tres puntos en común: la violencia como motor principal de todas las acciones: dice Dorda (en Plata quemada): “La maldad —muy acelerado con la mezcla de la anfeta y la coca— no es algo que se haga con la voluntad, es una luz que viene y que te lleva”.  Alexis en La virgen de los sicarios: “corrió hacia el hippie, se le adelantó, dio media vuelta, sacó el revólver y a pocos palmos le chantó un tiro en la frente, en el puro centro, donde el miércoles de ceniza te ponen la santa cruz”.

Como segundo punto, esa extraña voz que los acompaña en sus fechorías, ese otro yo hablante que los instiga y atormenta en sus pensamientos: David dice: “traigo el diablo en la cabeza”, la misma que le decía que “se dejara de pendejadas, que se acostumbrara a su presencia, que sus miedos le importaban un carajo”. En Plata quemada: “Los que matan por matar es porque escuchan voces, oyen hablar a la gente, están comunicados con la central, con la voz de los muertos, de los ausentes, de las mujeres perdidas, es como un zumbido, decía Dorda, una cosa eléctrica que hace cric, cric adentro del mate y no te deja dormir”.

El tercer punto tiene que ver con el profundo sentido religioso que acompaña a sus personajes: “El Nene se tocó la medallita de la Virgen para darse suerte y se largó a la calle. Era tan flaco y tan frágil y estaba tan drogado que parecía un enfermo...” (en Plata quemada);  dice el Cholo, tocándose (en La amante de Janis Joplin) “la estampita de los santos patronos de los narcos: si todo sale bien, Malverde bendito —se dirigió al ánima que cada vez ganaba más terreno como santo de la raza—, cuenta con tus veladoras y una lana en tu capilla”. Y en La virgen de los sicarios, “Virgencita niña, María Auxiliadora que te conozco desde mi infancia, desde el colegio de los salesianos donde estudié; que eres más mía que de esta multitud novelera, hazme un favor: que este niño que ves rezándote, ante ti, a mi lado, que sea mi último y definitivo amor, que no lo traicione, que no me traicione, amén”, dice Fernando, mientras Alexis, lleva “tres escapularios, que son lo que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo y son: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen”. Y no puedo dejar de mencionar al Sandy (David, en El amante de Janis Joplin), que a pesar de su deficiencia mental, usaba “sus dos cadenas: una con la virgen de Guadalupe y otra con San Judas Tadeo”.

Son infinitos los ejemplos y paralelismos existentes entre estas novelas, que de por sí, merecen cada una por separado, una aproximación más detallada. Esta escueta reseña que utiliza el tema de la violencia en la literatura como eje principal, puede ampliarse mucho más con otros textos que van en el mismo orden de ideas, tales como Rosario Tijeras de Jorge Franco; Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez, textos que no he leído pero que entiendo llevan el tema de la violencia en cada una de sus páginas, o el mismo libro testimonial de Roberto Saviano: Gomorra (que sí leí), pueden funcionar perfectamente para ampliar el tema. Ahora, me pregunto y especulo un tanto: ¿se podrá hablar de una estética de la violencia? Aún no tengo una respuesta, pero lo que sí es cierto, es que cada autor y sus textos, utiliza la violencia como ¿herramienta? discursiva, tal vez para denunciar o simplemente contar lo que la realidad coloca en sus narices, la cual trasciende hasta convertirse en literatura.  Hago otra pregunta: ¿pudiéramos llamarlas novelas de reconstrucción social? No lo sé, pero como bien dice Vallejo en su novela: “Cuando a una sociedad la empiezan a analizar los sociólogos, ay mi Dios, se jodió, como el que cae en manos del psiquiatra”.


Infimo glosario:

La tartamuda: la metralleta
María muñeca: ¿hace falta decir qué es?
Un cana: policía
La finada: la muerte
Gonorrea: el insulto más fuerte en cualquier barrio de Medellín.
El muñeco: el muerto
Un camello: un encargo, un trabajo.
Hijoeputa y malparido: “las infaltables delicadezas sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la boca”, dice Vallejo.

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