Yo por él no siento compasión,
nunca en vida él hizo algo por mí.
Si es entre él y yo la selección,
no me dolerá verlo morir.
Sicarios, Rubén Blades.
El fin de semana pasado lo único
disponible para ver en el cine era “El cartel de los sapos” —al menos en el
horario en que yo llegué—, una adaptación del libro homónimo de Andrés López
López. No lo he leído y en mi oficina ya tengo la segunda parte del mismo libro
(que tampoco he leído). Lo cierto es que entré con cierta aprehensión a la
sala, porque para ver una película violenta, me basta con caminar por Caracas
(que cerró el mes de octubre con 532 muertes violentas), y estar atento, o leer
la prensa, o escuchar el cuento de cualquier vecino. Pero en fin, cotufas en
mano, me dispuse a pasar el rato. Buena producción, buenos efectos, buenas
actuaciones...
Pero no voy a hablarles de cine y
de la película en cuestión, voy hacerlo sobre un tema que me rondaba la cabeza
después de tres lecturas que hice, todas con un elemento en común: la
violencia. Digamos que la película me dio el último impulso para hacerlo. En
todo caso y para entrar en materia, la violencia existe desde que el ser humano
hizo su aparición triunfal sobre la tierra, por las razones que sea, y no me
extiendo aquí pues desde esta perspectiva, es más un asunto antropológico que
literario. Pensemos pues en los grandes clásicos griegos, en La Odisea, en La Ilíada, y
un largo abanico de buenos ejemplos en donde la violencia forma parte
sustancial del mundo narrado (vaya violencia la de los dioses griegos). Es una
suerte de germen, de código genético que acompaña a nuestra raza.
Me arriesgo entonces, y sin
intención de ser axiomático, a comentarles sobre la violencia en la literatura,
y particularmente, en las novelas La
virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo; Plata quemada (1997) de Ricardo Piglia y El amante de Janis Joplin (2008) de Élmer Mendoza. La novela del
oriundo de Medellín, también fue llevada al cine alcanzando premios importantes
y la historia se desarrolla en su pueblo natal, en donde la mafia, las drogas,
el sicariato y la homosexualidad son los temas principales. La rudeza del
lenguaje utilizado, enmarca a la perfección todo el entorno hostil y decadente
de sus personajes, empezando por Fernando, que siendo ya un adulto, intelectual
él, quien exclama molesto: “¿Yo un
presunto sicario? ¡Desgraciados! ¡Yo soy un presunto gramático!”, termina
envuelto en ese mundo maltrecho de la mano de su amante, Alexis, un analfabeta
y joven sicario.
Plata quemada, por su parte, no deja ser menos violenta que la
anterior, más aún si tomamos en cuenta que está basada en un famoso asalto que
se dio en Buenos Aires a mediados de la década de los sesenta. Al margen del
tiempo que el autor tardó en escribir la novela y del proceso de investigación
que le imprimió a su trabajo, el perfil de los personajes y la manera en que
está presentada la historia, dejan muy en claro que la violencia se repotencia
en sí misma, justificándose para lograr su objetivo, sea cual sea, matar a
alguien por encargo, o hacerse del botín del banco a toda costa. Hay algunos
elementos dentro de la novela que te arrancan una sonrisa, particularmente
cuando los delincuentes conversan entre ellos o enfrentan a los policías. Esto
también se puede ver en mayor grado en La
virgen de los sicarios, cuando Fernando con toda su cultura a cuestas,
tiene que bajar los escalones del saber para interactuar con su entorno. Estos
pequeños atisbos de humor están allí para paliar un poco, el arsenal de
situaciones de extremo dolor y violencia que ambos textos salpican la lectura
de principio a fin.
El caso de El amante de Janis Joplin, no es cuento de hadas en comparación a
los anteriores, pero tal vez eso que mencioné en el párrafo anterior como
“atisbos de humor”, están más exaltados aquí pues su personaje principal David
Valenzuela (el tonto del pueblo, alias el “Sandy”), después de cobrar su
primera víctima fatal de manera fortuita al meterle un peñonazo fulminante a
uno de los Castro (no tiene que ver con los de la isla), su otro yo, su parte
“reencarnable” como dice el texto, habla con él, lo incita a delinquir, lo
acosa mentalmente a que se vuelva un chico malo (que de hecho no es, pero
tampoco es normal), en una ciudad como Sinaloa que al menor parpadeo la
violencia te arrastra contigo.
Estas novelas tienen tres puntos
en común: la violencia como motor principal de todas las acciones: dice Dorda
(en Plata quemada): “La maldad —muy
acelerado con la mezcla de la anfeta y la coca— no es algo que se haga con la
voluntad, es una luz que viene y que te lleva”. Alexis en La
virgen de los sicarios: “corrió hacia
el hippie, se le adelantó, dio media vuelta, sacó el revólver y a pocos palmos
le chantó un tiro en la frente, en el puro centro, donde el miércoles de ceniza
te ponen la santa cruz”.
Como segundo punto, esa extraña
voz que los acompaña en sus fechorías, ese otro yo hablante que los instiga y
atormenta en sus pensamientos: David dice: “traigo
el diablo en la cabeza”, la misma que le decía que “se dejara de pendejadas, que se acostumbrara a su presencia, que sus
miedos le importaban un carajo”. En Plata
quemada: “Los que matan por matar es
porque escuchan voces, oyen hablar a la gente, están comunicados con la
central, con la voz de los muertos, de los ausentes, de las mujeres perdidas,
es como un zumbido, decía Dorda, una cosa eléctrica que hace cric, cric adentro
del mate y no te deja dormir”.
El tercer punto tiene que ver con
el profundo sentido religioso que acompaña a sus personajes: “El Nene se tocó la medallita de la Virgen
para darse suerte y se largó a la calle. Era tan flaco y tan frágil y estaba
tan drogado que parecía un enfermo...” (en Plata quemada); dice el
Cholo, tocándose (en La amante de Janis
Joplin) “la estampita de los santos
patronos de los narcos: si todo sale bien, Malverde bendito —se dirigió al
ánima que cada vez ganaba más terreno como santo de la raza—, cuenta con tus
veladoras y una lana en tu capilla”. Y en La virgen de los sicarios, “Virgencita
niña, María Auxiliadora que te conozco desde mi infancia, desde el colegio de
los salesianos donde estudié; que eres más mía que de esta multitud novelera,
hazme un favor: que este niño que ves rezándote, ante ti, a mi lado, que sea mi
último y definitivo amor, que no lo traicione, que no me traicione, amén”,
dice Fernando, mientras Alexis, lleva “tres
escapularios, que son lo que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el
antebrazo, otro en el tobillo y son: para que les den el negocio, para que no
les falle la puntería y para que les paguen”. Y no puedo dejar de mencionar
al Sandy (David, en El amante de Janis
Joplin), que a pesar de su deficiencia mental, usaba “sus dos cadenas: una con la virgen de Guadalupe y otra con San Judas
Tadeo”.
Son infinitos los ejemplos y
paralelismos existentes entre estas novelas, que de por sí, merecen cada una
por separado, una aproximación más detallada. Esta escueta reseña que utiliza
el tema de la violencia en la literatura como eje principal, puede ampliarse
mucho más con otros textos que van en el mismo orden de ideas, tales como Rosario Tijeras de Jorge Franco; Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez,
textos que no he leído pero que entiendo llevan el tema de la violencia en cada
una de sus páginas, o el mismo libro testimonial de Roberto Saviano: Gomorra (que sí leí), pueden funcionar
perfectamente para ampliar el tema. Ahora, me pregunto y especulo un tanto: ¿se
podrá hablar de una estética de la violencia? Aún no tengo una respuesta, pero
lo que sí es cierto, es que cada autor y sus textos, utiliza la violencia como
¿herramienta? discursiva, tal vez para denunciar o simplemente contar lo que la
realidad coloca en sus narices, la cual trasciende hasta convertirse en
literatura. Hago otra pregunta:
¿pudiéramos llamarlas novelas de reconstrucción social? No lo sé, pero como
bien dice Vallejo en su novela: “Cuando a
una sociedad la empiezan a analizar los sociólogos, ay mi Dios, se jodió, como
el que cae en manos del psiquiatra”.
Infimo glosario:
La tartamuda: la metralleta
María muñeca: ¿hace falta decir
qué es?
Un cana: policía
La finada: la muerte
Gonorrea: el insulto más fuerte
en cualquier barrio de Medellín.
El muñeco: el muerto
Un camello: un encargo, un
trabajo.
Hijoeputa y malparido: “las infaltables delicadezas sin las cuales
esta raza fina y sutil no puede abrir la boca”, dice Vallejo.
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