Pero todavía hoy, en nuestros países, el derecho a la
intimidad no está dado para todos. La ausencia de intimidad es quizás el mejor
indicador de la pobreza, más aún que los ingresos. Cuanto más pobre es alguien,
menos intimidad tiene.
Michèle Petit.
La vida, a veces, ofrece extrañas conexiones entre la gente o en
determinadas situaciones. Por ejemplo, usted está pensando en alguien y ve el
nombre de dicha persona escrito en la prensa, en una novela o en una pared
grafiteada, o incluso lo escucha en alguna canción. Peor aún si esa persona es
motivo de su rabia o despecho, pues aparece hasta en la sopa. Algo más o menos
así me sucedió mientras leía Ni tan
chéveres ni tan iguales de Gisela Kozak (y Rovero, porque también tiene
madre, como se dijo en la presentación del libro), en un atestado vagón del
metro, entre olores rancios y los ahora infaltables vendedores de chiclets sin
azúcar. Casi siempre logro llegar a la junta de los vagones —y esta vez no fue
la excepción—, justo en donde dice “Precaución, desnivel”, pues allí busco la
manera de acomodarme para leer durante el trayecto evitando el desmadre de la
gente que sale y entra.
Oh casualidad que vengo leyendo este libro, riéndome de lo lindo con las
verdades sin tapujos que la autora señala, pues me convertí en el protagonista
de un diálogo muy breve, pero que sin duda alguna, me deja más que claro que no
somos “ni tan chéveres” ni con dos pelucas. El hecho es que un par de hombres, treintones tal vez o finalizando la
veintena, con pinta de albañiles por las herramientas que llevaban, morenos
oscuros (no negros) y ambos con gorras distintivas de equipos de las Grandes
Ligas, me pidieron permiso para pasar hacia el otro lado del vagón. Uno le dijo
al otro en voz contenida, como para que yo no escuchara (pero sí lo hice),
“pídele permiso al sifrino este”. Acto seguido me aparto un poco cuando el de
la encomienda me dice, “permiso ahí, catire”. Claro, con la lectura que
precisamente venía haciendo, no podía perder la ocasión para preguntarle al
menos simpático (que tal vez medía treinta centímetros menos que yo):
“Disculpa, ¿por qué crees que soy sifrino?”. Por supuesto el corte fue total y
absoluto, más aún cuando su socio le dijo, “ajá, ¡vas arrugá!”.
Hubo un pequeño silencio que se fue tapando con el traqueteo de los
rieles mientras el metro iba ganando velocidad. Justo venía leyendo, y lo
marqué, se los puedo mostrar y todo, en donde dice “La sifrinería es
una suerte de vanidad, de conducta, de hábitos de consumo”, comentario, además,
tomado de un rico diálogo entre un grupo de mujeres profesionales de diversas
áreas —incluyendo a Gisela— que se estaba tomando unos tragos en un bar cercano
a la UCV. Lo
cierto es que vi en los ojos la incomodidad del hombre ante mi inesperada
pregunta y, para dorarle la píldora, es decir, para apaciguar un posible
estallido violento (cosa tan natural ahora en l@s caraqueñ@s), agregué: “No,
vale, en serio, es que justo vengo leyendo sobre eso y me llamó la atención tu
comentario”. ¿Y cuál fue su respuesta?: “Coño, de pana que eres un sifrino,
catire y leyendo un libro”.
Mi cara tuvo que ser de pánfilo absoluto (más de la normal), ante
semejante respuesta. Paso de largo el tema racial tan bien expuesto con maestría
en Ni tan chéveres… pero, ¿por un
libro? ¿Soy sifrino por leer un libro? Está bien que uno pase por intelectual,
antipático o huraño por la suerte de ensimismamiento que implica la lectura,
hasta uno puede pasar por interesante, pero, ¿sifrino? Claro, en un país como
el nuestro, con la crisis económica más brutal que hayamos vivido en años, sin
mencionar la retahíla de problemas que nos agobian, para muchos comprar un
libro puede ser un lujo. Esto lo entiendo, pero de ahí a estigmatizar a alguien
por el simple hecho de estar leyendo un libro…
Y esto sucede, el ejemplo es más que elocuente. Aunque esté montado en
el Metro, pero si llevo este extraño artículo con hojas de papel, soy un
sifrino. Pude estar leyendo incluso un libro a precio de Monte Ávila —sin
menosprecio alguno, tan sólo refiriéndome a lo económico— y el efecto para
aquella persona iba a ser el mismo.
Volviendo a Ni tan chéveres…
de Gisela Kozak Rovero, es un libro que con un lenguaje desenfadado pone sobre
la mesa todos esos elementos que identifican a nuestro gentilicio, desde ese
parejerismo tan nuestro, muy propio del Caribe, del mi amor, mamita, mi rey, mi
vida y pare usted de contar; el tema sexual, lo patriótico, hasta temas como el
aborto, la extraña y eterna juventud de nuestro país, el feminismo, el
chavismo, el racismo y otros ismos más. Un lectura, que por amena, no debe
confundirse con ramplona y superficial, todo lo contrario “camaradas”. En pocas
páginas y con letra grande (cosa que se agradece después de los cuarenta), están
condensadas las razones básicas —o sus consecuencias— de nuestra actual debacle
como sociedad (casi que el título debió ser “Ni tan chéveres para dummies”). Ni tan chéveres… es un libro que llama a
la reflexión y que recomiendo leer, que además, me hace pensar en voz alta: no
me vengan con el cuento de que somos los más felices en el planeta y que
Caracas es la sucursal del cielo. Dejen la sifrinería.
PD. Lo más curioso de todo esto fue que el personaje que me llamó
sifrino, después de hallar una cómoda postura en el vagón —dentro de lo que
cabe— y creo que con un tanto de vergüenza (no miedo) pues buscaba taparse, sacó
un iPhone (sí, un iPhone) y se puso a jugar “Candy crush”. ¡Y yo soy el sifrino! Como solía decir el
gran Óscar Yánez, “chúpate esa mandarina”.
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