El
primer libro que leí de En busca del
tiempo perdido de Marcel Proust lo hice en el año 2009, una empresa que me
propuse cumplir y que llegó a buen término un 3 de octubre de 2015 con la
lectura de El tiempo recobrado su
séptimo y último tomo, lo que en promedio resulta a un libro exacto por año. El
empeño nació del encuentro con pequeños fragmentos; de la lectura de la parte
biográfica del autor y, desde luego, de la conversación sostenida con las
únicas dos personas que conozco que han leído también esta obra monumental.
Incluso uno de ello la ha releído en su totalidad.
“Por
lo demás”, utilizando la alocución de Proust,
dejarse llevar por estas líneas -para el que quiera aventurarse- es
atestiguar la genialidad literaria del autor. No obstante, debo decirlo, no
todos los días se puede leer. Es necesario un reposo, no meterse en estas
páginas un día cualquiera si no se está dispuesto por completo, pues su lectura
es exigente, requiere de la atención absoluta para ir viendo sin pérdida alguna
el entramado, la ilación sostenida y delicada de las ideas que se van formando
libro tras libro, hasta que en esta última entrega, con memoria prodigiosa,
vuelve a cada uno de los recuerdos de sus personajes: Swann, Albertina,
Gilberta, Saint-Loup, los Guermantes (que además fue en casa de estos donde se
le ocurrió la idea de escribir su obra), la abuela, Argencourt –su enemigo
personal-, entre tantos otros (son más
de doscientos personajes), para contrastar con delicada prosa y melancolía la
juventud de todos y la inevitable vejez y la muerte ya en tiempo presente:
“Entonces la vida nos parece el cuento de hadas en el que vemos de acto en acto
al niño volverse adolescente y hombre maduro y curvarse hacia la tumba…Ocurre
con la vejez lo mismo que con la muerte. Algunos las afrontan con indiferencia,
no porque tengan más valor que otros, sino porque tienen menos imaginación”.
Pero
El tiempo recobrado cobra mayor
profundidad puesto que desarrolla, entre otros temas, el relativo a la guerra
contra los alemanes “la única cosa que entonces me interesaba” dice, incluyendo
la tortura al Sr. de Charlus; se combina en las primeras páginas con la lectura
que hace Proust del “diario inédito de los Goncourt”, manuscrito que leyera la
última noche que pasara en casa de Gilberta, y del cual reflexiona y concluye:
“la lectura nos enseña, al contrario, a realzar el valor de la vida, que no
hemos sabido apreciar y de cuya grandeza sólo nos damos cuenta por el libro”; retoma
el hoy día famoso recuerdo de la magdalena
mojada en una infusión; no deja de lado las profundas reflexiones sobre la
literatura, la música y todo el arte en general; la inevitable sorpresa por el
pasar de los años, la ineludible muerte y el tiempo… siempre el tiempo.
Vargas
Llosa dice que “no todo el mundo puede leer a Proust”, cuya comentario casi
axiomático lo refiere no por ser elitista sino como una simple realidad. Dicho
por él, esto suena a una verdad infranqueable. Empero, yo no soy un gran
lector, terco en la lectura sí, muy terco. Trato de terminar de leer lo que
comienzo y ese fue el caso de En busca
del tiempo perdido, que a mi juicio, se torna magistral del cuarto tomo en
adelante. La imagen que tengo de ello para explicarme mejor es la de una
montaña rusa que va subiendo poco a poco desde Por el camino de Swann hasta El
mundo de Guermantes y desde el cuarto tomo Sodoma y Gomorra hasta El
tiempo recuperado comienza el raudo descenso hasta el final. Curiosidad
aparte, desde el cuarto libro en adelante las publicaciones se hicieron post
mortem. ¿Influyó en algo esto o simple sugestión de mi parte? En fin…
Proust
interpela al lector en varias ocasiones, “Recuerde el lector…” dice, para
enlazar las memorias que va colocando sobre la mesa como naipes que representan
sus vivencias, sus amores, sus encuentros con la alta sociedad, su enfermedad
(el asma que lo torturó desde muy niño) y la diversidad de pasiones que forman
parte del hombre, pues el gran leit motiv de En busca del tiempo perdido es mostrar tal como son las pasiones
humanas a través de este inmenso ejercicio literario, narrativo, cuyo principal
miedo de Proust era “que los ojos del lector no fuesen aquellos a los que mi
libro conviniera para leer bien en sí mismo”. Como sutiles campanazos siempre
manifestaba tal preocupación en medio de
su quehacer creativo, la duda de si el receptor final de su obra estaría en
conexión con lo que el autor quería transmitir, inquietud natural de todo aquel
que exprese sus palabras por escrito: “¿acaso se puede abrigar la esperanza de
transmitir al lector un placer que no se ha sentido?”
Aunque
suene poco modesto por parte de Proust, insisto en que hay que reconocer la
grandeza de su obra, pues como él mismo señala “Yo sabía muy bien que mi
cerebro era una rica cuenca minera, en la que había una extensión inmensa y muy
diversa de yacimientos preciosos”, teniendo siempre a la vista una inminente y
prematura muerte que le vendría a causa de su enfermedad (murió de 51 años),
tema que siempre estuvo presente a lo largo de toda su obra y que en este
último y séptimo tomo se ve potenciado por razones obvias: “la idea de la
muerte me hacía una compañía tan incesante como la del yo”. Solo en algo se
equivocó Proust en su obra cuando afirmó que “seguramente mis libros, como mi
ser de carne, acabarán muriendo algún día, pero hay que resignarse a morir”.
Pues está claro que ese día aún no ha llegado, y mientras haya lectores tercos que
quieran afrontar el reto de leerlo, esto nunca pasará.
Como
he hecho a lo largo de las siete reseñas de En
busca del tiempo perdido, aquí les dejos algunas frases memorables de
Marcel Proust en El tiempo recobrado:
“Es
que muy pocos son los éxitos fáciles y los fracasos definitivos”.
“Las
clases de mentalidad no tienen nada que ver con la cuna”.
“Leemos
los periódicos como amamos: con un velo en los ojos”.
“Un
general es como un escritor que quiere componer determinada obra, determinado
libro, y al que el libro mismo, con los recursos inesperados que revela aquí,
el atolladero que presenta allá, hace desviar extremadamente del plan
preconcebido”.
“Siempre
he honrado a quienes defienden la gramática o la lógica”.
“Nunca
se sabe, cada uno de nosotros corre todas las noches el riesgo de ser el suceso
del día siguiente”.
“Siempre
es el apego al objeto lo que propicia la muerte del posesor”.
“La
verdadera propaganda falsa nos la hacemos a nosotros mismos mediante la
esperanza”.
“La
lógica de la pasión, aunque esté al servicio de la mayor razón, nunca es
irrefutable para quien no está apasionado”.
“El
patriotismo obra ese milagro, se está a favor del país propio como a favor de
uno mismo en una disputa amorosa”.
“La
mentira y la astucia no bastan para hacer caer en el prejuicio a un buen
corazón”.
“Las
mentes estrechas resultan aplastadas no por la belleza, sino por la enormidad
de la acción”.
“En
las personas a las que amamos, hay –inmanente a ellas- cierto sueño que no siempre sabemos
discernir, pero que perseguimos”.
“Es que el instinto dicta el deber y la
inteligencia brinda los pretextos para eludirlo”.
“La
impresión es para el escritor lo que la experimentación para el científico”.
“Solo
procede de nosotros mismos lo que sacamos de la obscuridad que está en nosotros
y los demás no conocen”.
“El
arte verdadero nada tiene que ver con tantas proclamaciones y se plasma en silencio”.
“El
gusto del café con leche matinal nos brinda esa vaga esperanza de un día
hermoso”.
“Un
gran escritor no debe inventar, en el sentido corriente, ese libro esencial, el
único libro verdadero, puesto que ya
existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo. El deber y la tarea de un
escritor son los de un traductor”.
“Escribir
es para el escritor una función sana y necesaria cuyo desempeño hace feliz,
como a los hombres físicos el ejercicio, el sudor, el baño”.
“Allí
donde la vida amuralla, la inteligencia perfora una salida”.
“Es
que sólo la felicidad es saludable para el cuerpo, pero la pena es la que
desarrolla las fuerzas espirituales”.
“Nuestras
pasiones son las que esbozan nuestros libros y el descanso en intervalo el que
los escribe”.
“En
realidad, cada uno de los lectores es,
cuando lee, el propio lector de
sí mismo”.
“Los
relojes interiores asignados a los hombres no están todos regulados con la
misma hora”.
“El
tiempo, que cambia a las personas, no modifica la imagen que hemos conservado
de ellas”.
“Nada
es más doloroso que esa oposición entre la alteración de las personas y la
fijeza del recuerdo, cuando comprendemos que lo que ha conservado tanto frescor
en nuestra memoria ya no puede tenerlo en vida”.
“Esa
poesía de lo incomprensible que es un efecto del tiempo”.
“Mi
libro no sería sino como esos cristales
de aumento que entregaba a un comprador el óptico de Combray y, gracias al cual
yo les proporcionaría el medio de leerse a sí mismos”.
“La inteligencia tiene sus paisajes, cuya contemplación
se le permite solo durante un tiempo”.
“Una
condición de mi obra, tal como la había concebido un poco antes en la
biblioteca, era la profundización de las impresiones que primero se debían
recrear mediante la memoria”.
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