Nada más difícil que
comentar un gran libro, un clásico como La
montaña mágica de Thomas Mann. Qué decir sobre un texto que resulta ser una
enciclopedia de lo humano; un libro que para resumirlo en una sola palabra,
sólo se me ocurre decir “libertad”, porque entre muchas cosas más, esta obra
maestra de la literatura universal es eso, un canto a la libertad. De hecho, el
libro culmina de la manera más épica posible, pues su protagonista, “nuestro
héroe”, “el aventurero”, “el pequeño”, “mediocre, en uno de los sentidos más
honrosos del término”, “el niño mimado”, como le dice el narrador, termina
haciendo lo que jamás y nunca se le hubiera ocurrido al lector que pudiera
hacer, por ello impacta e impresiona: termina haciendo lo que debió hacer su
primo Joachim Ziemssen. Obviamente no les diré qué. Son, en mi edición de
Edhasa, 1048 páginas que me llevaron tres meses menos cinco días de lectura, finalizando
el 1ero de enero de 2016, inmejorable fecha para concluir y más aún con el
sonido del mar al fondo.
El ingeniero Hans Castorp,
tímido pero simpático, llega al Sanatorio Internacional Berghof para pasar
apenas unos días mientras visita a su primo, y como la simple lógica se impone
a cualquiera, su estadía se prolonga más de lo previsto. ¿Cuánto tiempo? Asunto
que dejo al lector curioso e interesado en pasearse por estas páginas llenas de
reflexiones, exquisitos diálogos, paisajes de fantasía, estudios sobre
economía, filosofía, biología y medicina, botánica, música y pare usted de
contar. El tiempo, entonces, “esa enfermera muda”, recorre toda la obra y al
parecer, tal como comenta Joachim “no pasa de ningún modo, aquí no hay tiempo,
no hay vida”, pero es precisamente la vida y el rescate de ésta lo que quiere
cada uno de los internos del sanatorio. Por algo, entre otra cosas, cada vez
que muere alguien limpian a profundidad la habitación dejándola resplandeciente
para su próximo habitante, encubriendo lo inevitable y ocultando
sistemáticamente a la muerte.
La obra está pletórica
de pintorescos personajes, muchísimos, como el sorprendente Pieter Peeperkorn o
la joven médium Ellen Brand, pero debo destacar dos en particular que son
una delicia para la lectura: el francmasón Settembrini y su antagonista, el
judío converso al cristianismo, Leo Naptha, “un hombre con la cabeza bien
amueblada”. Ambos se transforman en los tutores improvisados del joven Castorp
y es testigo de los más apasionantes debates de toda índole intelectual. En
ocasiones calla, alelado antes el tropel de palabras e ideas de cada uno, y en
otras, interviene como el que más; a veces es refrendando por el par de sabios,
y otras, le ordenan callar. Va aprendiendo, va asimilando las ideas de estos
mientras su salud va empeorando, no así su interés por absorber cada vez más la
sabiduría de tan notables señores.
Por otra parte, el
narrador va preparando al lector para las cosas que se va ir encontrando
capítulo a capítulo, marcando distancia, excusándose con elegancia sobre los
hechos que a continuación nos encontraremos en aquel remoto lugar de los Alpes suizos.
Este lugar, siempre cubierto de nieve, divide el entorno entre los de arriba —los
habitantes del sanatorio—, y los de abajo —los que están en la ciudad—, creando
no solo la división geográfica del lugar, sino más bien, un marcado antagonismo
entre seres que parecieran venir de planetas distintos, tanto los unos como los
otros. Mención aparte merece la nieve que rodea al sanatorio, un frío perenne
que incluso en verano, hace frío, pues
“aquello no era una nevada, era un caos de oscuridad blanca, una monstruosa
locura…esos cristalitos hexogonales perfectos”.
Y es que el Sanatorio
Internacional Berghof da la impresión de cualquier cosa, menos la de un lugar
de sufrimiento: sus pantagruélicas comidas así como sus fiestas, dan fe de ello.
Pero es obvio que los momentos de tristeza, enfermedad y dolor están allí
marcando la lectura. Al principio Hans vive en un constante estado de negación
de su enfermedad, pues su presencia en el sanatorio obedece a la caritativa
visita que le hace a su primo Joachim, pero a medida que se avanza en la
historia, termina hipocondríaco y orgullosamente enfermo, pues el código de
honor del lugar es estarlo cada vez más y más, y con ello subir el estatus, el
escalafón social dentro del sanatorio: a peor estado de salud, pues mayor
respeto y dignidad se escala en aquella sociedad de medio pulmón. Incluso al
principio, Hans, con su constante temblor de cabeza (herencia de su
abuelo), fue víctima de bulling por parte de los demás internos
cuando su temperatura no excedía los 37,6 grados, lo cual era una
insignificancia y poco decoroso para estar interno en el prestigioso sanatorio.
Con el tiempo entonces
los roles entre primos se invirtieron: el visitante, Hans, pasó a ser el inquilino fijo, y Joaquín, a ser el convidado,
en medio de diatribas, profundas reflexiones de todo tipo e incluso darle
cabida al amor, pues “nuestro joven protagonista estaba perdidamente enamorado
de Clvdia Chauchat”. ¿Qué pasó entrambos? Averígüelo usted amigo lector, el
único riesgo que se toma al leer La
montaña mágica es terminar haciendo como sus distinguidos habitantes: tomarse
la temperatura cuatro veces al día mientras descansa en una confortable tumbona
y se envuelve en la una cálida manta
contra el frío.
Algunas
frases memorables:
A veces pienso que estar enfermo y morir no son algo tan serio, sino
una especie de paseo sin rumbo.
La maldad es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen
del progreso y la ilustración.
No hay que desposeer a los humanistas de su función de educadores…,
no se les puede arrebatar, pues son los únicos depositarios de una tradición:
la de la dignidad y de la belleza humana.
El tiempo en realidad, no presenta ninguna cesura, no estalla
ninguna tormenta ni suenan las trompetas cada vez que se inicia un nuevo mes o
un nuevo año, ni siquiera cuando se trata de un nuevo siglo; son los hombres
quienes disparan cañonazos y tocan las campanas para celebrarlo.
Para el enamorado el juicio estético de la razón es tan poco justo
como el juicio moral.
La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor
dicho, quede anulada.
La palabra: vehículo del espíritu, el instrumento, el
resplandeciente arado del progreso.
El arte es moral en la medida en que despierta a las personas.
El amor reprimido no muere; vive y, aún en la más secreta oscuridad,
aspira a realizarse.
Escribir supondría pensar bien, y esto no está muy lejos del obrar
bien.
La única manera sensata y religiosa de contemplar la muerte es
considerarla y sentirla como parte integrante, como la sagrada condición sine
qua non de la vida y no separarla de ella mediante alguna entelequia.
Se cree en la proximidad de la guerra cuando no se la abomina lo
bastante.
La democracia no tiene otro sentido que el de consolidar un
correctivo individualista frente a cualquier forma de absolutismo del estado.
La confesión es un acto de violencia, y cuanto más grande es la
resistencia que se le opone, mayor es el placer que proporciona.
La muerte no es ni un fantasma ni un misterio, es un fenómeno
sencillo, racional, fisiológicamente necesario y deseable.
Las contradicciones pueden conciliarse. Sólo las mediocridades y las
medias verdades son imposibles de conciliar.
Las convicciones no perviven si no tienen ocasión de luchar.
La tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia
con el mal.
Nuestra muerte es más un asunto de los que habrán de sobrevivirnos
que propiamente nuestro.
La humanidad comienza allí donde la gente sin ingenio imagina que
acaba.
Uno no puede liberarse de la tortura del deseo carnal más que a
condición de satisfacerlo, no hay otro modo, no hay otro camino.
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