Al hombre que huye del miedo no le ocurre nada, solo que no
aprende nunca.
Hay
polvos intergalácticos como el polvo de estrellas;
está el polvo que puede causar una fuerte e irritante alergia;
también está ese, el carnal, que no necesita mayores explicaciones
y está El polvo de los muertos, ese que escribió Norberto
José Olivar con el sello de una prosa que lo caracteriza y que puede
verse, con claridad, devenir de sus obras anteriores.
Pienso en
Alexander Projarov, el personaje principal de la obra, como ese
extraño alterego del propio Olivar, pues más allá de ese juego de
espías que es puesto sobre la mesa desde la primera página (viendo
además al escritor como eso, como un espía), comparten una
“curiosidad hemorográfica” que alimenta tanto al personaje y,
obviamente, al propio escritor de estos polvos.
La
remembranza de Projarov se remonta a su Rusia natal cuando tuvo que
huir del comunismo, después de que mataran a su mujer, a Fedosia
(¿la asesinaron? ¿Existió en realidad esta mujer?). El narrador,
reconociendo el supuesto aburrimiento que implica para los lectores
su narrativa, cede la palabra al setentón ruso para que se cuente a
sí mismo y es Eduardo, el humilde mesonero que lo atiende en Café
Plaza, quien tiene que escuchar toda su historia a pesar del fastidio
que ello implica. Comienzan así los guiños a la ciudad, a la
poesía, en este caso representada por Udón Pérez, Elías Sánchez
Rubio, Enriqueta Arvelo Larriva, entre otros; a Poe, Stefan Sweig,
entre tantos referentes más, y cuya narrativa y manera de presentar
los hechos, coquetean con la novela de espionaje y la novela gótica.
Projarov
revive su pasado y es su memoria la cartografía que se va
expandiendo a lo largo de El polvo de los muertos. Cobra vida
Albert Boscare, un médium aparentemente equilibrado y pulcro, quien
tendrá la sencilla tarea de poner a hablar al incrédulo ruso con su
difunta mujer, y como era de esperarse, éste se niega a contactarla.
Para
terminar, y temiendo ser repetitivo, imposible no ver a Projarov
ligado al Norberto José Olivar el narrador, el que investiga para
construir cada libro, sobre todo cuando Boscare le dice “Usted
parece un novelista, amigo Projarov. Sus asociaciones desquiciadas
van más allá de una simple imaginación”. Y ese atrevimiento en
cuanto a tales conexiones, se hace evidente en el texto pero sin
incomodar al lector. Por el contrario, despertando el gusto y la
curiosidad en éste por la fluidez y pertinencia con que lo logra,
así como ese narrador todo poderoso, mejor conocido como
omnisciente, que interpela al lector para mantenerlo alerta.
El
polvo de los muertos, sin duda alguna, es un buen texto. Así
como te exige atención, te hace reír; te hace partícipe del mundo
de los vivos, pero también del de los muertos. El espionaje no es
más que el pretexto para hacernos reflexionar sobre la libertad y lo
terrible que resultaría perderla, a pesar de que la gran incógnita
de la historia es descubrir si Projarov fue espía del sóviet o no.
Sea usted quien lo descubra, apreciado lector, pues “nada como la
muerte para sacar a flote una vida”, tavarich.
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