Nunca tuve, en todo caso, esos devaneos racionales
sobre la existencia de Dios, quizás porque después empecé a creer, de manera
más ingenua, intensa y absoluta, en la literatura.
Once relatos, once historias que
si bien es cierto van por su cuenta cada una, usted puede leerlas como si
fueran un todo, esa es parte de la estrategia literaria que envuelve Mis documentos de Alejandro Zambra.
Comparando esta última lectura que hiciera con respecto a sus libros
anteriores, ahora el asunto no es tanto lo concreto de lo narrado, la concisión
que el autor demostró para contar y contarse, pues es el mismo Zambra quien va
línea tras línea dejándose ver como protagonista algunas veces o como el
clásico narrador distante que todo lo sabe, no; el asunto que veo con mayor
claridad en Mis documentos es una
prosa que se expande gracias y a través de lo cotidiano, lo trivial (que no lo “simple”)
y es precisamente esto lo que le da un gran valor a la obra. Me extiendo un
poco: el hecho de tomar cualquier detalle para armar sus historias es lo que en
definitiva lo convierte en un buen narrador. Al fin de cuentas, ¿qué es la
literatura? Pues eso, contar lo que pudiera ser chato y básico en el día a día
y transformarlo, modificarlo, y hacerlo atractivo para el lector; que lo narrado
no decaiga y te mantenga pegado a sus páginas.
En el relato homónimo al título
del libro, el que abre este encuentro con el autor, parte de una supuesta
intimidad como puede ser leer esa carpeta virtual en donde están los documentos
más destacados o importantes para el usuario, y en este caso, para el propio
escritor, pues aquí parece destacar lo autobiográfico. Imposible no tomar la
siguiente frase, tal vez la más citada de este primer relato: “quizás pueda
decirlo de esta manera: mi padre era un computador y mi madre una máquina de
escribir. Yo era un cuaderno vacío y ahora soy un libro”.
En “Camilo”, el siguiente relato,
Jesús (sí, el hijo de Dios) se hace “unas pajitas pensando en María Magdalena”.
Ante semejante cita, no hay más nada qué decir, salvo que sea el lector que
vaya por Mis documentos, no los míos,
sino los de Zambra.
Saltando el orden y sin mencionar
una cuantos relatos, se vienen luego mis dos favoritos: Yo fumaba muy bien, un texto que construido bajo la fragmentación
narrativa y el juego de anotaciones aparentemente sueltas, la ilación es
precisa y siempre coherente; relato en el que se expone lo duro que puede
llegar a ser para un fumador empedernido dejar el hábito, razón por la cual,
entre otras cosas, anota sus impresiones sobre el duro proceso de
desintoxicación en un cuaderno. Allí se desahoga, hace su propia terapia, su
catarsis: “Lo que para un fumador es verosímil, para un no fumador es
literatura”. En resumen, un relato que
demuestra la tragedia de dejar de fumar; y “Vida de familia”, con cuyo título
ya se pueden inferir muchas cosas bajo ese concepto abstracto, pero tierno;
complejo pero siempre anhelado: familia. Aquí, un hombre de cuarenta años queda
encargado de cuidarle la casa a un “primo”, mientras éste se va de viaje con su
esposa e hija a Francia y es la desaparición del gato, la mascota de los
viajeros, lo que dispara todos los acontecimientos que están por venirse.
Martín, el cuarentón, en plena ebullición de sus frustraciones y melancolías,
dice: “Soy un drogadicto de la soledad”.
Fútbol, música, religión, amistad
y otros temas, están en Mis documentos,
una suerte de autorreflexión muy bien camuflada gracias a la literatura, en
donde queda más que refrendado el oficio de escritor de Zambra, que como bien
señala en el último relato, “Hacer memoria”, un texto encantador que juega con
la verdad o la mentira de una hija que mata de un disparo a su padre, “las palabras necesitan el barniz del
silencio”. Y en honor a ello, no digo más.
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