17 jul 2008

Quinto capítulo: Naturaleza y arte en Gotemburgo

(Los capítulos anteriores en el tag Neftalí Noguera Mora)

En las luminosas costas de Kattegatt, Gotemburgo hacia el oeste como Estocolmo sobre el Báltico, es una de las fascinantes pupilas de Suecia.

Al norte se adormece, plácidamente, bajo su mirada Oslo. Al sur, le devuelve sus hechizos sensuales Copenhague. La irradiación mágica de aquellas ciudades se confunde sobre el mar. Con los ojos cerrados a la medianoche, sentiríamos cómo sus luces se mezclan y diluyen sobre una vasta regata de sueños familiares y linderos imprecisos. En Gotemburgo, Suecia sacrifica un poco su intimidad para encarnar el común denominador físico y espiritual de la congregación sentimental de Escandinavia. El idioma que hablan los pueblos de Noruega, Dinamarca y Suecia, parece perder aquí sus más insalvables diferencias, con sacrificios recíprocos, para que circule el diálogo bondadoso como los hombres y las aguas por los mismos canales azules, que vienen recibiendo desde los lejanos días vikingos una flora común de románticos ensueños y de legendarias alucinaciones. Gotemburgo es la ventana lícita por donde Suecia mira a Escandinavia y al resto del mundo. Es el puerto, especie de pulmón donde se vierten su aire fresco y virginal y el caliente soplo del universo. Sus habitantes se sienten más cosmopolitas que los de Estocolmo y graciosamente gustan enredar en el viejo debate cantonal al extranjero. “¿Verdad que es mejor Gotemburgo que Estocolmo?”, suelen interrogar en la seguridad de que nadie les mezquinará su satisfecha convicción. Lo cierto es que la hermosa ciudad se traduce para el mundo la velada y discreta belleza de Suecia. Y por sus canales y sus puertas ha penetrado, también, la forma universal de interpretarla. Gotemburgo ha sido una escuela de pintores. ¿Cómo han logrado éstos transvasar dentro de la intimidad artística de Suecia la percepción universalista y devolver a los extraños la perspectiva híbrida, sin que el motivo pierda su fuerza y emoción originales?

Debo a Thorsten Peterson, capitán retirado del Ejército Sueco, jurista, humanista y poeta a ratos, la respuesta en una hora estupenda en que su gentileza y su acendrada cultura artística me hicieron compañía gratísima en el Museo de Gotemburgo, situado en el más pintoresco recodo de la Kunstpuraavenuyen.

Thorsten es el tipo clásico del sueco culto. Hombre de negocios, figura con Adolfous Goldbeck, como Director de la Aktiebolaget Pegol. Ambos son excelentes amigos y propagandistas de Venezuela y llevan con orgullo los colores de nuestra bandera en el ojal de la americana. En la oficina de negocios de Peterson se advierten sus aficiones. De ningún ángulo resalta la naturaleza del negocio: ni archivadores, ni libros de cuentas, ni estadísticas comerciales. A lo largo de las paredes, decoradas con cuadros de buenos artistas escandinavos, flamencos y franceses, hermosas vitrinas de pino informan al visitante de la sensibilidad del curios mercader: colecciones de clásicos alemanes, franceses, españoles e italianos y una que otra noticia dispersa de la cultura de las tres Américas en las obras más resaltantes de sus escritores. En uno de los cantos se inscribe el nombre de “Doña Bárbara”, la obra de Rómulo Gallegos, traducida al noruego. En su vida inquieta de soldado, intelectual y fenicio, el capitán y jurista Thorsten Petersson distrae sus ocios recitando de memoria largos trozos en el latín de Virgilio, Horacio, Tácito y Cornelio Népote. Es un personaje encantador.

Poco versado como soy en el arte maravilloso de Leonardo de Vinci, he seguido las huellas y explicaciones de mi bien informado guía, con el único anhelo de suministrar a los artistas de mi país una información escueta de lo que vi en las riquísimas galerías del Museo de la segunda ciudad de Suecia. La tradición pictórica escandinava es tan antigua como rica. Comienza, como en toda Europa, en las iglesias y conventos hasta que llega a las multitudes. La pintura en Suecia marca un continuo desplazamiento hacia el mundo exterior, hacia las corrientes universales, que le han permitido expresar la sicología y el paisaje de aquel pueblo a través de una percepción sutil e inquieta del arte de los otros países. Francia parece haber influido notablemente en el desarrollo artístico sueco por el órgano de los plásticos que compartieron con pintores galos idénticas disciplinas en las escuelas de París. Este paralelismo se observa en la propia presentación de las obras de unos y otros en las galerías del Museo. Un caso parecido se repite con Alemania entre los pintores del llamado período de Dusseldorf. Esta confluencia de corrientes artísticas no le resta personalidad y sello original a la pintura sueca porque, en sus colores, comparecen esplendorosamente sus lagos y campiñas, su invierno blanco, sus bosques, su evolución social y el alma recóndita de sus aldeas, villorrios y ciudades.

El museo de Gotemburgo no se limita a la exposición del arte nacional. Comprende en su mayoría, donaciones y adquisiciones de obras universales, entre las que prevalecen, naturalmente, las de los pueblos escandinavos.

La más valiosa donación de obras que guarda el museo es la colección de Pontus Fürstenberg, millonarios sueco, quien la testó antes de morir a la Institución. En las Galerías “Fürstenberg” se exhiben también los muebles íntimos de la sala de estudio del donante.

Lo que se ofrece en primer plano a la admiración del visitante son dos hermosas esculturas de Gerhard Henning, justamente admirado en los pueblos nórdicos. La una es Leda, en mármol inmaculado de las canteras suecas, en la que resalta la gracia ágil y la perfección de la forma. La otra es Kvinnofigur (figura de mujer), monumental obra de dos metros de altura hecha de materiales plásticos nacionales que revive el tipo clásico, fuerte y saludable de la mujer escandinava. Hay otros trabajos hermosos de Aaltonen, el más famoso escultor finlandés y finos altorrelieves en madera de Glannes Autere, artista de la misma nacionalidad. Henning vive actualmente en Copenhague y trabaja como Director Artístico de una gran manufactura de porcelanas comerciales.

Pero donde se observa la plenitud del are escultórico sueco y su grado de perfeccionamiento, es en las obras de Carlos Milles y Johan Tobías Vergel, los más altos representantes de esta expresión plástica. De Milles se conservan en las Galerías las maquetas de sus inmortales obras “Folketiebyter” (Cabeza de caballo) y “Europa och tjuren” (Europa y el toro), creación esta última que representa la desbocada fuerza inconsciente de los pueblos del viejo Continente, a tra´ves de la historia, hasta llegar a los estados superiores de la cultura: a la doma del toro. Es de un gran aliento retrospectivo. Las obras definitivas, vigorosas, representadas en estas maquetas, deleitan al visitante en dos primorosos parques de Linkoping y Halmstad, encantadoras villas suecas. El gusto de Milles por lo decorativo se refleja en una hermosa concepción de la madre en mármol blanco, adherida a las paredes del museo: de los menudos pechos, brotan dos claras fuentecillas permanentes.

Como cuestión pintoresca debo referirme a la gran estatua en que Miles representa a la ciudad de Gotemburgo. Se alza frente al museo, en medio de una fuente monumental. La idealización plástica suscita entre los habitantes de la ciudad las más contradictorias opiniones, por un mínimo detalle: las partes viriles no guardan ni la más remota proporción con las vigorosas líneas y dimensiones de la escultura. Unos críticos adjudican el hecho a un lamentable error del artista y otros lo justifican como una voluntaria evasión del creador hacia el logro de formas estéticas menos crudas y más representativas del alma artística de la ciudad. Es una arte subjetivo que destruye las formas ordinarias para reemplazarlas con una concepción más lejana y elevada de los seres. Pero, sea cualquiera de ellas la explicación justa, lo cierto es que los amables y suspicaces gotemburgueses no desperdician oportunidad para plantearle este problema estético al curioso huésped.

Lo que se exhibe de Vergel es una pequeña escultura, quizás de las menos valiosas en su obra: Otryedes.

Carlos Milles vive y su obra sigue siendo objeto de admiración y de búsqueda para los nuevos rumbos del arte plástico en Suecia. Es un consagrado. Del pintor Bruno Liljefors se exhibe diez de sus obras más importantes, todas inspiradas en la fauna de las distintas regiones suecas. Es sin duda alguna –lo aseveran los más renombrados críticos europeos- el más soberbio intérprete de esta forma de la naturaleza en nuestro tiempo.

Su colorido, a tal punto real e impresionante, anima sobre la tela las figuras en grado tan alto que parecen vivas y orgánicas. El telón de fondo de la naturaleza sueca en sus más insospechados matices, el alma de las estaciones y toda la fuerza idílica del paisaje en que actúan sus delicadas figuras, componen un conjunto admirable, casi increíble. Con la muerte del autor en 1940 se cierra para la historia del arte escandinavo uno de sus capítulos más personales y alucinantes.

Ernesto Abraham Josephson, Andrés Zorn y Carlos Larsson son figuras estelares en la historia de la obra plástica sueca. Josephson ha sido uno de los más grandes coloristas esuropeos. En sus periódicos estados de locura, es fama que realizó, como nuestro Colina, sus más perfectas concepciones plásticas. Al lado de sus figuras fuertes, iluminadas por la verdad, como el lienzo “Herreros Españoles”, que pintó en uno de sus viajes a la península ibérica elabora un arte finamente subjetivo en el que se juntan ficción y realidad en un todo armonioso y deslumbrante, como en “El genio del agua”. Al igual que en Zorn y otros artistas suecos, la influencia española informa respetables signos de la personalidad pictórica de Josephson.

Zorn es un retratista original, que logra liberarse de las influencias contraídas en sus largas incursiones por el arte de países extranjeros hasta arribar a un estilo autóctono, nutrido con la placidez de su paisaje nativo.

Un fenómeno parecido se repite con Larsson, el pintor de la familia sueca, considerado ya como parte integrante del alma artística de sus conciudadanos. Los inocentes rostros de los niños, las frescas siluetas de los campesinos, la rueda amorosa del hogar junto a la mesa común; todos estos aspectos enmarcados por el embrujo de las estaciones y el soplo edénico de los días nórdicos, hacen la gracias inimitable y amorosa de un arte excepcional y amado por los suecos.

De todos estos pintores se exhiben obras en el Museo de Gotemburgo. El lienzo titulado “El baño”, de Zorn, es una escena típica de las playas suecas, de gran fuerza y color. Tiene parecido con las obras de Alberto Edelfelt, finlandés, pintor de la vida marinera, en los plácidos lagos y golfos de Escandinavia. “En medio del mar” es el más primoroso de los lienzos de este pintor en las Galerías del Museo.

August Jerberg e Iván Arosenius, este último prematuramente liquidado por la muerte a los veintinueve años de edad, son dos individualidades de verdadero relieve en la pintura de Suecia. Con August Jernberg, del llamado período de Dusseldorf, despunta la pintura social con el advenimiento de fuertes transformaciones de la vida sueca en el mismo orden. Su obra “El Dipsómano” es una dramática constancia de esta aseveración. Arosenius se inspira en una concepción melodramática de la vida de su pueblo. Encanta en sus obras por el humorismo finamente diluido que quizás no ha tenido muy afortunados seguidores desde su muerte. Los grandes maestros de la pintura universal están presentes en las colecciones que tuve la fortuna de ver. Destacan los siguientes lienzos: “Sátiro del pueblo”, de Jordaes; “Adoración de los Reyes”, de Rubens; “Los tres Reyes”, de Rembrandt y “Santa Marina”, de Francisco Zurbarán. El majestuoso colorido y la vida integral de ésta última obra son sencillamente admirables. Existen también exhibidas notables creaciones de Picasso, en el salón de los impresionistas, expresionistas y abstractos, así clasificados por el Museo.

Resultaría muy larga la enumeración de los artistas suecos, cuyas obras se exhiben allí. Duele la casi absoluta ausencia del arte latinoamericano. Apenas es conocido el mexicano Diego Rivera, cuya influencia se advierte en artistas jóvenes de tanto aliento como Thorsten Billmam. Ante esta evidencia, he pensado en lo saludable que resultarías la confección de una antología de la Pintura Venezolana, con buen sentido selectivo, para la difusión de nuestro arte. Esta sugestión me la hicieron artistas y devotos del género.

El renacimiento artístico de Suecia, en su plenitud vital y creadora, es un hecho innegable, digno de admiración. Desde David Klocher, el padre de la pintura sueca, la evolución ha sido incontenible. El arte nativo se ha desplazado hacia el universo en la búsqueda de nuevos elementos de fortalecimiento y de creación. La naturaleza y el armonioso sino de este pueblo son materia prima inmejorable para llevar a la plástica las más altas idealizaciones. Es Suecia un pueblo de gran elevación mental, espiritualista y romántico. Propaga y difunde con igual calor que las propias, las altas expresiones del genio de sus hermanos pueblos nórdicos, unidos a su destino pacífico por la historia, la sangre, la religión y un idéntico sentimiento de la vida.

Como en los tiempos de la Reina Cristina, la hermosa soberana conversa, y de Gustavo III, el protector del teatro, alienta hoy en la Corte Sueca un decidido fervor por el arte en todas sus manifestaciones. Lo personifica brillantemente el Príncipe Guillermo, pintor de relieve, escritor de estilo claro y elegante y profundo conocedor de la fibra sentimental de su pueblo. Al cabo de muchas generaciones, reaparece en este encantador personaje la noble raíz de su casta arrancada un día, para la historia de las dinastías nórdicas, de la entraña de una idílica aldea pirenáica.

Estas reflexiones acuden a mi mente cuando, después de salvar las escalinatas del Museo con mi estupendo acompañante, el capitán, jurista y humanista Thorsten Petersson, reemplaza nuestra obsesión plástica de las horas transcurridas en sus galerías, el dulce paisaje vespertino de Gotemburgo. El color del verano, adueñado de las frondas rumorosas de la Kunstspuravenuyen y del vecino parque de Tradgardstorevingen –uno de los más extensos y hermosos del mundo- penetra en nuestros ojos con el mismo sortilegio que el arte perdurable que los encarna, en viuda y optimismo, en los mágicos lienzos de los pintores de Escandinavia. La caída del crepúsculo sobre las aguas del romántico canal que salva majestuosamente el puente de Drottningtorgsbron, pleno de paseantes desprevenidos, es un aguafuerte que sólo puede iluminar la asombrosa paleta de la naturaleza nórdica.

Gotemburgo, verano de 1946

2 comentarios:

vary dijo...

paso a dejarle
un gran saludo!

manolito dijo...

jjejjee.realmente heavy.yes el mejor!!!