18 ago 2008

La primavera



Hoy me llamaré Camelia, como tú. El día en que yo nací, el inmenso jardín de mi casa estaba repleto de todas las flores que por antojo natural allí se daban y por las que a mi madre le dio por cultivar como pináculo de su bucólica afición. Estaba agachada con su inmenso y colorido vestido recogido sobre sus blanquecinas piernas para difícilmente llenar de más turba a las incipientes raíces de las azucenas que algún día verían la luz, cuando los dolores de parto se le hicieron inaguantables. El desgarrador grito de mi madre cruzó todo el campo espantando a los tucusitos, turpiales y demás pajaritos que usurpaban el dulzor de los higos que en ocasiones, sí llegaban a la mesa del gigantesco comedor, gracias a que los tules verdosos que pretendían camuflarse tras las hojas, protegían la deliciosa fruta. Cual rayo llegó en auxilio Micaela, haciendo exageradas mímicas para comunicarse con mi madre, balbuceando guturales intentos por hablar y afinando su mirada para entender las expresiones de la parturienta. Los sonidos siempre estuvieron ausentes en su cabeza, pero a la distancia mientras la faena vacuna la tenía con las ubres destilando la tibia leche gracias a la presión de sus manos en un rítmico vaivén de ordeño, la vio en cuclillas mirando hacia el cielo, los dientes apretados como en una lucha titánica por contener los gritos que jamás oyó y pujando con todas sus fuerzas. Entendió que ya venía en camino.
Mi madre me contó que todo el trayecto desde el jardín hasta su habitación lo hizo con los ojos cerrados siguiendo el mapa mental que ya tenía de la Guardatinajas y por la ayuda siempre atenta de Micaela. El único momento en que abrió los ojos –me dijo- fue para cerciorarse de no chocar contra el marco de la puerta principal y justo allí, como si fueran el comité de bienvenida a la casa, estaban sus preciadas Hortensias a las cuales fotografió como curiosidad de su último parto. Por ello, por ese simple y bobalicón detalle, mi querida madre me hizo homónima de tan graciosa flor. ¿¡Carajo, no pudo plantar allí su rosedal, tal vez sus Violetas o sus Gardenias?! Siempre le decía que me puso nombre de vieja, cosa que no hizo con mis hermanas y mucho menos con mis hermanos.
Éramos trece en total. Al último siempre lo embroman con algo, si es niño queda a merced de todos los caprichos de sus hermanos mayores haciendo las veces de mandadero y casi esclavo; si es niña, como en mi caso, de oficiosa sirvienta prematura y como modista religiosa en la iglesia del pueblo, claro, y qué otra cosa podía ser si desde que salía y se ocultaba el sol tenía que atender a mi madre, tu abuela, Doña Félida. Cuando se corrió el rumor de mi embarazo la gente del pueblo comenzó a bromear diciendo que los santos se quedarían desnudos. ¡Jesús, María y José, que ofensa! De nuestro señor ya estábamos acostumbrados a verlo en cueros en la inmensa cruz, pero pensar en Pepe mostrando su castidad –porque si María lo era él también, no?- me resultaba repulsivo. Imaginé esto cuando me vino con el chisme tu tía Ana Rita, me regañó, pero nos reímos largo y tendido.

Tu madre tendría como tres añitos cuando una mañana aún sin sol, había puesto los carbones en la paila para que fueran entrando en calor. Ese día me tocaba entregarme al oficio de planchar y lo mejor era hacerlo desde tempranito para combatir el frío y terminar a mitad de mañana. Si nos alcanzaba el mediodía nos sancochábamos entre el calor de la plancha y el sol, hasta el mismo diablo pasaba las noches en otros lugares porque el frío en Pregonero le tullía los cuernos, pero de día era otra cosa.
Después de haberme espabilado el sueño de la cara con el agua helada, las manos se me quedaron tiesas y por más que me las frotaba, los dedos entumecidos por el frío y engarrotados como melcochas, no volvían a su temperatura normal si no fuera por la plancha ardiente. No había oficio que detestara más que ese. Prefería mil veces irme a recoger las hortalizas o las frutas que se daban casi por inercia en la parte trasera de la casa. Hugo, mi hermano mayor, se entregaba con esmero a la siembra y yo a mi prehistórico instinto de recolección. Tu abuelo le había enseñado bien «Si usted labra ahora recogerá siempre», era la frase con la que daba inicio a la faena. El sol asomaba su mejilla como jugando al escondite detrás de El Bolón, el cerro a donde nos íbamos de niñas a tomarle fotos con las miradas a nuestro pueblito. Apareció descalza frente a nosotras, estrujándose los ojos y empapada de pies a cabeza. La boba Marcelina que siempre me ayudaba con los quehaceres salió rápido a cargarla, no le importó que estuviera como recién salida del Uribante, la apretujó y la besó con el cariño de siempre. La adoraba, ¿sabes?... No es que era boba, era gaga, y es que ese mal hace parecerlo a cualquiera. Cuando se ponía nerviosa tardaba una eternidad en soltar las palabras y cuando venía La Primavera ni te cuento: «Ahí vi… ahí vi… ahí vi…» Mamá Félida le decía «Qué cosa ves muchacha, suéltelo» y todas nos moríamos de la risa.

Cuando venía La Primavera las muchachas enloquecían. Los hombres de El Morro desaparecían automáticamente a su llegada. Virgilio Márquez, que era el borracho del pueblo y era fiel representante del sentimiento masculino en toda su colectividad, se le pasaba la rasca por los celos que le daba: «Qué tiene La Primavera que no tengamos nosotros», nos gritaba altanero con la botella de miche en la mano cuando nos veía de punta en blanco. No puedo negar que tus tías eran hermosas -incluyéndome claro- Aurora, Délfida, Octavia, Ana Josefa, Maruja, Ana Rita, Berta, Cristina y especialmente Elba Consuelo, éramos la envidia de las muchachas de El Morro. Las Suárez Torres no podían vernos ni en pintura, porque ni que se encopetaran como encopetaran, nos igualaban en belleza. Y esto no lo decíamos nosotras, lo decía el mismísimo Don Filadelfo que era el Jefe Civil. Era muy respetuoso con todo el mundo pero con nosotras mucho más, me temo que por el excesivo pavor que le tenía a mi papá. Una vez, estando en la jefatura, oí cuando le decía a tu abuela: «Doña Félida, su esposo le hace honor a su nombre: Severo». Lo cierto es que nos sonrojábamos más por el galanteo de los hombres que por las bonitas palabras de los imberbes muchachos.

La única vez que entramos a la Jefatura del pueblo en nuestras vidas, fue a propósito de un triste accidente en donde estuvo involucrado papá. Lo poco que recuerdo es que venían de los cafetales y la recolecta había sido la mejor en años. Para celebrar, durante el camino de regreso, venían cantando y tomando con desparpajo. El alcohol nunca faltaba en todas las actividades del pueblo, más cuando cada familia tenía su propio alambique. Felices y contentos como venían, dos horas de camino fueron suficientes para que se emborracharan a más no poder. Ignoraron por completo el estado senil del puente colgante sobre uno de los hijos del Uribante. Había un número particular de hombres y de mulas que podían cruzar juntas, por turnos y pausadamente. Los mecates y la madera comenzaron a ceder ante el inmenso peso que jamás habían soportado. Se comenzaban a desprender las agarraderas de cada uno de los lados, pero en silencio, aceitada y lentamente, cuando de pronto sonó el violento crujir de la madera debilitada por los años. Todos los hombres hicieron un terrorífico silencio cuando reaccionaron de su imprudencia justo en la mitad del puente. Dice papá que en esos cinco segundos hasta las mulas recuperaron la sobriedad. Pero fue demasiado tarde. La tristeza fue inconmensurable, murieron todos los campesinos, todos los animales y se perdió toda la cosecha. El único que se salvó para contarlo fue Severo Méndez, que a partir de ese día, cargó en su espalda el peso de una culpa, tan propia como ajena. «Ese aguanta que se lo digo yo…», le dijo uno de los campesinos ante el destello de sensatez que tuvo papá previo a cruzar el puente, el mismo que antes de perderse para siempre en la feroz espuma del río, apuntando con uno de sus brazos hacia el cerro El Bolón, dijo: «Ahí viene La Primavera Severo, ahí viene…»

El Padre Ortiz estuvo un buen tiempo conversando con papá, día tras día, tratando de sacarle la tristeza y los malos pensamientos. Fueron tantas las visitas a la Guardatinajas que nuestro hogar parecía la casa parroquial de El Morro. Las tres callecitas que a penas tenía el pueblo –bueno, a decir verdad tenía más- se prestaban con facilidad para el rápido despiste cuando la gente necesitaba de los servicios del religioso, de manera que si no estaba allá, estaba por aquí. Además nuestra casa estaba en el centro del pueblo, en la calle principal que para variar se llama Uribante. Hasta era el punto de referencia para llegar a otras direcciones: “de la Guardatinajas, pa’ riba”, “de casa de las Méndez Pérez, pa’ bajo”. Al tiempo entendimos que no era tanto su devoción redentora lo que lo tenía casi de inquilino en nuestra casa. Que me perdone Dios mija, pero es que hombre no es gente aunque sea cura. Al muy sinvergüenza le gustaba nuestra vecina, Yolanda. Cuando la veía, los ojos se le ponían grandotes y redondos como una hostia, tal vez hasta la imaginaba como un cáliz enorme con piernas y brazos, qué sé yo. Nosotras nunca lo notamos, fue papá que como hombre al fin ya estaba curtido en esos temas, y claro, se lo contó a mamá, y Félida no era escaparate de nadie y de chismes mucho menos. Supongo que aquel entusiasmo hormonal del Padre Ortiz no pasó de eso, pero se han visto casos, sabes?... Yo lo quería mucho, y más allá de sus posibles debilidades, su bendición era como un bálsamo para todos en el pueblo. Se volvió una costumbre que cuando llegaba La Primavera atravesando el cerro, le diera la bendición haciendo una inmensa señal de la cruz celebrando su presencia, y hacía lo mismo cuando se iba. Todas nosotras nos quedábamos hipnotizadas tanto de entrada como de salida. Qué días aquellos.

Cuando tú no estabas ni en planes de nacer ya tenías nombre. Tuve como quince Camelias de trapo. Délfida me decía que por qué no les ponía otro nombre y yo le contestaba que así se llamaría mi hija y la insistencia con todas mis muñecas en bautizarlas así, era por si al destino le daba por enviarme varoncitos cuando fuera mujer, ya habría agotado entonces tu nombre aunque sea jugando. Y fíjate tú, Rosa no podía tener otro nombre sino Rosa. Tu tía sí que era regordeta, linda y rosadita, era inevitable llamarla así. Me costó mucho convencer a tu madre en bautizarte así, porque ya tenía en mente uno de esos nombres compuestos tan raros con el cual te iban a desgraciar tu futuro con semejante invento. Hugo, José y Ciro, tarajallos al fin, se metían conmigo, con mis muñecas, se burlaban del nombre. Una vez me hicieron llorar porque me dijeron que cómo haría si tenía un niño y no una niña, que si lo llamaría Camelio. Y se reían a carcajadas porque en el mejor de los casos sonaba a “camello”. Lloré mucho pero fue la última vez que se metieron conmigo. Papá los reprendió tanto que hasta tuve que intervenir para que no los azotaran más. «Sal de aquí Hortensia» decía papá con dureza, pero no me amilané hasta que entendió que ya había sido suficiente. De castigo los tuvo un mes trabajando la tierra de sol a sol, limpiando la casa y recogiendo todas las semillas de tártago posible para iluminarnos en las noches. Fue tanto las que recogieron que a cada metro, incrustadas en la pared, estaban las afiladas ramitas que atravesaban las ardientes semillas que iluminaban como minúsculos soles los corredores de la casa, afuera y adentro. En el “Colegio Padre Justo” se preocuparon por la ausencia de los tres, y ahí sí que tuvieron que esmerarse con empeño para recuperar las clases perdidas, porque Severo no les levantó el castigo hasta haberse cumplido el mes, y luego les tocó quemarse las pestañas como los buenos para ponerse al día. Yo me sentía de un mal, porque si bien es cierto que me hacían la vida imposible, aquel día le había metido un poquitín de teatro desplegando unos gruesos lagrimones de película. Imagínate que hasta los ayudaba con las tareas a pesar de mi corta edad. Creo que eran más exigentes en mi colegio que en el de ellos -“Sánchez Carrero” se llamaba. Después de viejas –y de viejos- es que entendimos que era una tontería estudiar en colegios sólo para niñas y sólo para niños. Eran pocos los que habían en Pregonero y éstos eran los mejorcitos. A fin de cuentas la vida no hace este tipo de distinción, nos engulle por igual con sus penurias sin mirar qué llevamos bajo la ropa. El temor de todos los padres con su camada de hembras, era que algún día partiéramos con La Primavera buscando nuevos caminos.

Bueno, tampoco éramos unas santas, oficiosas sí, pero traviesas dentro de lo que cabe, porque a la menor imprudencia o a cualquier impertinencia propia de la edad, la que se ponía severa con nosotras era Félida. Y mira que mamá era una santa, pero cuando había que poner carácter… Aurora, que era la mayor y que Dios la tenga en su gloria, decía que mamá se ponía severa y que Severo se ponía félido. Vaya ocurrencia, pero a decir verdad, parecía que se turnaran el carácter. Un día la san pablera que le armaron a la pobre Aurora fue de antología porque llegó tarde a la casa, ya el último rayito de luz que quedaba del día se había esfumado, yo estaba en la puerta y le vi el agite en la cara. Imagínate si hubiera heredado esto de tus abuelos, vivirías amoratada porque no se te ve la cara hasta bien entrada la noche, claro eran tiempos distintos. A todas las demás nos despacharon a nuestras habitaciones, pero apenas cerramos las puertas, pegamos los oídos por las rendijas para escuchar el sermón en ciernes. Entendíamos a duras penas lo que decían. Ni Micaela, que tampoco estaba en casa, hablaba con tanta seña para hacernos entender su ininteligible lenguaje, el cual se traducía a nuestro idioma con el apoyo imprescindible de sus gestos. «Una muchacha de su casa no anda de realenga por ahí a estas horas…Y dónde está Micaela, por qué no llegó con usted?» -dijo mamá. Debía darnos el ejemplo a nosotras que no habíamos descubierto aún la tortura del trapito mensual. Las más peladas nos miramos haciéndonos un gesto interrogativo preguntándonos qué sería eso. Imagínate… Después se fue pasando el cuento de mayor a menor hasta llegar a mí. Micaela había sonsacado a Aurora para ir a ver a La Primavera, a penas se llevaban dos años de diferencia y compartían casi todo hasta el día de la reprimenda. Años después cuando Pregonero quedó en el recuerdo y nos habíamos instalado en Caracas, llegó la televisión a blanco y negro. Me era inevitable recordarlas cuando veía El Zorro: Don Diego y su fiel servidor Bernardo, eran una versión masculina de Aurora y Micaela. A tu abuelo le encantaba este programa y yo lo acompañaba sólo por verlas allí disfrazadas de hombres.
Lo cierto es que después de aquel día Micaela estaba más muda que nunca. Tal fue su silencio que llegamos a creer que tenía voz. Como yo era niñita todavía, le buscaba fiesta a ver si balbuceaba algo, si me soltaba algunos de sus alaridos tras de los cuales me salía persiguiendo juguetonamente como si fuera una momia y yo me destartalaba de la risa. Pero nada. Sólo me daba una triste mirada y la mitad de una sonrisa. Aurora también había cambiado rotundamente desde ese día y cuando cada una concluía con sus actividades diarias, se encerraban por horas en una de las habitaciones, a veces en la de Micaela y a veces en la de Aurora. En mi ingenuidad no podía ni imaginar lo que estaba sucediendo. Me parecía exagerado que aún estuvieran tan golpeadas por el regaño que les diera tu abuela, porque Félida se empotró en su mecedora a esperarla y aquello fue un festival de manos al aire. De eso ya habían pasado como tres meses.

…En lo único que se diferenciaban los días de semana con los sábados y los domingos, era la muchachera que atravesaba el pueblo para ir al colegio. De resto, cuando ya la algarabía era silenciada por los salones de clases, en El Morro y en todo Pregonero, los días eran todos igualitos. La otra excepción la hacía el campanario llamando a misa todos los domingos. Severo solía levantarse con los gallos, sólo le faltaba ser él el que cantara los buenos días y era el día de misa cuando por costumbre se levantaba un poco más tarde, que no era lo mismo que despertarse. Papá abría los ojos a la misma hora pero Félida lo obligaba a quedarse un rato más en la cama, para que no comenzara a joder tan temprano –palabras de mamá, ojo. Ella volvió a dormirse y Severo aprovechó para salirse de la cama. Montó su café de siempre y se sentó a esperar el amanecer, aún los tártagos alumbraban los restos que quedaban de la noche. Sintió un ruido, unos pasos ligeros y a papá se le erizó la piel. Lo primero que se le vino a la mente fue un aparecido, un espanto, qué sé yo, tal vez alguna ánima en pena, la sayona, ay mi madre!. Y no estuvo tan lejos, porque Micaela parecía un espectro que penaba a través del intenso frío de la mañana. Maleta en mano alzó su mirada y no pudo decir ni una palabra, claro, realmente no podía, pero papá leyó su intención de decir algo. Mamá le armó un zaperoco al pobre Severo por no avisarle, por no despertarla –me contó. Él no hizo más que ver cómo Micaela abandonaba la Guardatinajas. Se sentó, movió su mano en señal de despedida y terminó de tomarse su café bien cargado que ya comenzaba a enfriarse. La segunda en despertarse ese día fue Aurora, que quedó petrificada al ver que papá ya estaba en el zaguán, tragó grueso y cuando iba darle los buenos días, le dijo: «ya se fue»… «Me imaginé», le respondió. Cuando Aurora me contó este episodio no pudo evitar que rodaran sobre sus mejillas un par de lágrimas que parecían competir entre ellas para ver quién llegaba primero a la boca.

¿No te decía que no éramos ningunas mojigatas? A muestra un botón mi niña, que todas nosotras con tanta alharaca, vanidad y trapos, nos quedamos boquiabierta cuando estalló el chisme de Micaela. Lo primero que escuché en la voz de Severo, con aquel tonito pausado que le chocaba tanto a mamá, como si le dijera “yo se lo dije, yo se lo dije”, fue: «Sorda muda pero no pendeja Félida, esa vaina fue La Primavera». Quién lo diría, preñadísima. La calentura de mamá no fue por eso, sino porque nos dejara de la noche a la mañana, con tanto cariño que le tenía –y le teníamos- y ni hablar del oficiero que había siempre en la casa. Era como una madre bastante joven o como una hermana mayor para nosotras. De hecho, mamá quedó tan adolorida del parto que Micaela fue la que me atendió en mi primera semana de vida.
Desde ese día todas mis hermanas y yo nos pulimos en el arte, como dicen ustedes ahora, de ser cachifa. En el aquel entonces era el arte de ser hacendosas, de la casa. También recuerdo ese día porque a parte del malestar general que produjo la inesperada partida de Micaela, a tu tía Ana Rita le dio por ponerse a jugar con la pistola de Papá, como si fuera una vaquera, imitando a los artistas que salían en las películas que proyectaban en la plaza todos los sábados. Eran sin sonido pero a mí me hacía tanta gracia ver lo rápido que se movían, que nada más por este hecho, me sentaba en la plaza con mis hermanas a disfrutar de la función. Y te digo, más de una vez me corrieron porque no paraba de reír de principio a fin. Hasta los músicos que amenizaban la proyección, se detenían para ver quién se reía tanto. Uy!, terminaba con dolor de barriga.
El cuento es que Ana Rita apuntaba el arma hacia el espejo del cuarto de papá, y se movía velozmente como hacían los vaqueros blanco y negro, yo estaba destartalada de la risa, pero cuando recobraba la cordura le decía: «Ana suelte eso, usted como que está medio loca?»…«No se preocupe Camelia, yo sé lo que hago, mire…» El “Camelia” se lo puse hoy para echarte el cuento, sería horroroso meterle el Hortensia. Y apuntaba y ponía cara de mala, hacía “paom” con la boca, soplaba la punta de la pistola como si estuviera apagando una vela, y volvía con lo mismo repitiendo la escena una y otra vez, como perfeccionándola. En eso entra de golpe al cuarto la boba de Marcelina y se nos saltó el corazón pensando que era papá. «Suelte eso Ana Rita, que si llega papá nos mata», -le dije. A lo que Marcelina comentó «El se, se, señor, se, se, se…»…«El señor esté con ustedes… y con tu espíritu» -concluyó Ana Rita mofándose de Marcelina, entonando “espíritu” medio cantaíto. «El se, se…» Se concentró y hastiada de su lengua que no terminaba de arrancar, soltó de un sopetón: «Severo viene para acá»…«Ah, ese seguro va echarse los palos, ese no viene» y siguió girando sobre su dedo índice la pistola como si fuera un yoyo. Luego cruzó una mirada intensa y retadora con la Ana Rita que estaba dentro del espejo, entornó los ojos para fijar su firme determinación de liquidarla, le apuntó directo a la cabeza y antes de que sonara un nuevo “paom” en su boca, el arma se le adelantó en una estruendosa y real onomatopeya del disparo.
Si para mí fue un día inolvidable, imagínate cómo fue para la pobre de Ana Rita, tu abuela le dio una pela tan grande, que efectivamente cuando llegó Severo paloteado como siempre, se le pasó la pea de golpe intentando controlar a mamá. De verdad que la estaba medio matando y recuerdo clarito que antes de comenzar a caerle a leñazos le dijo: «¡No me irá a decir que fue La Primavera!» Mamá era una santa, pero cuando se calentaba…Ya te lo había dicho, no? Es que a esta edad una lo repite todo.

La que se sintió más sola con la partida de Micaela fue Aurora, es que eran como uña y carne, ¿no es que dicen? O mugre, creo que es: inseparables. Y si se separan cómo duele. Bueno, así eran ellas dos. Cuando la confianza había llegado a nosotras gracias a la inevitable adultez, esa que no tiene reparo en contar las cosas sin pelos en la lengua y en ninguna parte, Aurora me contó que un día, escapadísimas de la casa -para las hermanas mayores escaparse era agarrar a la tarde por la cola antes de que se fuera- Micaela le había convencido entre señas y extraños sonidos, que se arreglara para que la acompañara hacia El Bolón. «Usted sí está como loca, cierto?»…Señas van y vienen, Aurita interpreta y responde: «Bueno sí, pero si nos agarra papá me friegan a mí»…«…»…«Uy! qué descaro Micaela, usted sí que no se anda con cuentos, no?»…«…»…«¿Qué? No le creo!» Me contaba Aurora que Micaela se explayó en su conversación hecha a manos y que le metía hasta las comas, los puntos y los signos de exclamación, haciendo unos sonidos comiquísimos que le salían como a presión de la garganta. «No le creo Micaela! Cuente, cuente…». «…».«¿Y a usted le gustó?». Papá tenía razón y después de vieja fue que entendí la frase aquella que aún recuerdo y que se consiguió con un «¡Severo, no sea grosero!», que le diera mamá con dura firmeza: «Yo se lo dije, yo se lo dije… ni que tuviera el capullito en los oídos y en la boca». Me da una risa, es que en aquella época hasta para ser obsceno y soez se era elegante.
Cuando Micaela le estaba contando sobre su primer beso, Aurora me dijo que se puso coloraíta coloraíta. Pasaba hasta por hermana de nosotras de lo blanca que era y aquello la puso como un pimentón, ramita incluida porque no dejaba de ponerse una florecita en una de sus orejas, no recuerdo cuál, me parece que era un clavel. Micaela no era fea, era bonitica, pero no tanto como nosotras. Eso sí, tenía un cuerpazo la condenada que hasta por encima de los faldones se le notaba el buen talle genético. Sacando lo plancheta que somos las gochas, pierna es lo que abunda.

En fin… ¿qué te decía hija? Ah bueno, Aurora acompañó a Micaela hasta la parte más alta de la carretera, justo por donde hacía su entrada La Primavera. Cuando ella me estaba echando el cuento estaba muerta de la risa. Cómo disfrutaba narrándome sus travesuras de eterna juventud, y te digo lo de eterna, porque cuando una se está joven –como tú- pensamos que el tiempo se detiene y se enlaza en ese uno que va desde los diez hasta los diecinueve años. Sé que te sonará raro pero aquellos chorrerones de adrenalina que nos insuflaba valor gracias a situaciones que hoy día son tan normales y triviales, eran las cosas más bellas e importantes que podíamos vivir en Pregonero. Y qué mayor emoción cuando llegaba La Primavera, ah? Por eso es que los hombres del pueblo le tenían esa tirria casi toponímica, imagínate, venía de San Cristóbal, de la ciudad.
Aurora me dijo que ella no se atrevió a acercarse más de la cuenta. En su mente no hacía más que recordar las implacables normas de la casa: que si es una muchacha de su casa y debe llegar temprano; que si es la mayor de todas y tiene que dar el ejemplo, y toda esa retahíla de cosas que hoy día pocas cumplen. Tú eres una excepción querida, quitándote esas llegadas tan tarde a la casa cuando la calle parece una boca de lobo… no me quejo. No nos haces padecer ni la mitad de lo que tu mamá me hizo pasar a mí -y a tu abuelo.

Total que Aurora se quedó sentada en un banquito de madera a cierta distancia de donde estaba Micaela. Ambas estaban nerviosas, aquella porque se había puesto su mejor vestido para recibir a La Primavera y coquetearle sin el mayor reparo, propio de yegua desbocada; y mi hermana porque no hacía más que ver el sol ocultándose tras las cortinas de los cedros, contando el tiempo, sumándose pecados que aún no había consumado. «No Micaela vaya usted, y deje la cosa»…«…» «Uy sí claro!, cómo me va a decir semejante cosa, si yo nunca he besado a nadie»…«…» «¿No me diga que se está asustando?...Deje el agite y la manoteadera que se le cae el clavel que está de lo más bello» (Ah sí, era un clavel) Me dice Aurora que con el agite que tenía Micaela, le dio la impresión haberle oído pronunciar alguna palabra casi en castellano. Ambas se vieron fijamente a los ojos y en silencio, como corroborándose en su más fiel intimidad de amigas que esa palabra había sido “amor”. Claro, media chueca pero eso fue lo que ambas creyeron oír. ¿Será que lo imaginaron? ¿Será qué cuando llega de verdad no hace falta ni decirlo? Lo cierto es –dice ella- que no le dio oportunidad de indagar en el sonido emitido por Micaela, porque así como iban desapareciendo las últimas lisonjitas de sol iluminando tristemente la maleza cada vez más oscura, del otro lado de El Bolón venían en aumento unos intensos rayos de luz que parecían conos gigantescos de plata que alumbraban el camino.

Era La Primavera, y tras de sí, venía escoltándola su habitual nube de tierra, siguiéndole los pasos en una procesión que anunciaba modernidad, futuro, ciudad. Aurora tragó grueso y se levantó de un brinco del asiento –me dijo. Micaela ni hablar, supongo yo. Me imagino que del tembleque que tenía hasta las manos le enmudecieron. Se escuchó un fuerte deslizar en la tierra, como si un millón de piedrecillas fueran molidas en breves segundos por el peso de su llegada. Ahí estaban nuevamente frente a frente. Micaela lucía minimizada ante la imponente presencia de La Primavera, que hacía gala de sus brillantes ojos, como si de su interior ardieran millones de resplandecientes tártagos, los mismos que arrasaban en su pecho como agua furiosa que se abre paso cual río crecido. Estaba encandilada, más bien enceguecida –imagínate: ciega, sorda y muda. Aurora me dijo «tragué gordo» y añadió que en ese momento le pareció haberse mimetizado con Micaela, como si sintiera lo mismo, como si pudiera ver a través de sus ojos la perspectiva exacta del maravilloso mundo que se le presentaba. El mayor de los Zambrano bajó raudo los tres escaloncillos y la tomó con determinación de un brazo. Aurora no pudo escuchar lo que le dijo, porque algo dijo. Antes de dejarse tragar por La Primavera, en el último instante antes de desaparecer, miró a Aurora que estaba más muda que ella y en esa mirada hubo la complicidad que siempre es entrañable entre nosotras las mujeres. Se hizo de noche y Aurora decidió irse a casa lo más rápido posible. Pasó mucho más tiempo de lo que se imaginó y no quiso acercarse a La Primavera, realmente no pudo, las piernas no le daban. «Todo estará bien» –pensó. Micaela ya le había contado que no era la primera vez y previendo lo que estaba por suceder, le había dicho que si pasaba más de media hora que se fuera a casa. Pensar que papá tenía razón...
Por suerte cuando Aurora llegó, toda sudorosa ella, Severo no había llegado. Yo estaba en la puerta con mis Camelias, haciéndoles crinejitas, jugando con ellas. Recuerdo que cuando cruzó el portal de la casa pasó como una centella y se le notaba la emoción en su rostro. Después de vieja –bueno no tanto- supe que esa emoción era prestada. A todas nos llegó el turno de conseguir nuestra propia Primavera. Hoy veo aquellos recuerdos con tanta lejanía que hasta dudo en que hayan existido. Aún los tonos de cada una de las voces de mi infancia me persiguen gratamente. Las oigo en cada recoveco de mi memoria llamándome a su encuentro. Y sabes? Eso me distrae, me hace feliz y por minutos hace olvidarme de estos espolones que me están matando.

Para todas nosotras La Primavera era el encuentro con la vida. Para toda la aldea –en aquella época así le llamaban: Aldea- y todo Pregonero, era el nexo con otro mundo, con los nuevos tiempos, con la modernidad. Le hacía gala a su nombre porque así como después de un crudo invierno que todo lo deja cubierto con su blanco silencio, se hacía presente con sus votos de renovación, con su prominente alegría inevitable de flores, más cuando de ella se bajaban los hermanos Zambrano, altaneros ellos, pretenciosos pero buen mozos. Comenzaban a despachar la mercancía importada de San Cristóbal y tal vez de muchos lugares más: textos escolares, medicinas, prendas de vestir y hasta bisutería. Parecíamos indios al encuentro con la civilización. Ellos hacían lo más rápido posible su trabajo para luego entregarse al galanteo con las muchachas del pueblo y tal como te dije, nosotras las Méndez Pérez éramos las que mejor partido sacábamos a sus miradas, es que éramos muy bellas. Y esto sí lo estoy repitiendo a propósito, no es que no recuerdo habértelo dicho. Para esas cosas no hay olvido.
Así era La Primavera… con sus cuatro cauchos gigantescos y un quinto holgazán que nunca tocaba tierra en su parte trasera, con sus largos ventanales desplegables a través del cual corrió la brisa fresca que acarició mi rostro la última vez que me monté en ella; sus cómodos asientos forrados de tela verde y las estampas de la Virgen María, San Antonio de Pregonero y el Cristo del Limoncito, pegadas en la parte interna del parabrisas; las dos tiras colgadas en cada uno de sus costados, pegadas casi del techo, para que los pasajeros de turno no tuvieran la necesidad de gritarle al conductor que habían llegado a su destino –qué modernidad mija, qué modernidad; el motor, el sonido de su ronco motor, destemplado y áspero, como un toro presto a la faena amatoria y su hermoso rotulado en gigantescas letras tornasoladas que se convertían en brillantes estrellas al menor contacto con el sol: La Primavera.

Camelia leyó una vez más el cuento que le dictara su abuela y que transcribió como el mejor de los regalos que alguna vez le hiciera. Sentada allí en el viejo cementerio, soltó algunas lágrimas conmemorando un año de su muerte. Luego rió duro y con estridencia pues le hizo jurar que la recordara por su nombre, eternizado gracias a todas las muñecas de su infancia, así como su nieta: «ni de vaina Hortensia» Se persignó y dejó junto a su recuerdo laminado en mármol un ramillete de camelias que no tardaría de pasar a otras manos.

2 comentarios:

A do outro lado da xanela dijo...

Merece la pena llamarse como una flor...


...aunque sea de trapo :)

Un abrazo

mharía vázquez benarroch dijo...

Un cuento nes una puerta a otros mundos...mundos en los que el alma del autor se asoma para deslumbrarnos. Gracias por la primavera de tu cuento...cuando te desnudas así, nos encegueces de maravillas.