23 jun 2011

Rueda Martínez

La brisa copulaba con el viento a través del cruce blandengue de las nubes con vulgar estridencia y desparpajo. Lo que debió ser el crujir de la madera añejada en forma de cama, fue sustituido por el crepitar de los cómplices truenos que fotografiaban el momento cumbre del encuentro…

De pronto le faltó el aire, Rueda Martínez, fue sacado violentamente del sueño gracias a una fuerte patada en el estómago. Cómo se atrevía a quedarse dormido justo allí, justo la primera noche de su breve estadía en el infierno por treinta y cinco días. Cuando traspasó el umbral que divide la realidad en dos, el policía le dio un ligero empujón y dijo: «¡Carne fresca!». Los cuarenta presos allí hacinados entraron en una estremecedora algarabía, como si el apelativo de “carne fresca” aludiera a un buen solomo de cuerito, o a una punta trasera servida en el mejor término de cocción. Saltaron silbidos y todo tipo de improperios, pero la frase más trillada fue: «Pásamelo pa’ ca!».

Tal como lo sacaron del barrio, de su casa, después de radiarlo y corroborar que estaba solicitado, llegó a la celda que lo vejó como ser humano, pero no tanto como a otros. Rueda Martínez era el nuevo inquilino y venía muy bien vestido considerando su nueva residencia: bluyín, franela y zapatos de goma (y a escondidas medias e interiores), todo un lujo. No había pasado treinta minutos cuando tuvo que defenderse para conservar su ropa y seguramente su vida. Fueron tres los que lo intentaron dejar como Dios lo trajo al mundo, pero nunca imaginaron la fuerza brutal que aquel hombre de mediana estatura poseía y que después de darle una paliza a cada uno de ellos –incluyendo una fractura en el brazo para el menos afortunado- se convertiría en el religioso del pabellón de transición. La patada nocturna le fue dada en venganza por uno de los tres que recibió su buena golpiza (aclaro que el término golpiza es para hacer de esta crónica ajena, algo más digerible a la lectura, puesto que Rueda Martínez, mientras me contaba, utilizó el término “coñaza”). También fue el último golpe que le diera después de recibir su segundo escarmiento.

Rueda Martínez ya había fotografiado el lugar y a sus habitantes. Una esquina al fondo era el mejor lugar para procurarse cierta seguridad, al menos para hacerse la idea, pero ambas estaban ocupadas. Pasaron días hasta que pudo ganarse ese lugar por mérito propio, por demostrar su dureza, gracias a no dejarse joder por nadie, y sobre todo, por no meterse con nadie. Las esquinas delanteras que hacían juego con los barrotes, terminaban siendo el peor lugar puesto que se estaba a merced de los golpes, tanto de los presos, como de los policías.

Dentro del terrible cuadrilátero estaban algunos hombres descalzos, vestidos, pero descalzos; otros solamente con un pantalón raído más que por el tiempo, por un altercado reciente, con el torso desnudo; otros solamente en interiores en posición prenatal y pegados a la pared, protegiendo su dignidad, temblorosos y amoratados; y estaba “la cachifa” con un exótico lingerie rojo: presto -¿o presta?- a satisfacer las necesidades carnales de los más perversos.

Avanzaban los días en la misma proporción en que Rueda Martínez disminuía su peso corporal. Quién podía comer aquellos restos de comida, camuflados en la parte superior de una olla inmensa, con la única sección comestible de un putrefacto paté de arroz y trozos de salchichas a punto de descomponerse. Los más afortunados, como él, recibían visitas a diario, lo que le permitía ingerir comida sana. Una buena arepa rellena dentro de la celda era todo un lujo, a escondidas claro, como también era un lujo tener acceso a un celular conseguido dos semanas después gracias a una buena comisión ofrecida a un policía. A través del teléfono estaba al tanto de su caso y conversaba escasos cinco minutos al día con una de las secretarias de la empresa en la cual trabaja. Por ella fue que entendió por qué había sido detenido, si él –como alegaba- no había hecho nada, pero igual aparecía en la lista de los solicitados. Esta fue la causa:

Hace quince años Rueda Martínez se fue de parranda con sus tres mejores amigos, uno de ellos incluso “era” su compadre. Estaban en una reconocida discoteca de Las Mercedes disfrutando de la música, las chicas y el alcohol. Súbitamente sus tres amigos se fueron al baño dejándolo solo, mientras él suponía que iban a darse unos toques técnicos en las fosas nasales. Mayor sorpresa cuando irrumpen en la pista de baile tres encapuchados fuertemente armados. Él los reconoció por los zapatos, eran sus amigos. Por gracia o desgracia, estaban de civil en el mismo lugar varios policías armados. (Pues si Rueda Martínez no lo sabe yo menos: cómo era posible que en un lugar así hubieran pasado las armas, se justifica la de los policías, pero la de los tres bándalos…?) Lo cierto y en resumen, este episodio terminó así: sujeto uno, se batió a tiros y murió; sujeto dos: se entregó, depuso el arma; sujeto tres, el compadre, se suicidó en el acto, por ello el “era” de líneas atrás. El error, la ingenuidad de Rueda Martínez, fue acercarse a preguntarle al sujeto dos que “por qué habían hecho eso”. «Caramba señor Martínez, qué ingenuo». Fue detenido por averiguación hasta que se demostró que no tenía nada qué ver con el hecho. ¿Dónde estuvo su error, motivo por el cual estuvo treinta y cinco días en una de las sucursales del infierno? En aquel entonces, no se presentó en los tribunales y no siguió el curso legal para el cierre definitivo del expediente, ergo, quedó abierto y por tanto solicitado. En fin, en más de una ocasión la secretaria se había quedado hablando sola, porque Rueda Martínez había apretado la tecla “end” ante la presencia de un policía ajeno a la componenda.

También le llamó la atención un muchacho de diecinueve años, el “intocable” le decían. Enclenque, más bien con cara de pendejo, famélico y hasta pequeño –según me contó. El muchacho era un vendedor de perico en un barrio X de Caracas. Un policía lo tenía extorsionado, le cobraba comisiones altísimas para no llevárselo preso. Un buen día el “intocable” se apareció con una moto nuevecita (la cual compró legalmente con su dinero) y pasó a manos del policía porque ese día no tenía efectivo para pagarle: «No me la calé más», le contó a Rueda Martínez. Dos días después cuando el policía venía a cobrar su vacuna, su comisión, el “intocable” le descargó un -¿o una?- nueve milímetros en el pecho. Era un héroe en la celda y nadie se metía con él. Tanto así que un sábado en la madrugada los policías, después de argumentar un falso traslado del muchacho a esas horas, se consiguieron con un rotundo “no”, con un grupo de hombres que en ese momento se unieron para impedirle en definitiva otra paliza brutal al “mata policía”, como le llamaban los castrenses. Hubo incluso hasta un colchón en llamas para hacerlo salir tras una asfixia segura, pero ni así lo lograron.

Conoció también a un hombre que no paraba de caminar de un lado a otro… de un lado a otro… de un lado a otro… Rueda Martínez me lo contó así, moviendo su brazo hacia donde se dirigía el preso. Le preguntó cómo se llamaba, pero no le respondió. Luego a la pregunta que por qué estaba allí, le respondió que por suicidio. Rueda Martínez, extrañado, le corrigió, será por asesinato... no, por suicidio… Llámalo como quieras, puedes llamarlo también suicinato: estaba en el hipódromo jugando unos caballitos, lo aposté todo y me arruiné. Cómo uno puede seguir viviendo pelando bolas. Así que me pegué un tiro y ya ves, preso por suicidio. Nadie me ve, sólo tú que estás dormido.

Las arañas en el techo también eran testigos de lo que allí sucedía. Estos nobles insectos eran protegidos por el “fumarola”, quien después de recolectar sus telas, sus filigranas arácnidas ennegrecidas, las juntaba con las uñas que se cortaban los presos, sí, las uñas, las envolvía en un trozo de papel y se las fumaba: «Aquí todo se fuma, caballo…», solía decir.

Rueda Martínez también contó que una noche, a cinco minutos antes de que apagaran la luz para que sufrieran los embates del sueño –a penas durmió dos horas al día durante su permanencia en aquel lugar- llegó el policía de turno con un nuevo preso: «Aquí está este pajarito que le gusta cogerse a carajitas de ocho años». Se hizo la oscuridad con algunos matices grisáceos formados por los pírricos rayos de luz que quedaban a la distancia, se oyeron gritos y lo demás es inenarrable. Al otro día el jefe de la celda llamó a la “cachifa” y le dijo que le devolviera “las juanas”, así le llamaban a la pantaleta y al sostén –eso de brasier no pega aquí– rojo que vestía. Le entregó un pantalón corto y una franela para que no estuviera desnudo y desde ese día cambió de “cachifa”.

¿Ir al baño, delante de todo el mundo, fuera por la necesidad fisiológica que fuera? ¿Bañarse?, Tarea titánica. Rueda Martínez consiguió después de dos semanas cómo hacerlo sin que lo molestaran: se bañaba en “Cone Ciervo”, el mismo que usan los santeros y huele malísimo, como a mofeta concentrada: «pa’ espantá los malos espíritus», según decía a todo gañote, reafirmando su rango de religioso a través de sus rezos y de sus escapularios que le colgaban del pecho, juntando fuerzas paganas y cristianas con Jesucristo, Yemayá, la Virgen María y todo el panteón Orisha posible. «Ta’ loco…ta’ loco», decían los demás presos, pero lo dejaban bañarse en paz.

«¿Quién carajo es Rueda Martínez?», preguntó uno de los policías, «Tiene visita» El policía trasladó al reo hacia el lugar dispuesto para ello. Había una cola de veinte personas aproximadamente, personas que venían a visitar a un ser querido que por justa o injusta razón había caído preso. El policía gritó a todo pulmón: «¿Quién viene a visitar al señor Martínez?», todas, absolutamente todas las personas de la cola, alzaron la mano: «Coño alcalde, tiene visita», le dijo el policía. Ambos se cruzaron una mueca de sonrisa cómplice.

Así llegó la tan deseada boleta de excarcelación. Rueda Martínez, el motorizado de la empresa, contó esto y mucho más en el agasajo que le hicimos para celebrar su libertad. «El infierno existe, y está aquí», dijo.

La brisa copulaba con el viento a través del cruce blandengue de las nubes con vulgar estridencia y desparpajo. Lo que debió ser el crujir de la madera añejada en forma de cama, fue sustituido por el crepitar de los cómplices truenos que fotografiaban el momento cumbre del encuentro…

Despertó sobresaltado, abrió los ojos y vio el techo de su habitación, dos lágrimas rodaron por su rostro la primera noche fuera del infierno.

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