30 abr 2008

Vademécum


La algazara comenzó un poco más temprano de lo habitual. Siempre a golpe de tres de la mañana breves susurros se iban adueñando de la sala, una especie de chismorreo ininteligible pero atractivo a la vez. Aquella noche todo cambió y el barullo adelantó su jornada un poco antes de la media noche. Por momentos pensó que estaba oyendo un simple coletazo de lo que estaba soñando, en ese estado de somnolencia en donde no se está despierto pero tampoco dormido. El edificio estaba enardecido por la reunión de condominio que se celebraba a altas horas de la noche, como evitando que los demás vecinos de la zona se enteraran de lo que allí pasaba. No eran muchos los que pudieran darse cuenta del extraño encuentro: su perrita, que además de tener mejor dormir que ellos, no sería capaz de decirles lo que pasaba. Como siempre se adueñaba del sofá después de que todos se iban a la cama, patas arriba, roncando y mostrando sus diez ubres caninos, daban la prueba absoluta de un sueño profundo; su hijo, con un brazo por encima de la cabeza y el otro hacia abajo, con su ombligo pegado al colchón, boca semiabierta, almohada entre las piernas y el tetero vacío al borde del precipicio, evidenciaba un lúdico y reparador sueño; ella, que de la cama era propietaria del lado derecho, estaba con las piernas semi flexionadas como en un intento de buscar posición prenatal, con la cara hacia el espejo que vigila sus almas y que seguramente más de una vez las habrá visto escapar hacia un viaje astral, suspiraba eventualmente como dando una señal de satisfacción, de reconciliación consigo misma o quizás con la lotería de un sueño hermoso muy distinto a la realidad.

Uno de los tantos puntos que trataban y que se volvió el más importante en dicha reunión, era sobre el desorden reinante entre piso y piso. Discutían sobre la manera de organizar las cosas pero ellos eran totalmente inútiles en este sentido. Lo máximo que podían hacer era alzar la voz y quejarse, reclamar un orden justo para todos, quizás una categorización que les permitiera una mejor interacción entre los vecinos, lo que redundaría en no correr el riesgo de ser humillado o desdeñado por vecinos más preparados que otros o que fueran de países distintos y que por tanto, sus temas de conversación fueran ajenos a sus compañeros de piso. En la mayoría de los casos la arrogancia se torna en crueldad para aquellos que no forman parte de un grupo en particular. Nace con ello la envidia y luego la avaricia por tener algo que jamás estará al alcance.

Se sentó sigilosamente en el sofá en medio de la oscuridad, tratando de no hacer ruido para que no se dieran cuenta de su presencia. Hacía calor pero no se atrevió a encender el ventilador de techo porque el simple “click” del interruptor lo delataría. Las voces eran entrecortadas pero altisonantes al mismo tiempo. Algunos vecinos encabalgaban a otros en mitad de una frase buscando imponer sus motivos, sus ideas, con una pedantería que rayaba en la insensatez.

Se sintió incómodo porque el segundo punto que trataron esa noche, era que el vigilante permitía la entrada de cualquier extraño a las instalaciones del edificio sin hacerle las respectivas preguntas de rigor: «¿a dónde va?», «¿qué se le ofrece?». O indicarle tajantemente que está prohibida la entrada a vendedores ambulantes, a fervientes religiosos o a encuestadores. Pues resulta que ahora «me transformaron en vigilante, no tengo nada en contra del cargo, pero por favor, al menos me pudieron llamar lector ruin, infame o desordenado lector». Pensó. Algo que denotara una pequeña aproximación, por mínima que sea, a la esencia de ellos mismos. El desorden era obvio e inmediato a la vista. Podían verse por los pasillos muchos artículos que estaban fuera de lugar a pesar de que algunos tenían intenciones ornamentales: “Recuerdo de mi bautizo”, Tortuga con moneda en la boca (esto por asunto del feng shui), agenda electrónica, Ipod, juego de llaves, vaso con agua (con protector antiderrame), guía telefónica o páginas amarillas, porta incienso, etc. Era poco digno para un edificio tan culto, que de tener nombre, pudiera llamarse Bosque Dorado, Araguaney III, Mis encantos, Park Avenue o cualquier otro nombre de esos rimbombantes para hacer notar una nobleza inexistente. Pero, con o sin nombre, reflejar semejante desorden y un hacinamiento asfixiante era en gran parte su culpa. De hecho ha pensado seriamente en comprar otro edificio para darles una solución habitacional a todos. Es difícil, aunque parezca mentira, mantener a raya a tantos intrusos, por más que se esfuerce resulta imposible evitarlos, más aún cuando su ausencia es prolongada hasta recién entrada la noche. Quizás algún día tome cartas sobre el asunto.

PB

Clipper 5.2 conversaba afanosamente con un vecino muy excéntrico a considerar la manera tan colorida en que estaba vestido. Le decía en un español muy malo, propio de los nativos de lengua británica que con encomio se esfuerzan en dominar el español, que «no ser posible tolerante a estas cuadernos arriba», a lo que Los colores de los animales con voz infantil pero en perfecto español le corrigió: «No es posible tolerar a estos cuadernos arriba, o encima». «Thanks, ggrrracias». Contestó el gringo. Cada una de sus letras se destacaba llamativamente gracias a la tapa dura de amarillo pollito, desde la “L” en verde montaña hasta la “S” en azul rey. Su apellido era TodoLibro.

Seguían conversando sobre la situación del edificio, del hacinamiento y esas cosas, del mal estado de las áreas comunes y de la necesidad de construir un ascensor, pero llegó un momento en que no se escuchaban entre sí porque a escasos metros Sustos, Animales del bosque y En la jungla súper pop-up, tenían un relajo armado y correteaban como si fueran niños. Jungla se dio cuenta de que a Sustos le daban miedo los cocodrilos, y en lo que éste se descuidaba se abría de par en par justo en la mitad para mostrarle el lagarto despegable que levantaba la cola y abría sus fauces. A su vez Sustos le enseñaba un Drácula con cara amigable que se la caían los pantalones, lo cual les resultaba divertidísimo a todos, incluso a los señores que estaban más allá: Mister Cobol, Hardvard Graphics 3 y Don Administración. Ese último según dicen, es de linaje noble, de los McGraw Hills tan aristócratas y reconocidos por ser una especie de exclusivos sibaritas. No le gustaba que lo trataran con tanta formalidad, era astuto y muy certero en sus comentarios administrativos, sobre todo con los que tenían que ver con el pago del condominio mensual, lo cual era fundamental para cancelar deudas, mantener los servicios al día, pagarle a la conserje, entre otros compromisos. Prefería que lo llamaran Admon, lo cual lo relajaba y lo hacía sentir más humilde y cercano al grupo. Admon peleaba todos los meses con un vecino del piso 4 que se lo pasaba fingiendo demencia para no pagar –al final lo hacía- pero ponía de cabezas al pobre Admon, de mal humor. Elogio de la locura era su espina en el costado. Cuando se encontraban por los pasillos hablaban amenamente y Admon le prestaba mucha atención porque lo consideraba muy inteligente, un especie de filósofo perdido de siglos pasados y traído por los pelos a un presente cada vez más vacuo y pletórico de vanidad. Claro, estas amenas conversaciones eran siempre a mitad de mes, cuando ya se había solapado en el tiempo la persecución del mes anterior para que se pusiera al día con sus cuentas. Una vez Admon le increpaba con carácter: «Elogio, no me has pagado, déjate de vainas y no me engañes» A lo que este le refutó «“La ficción y el engaño son los que mantienen la atención de los espectadores”, claro que te pagué». Esto era todos los meses, todos los años, incluso para pagos especiales por algún evento extraordinario, que si el día del niño, el día de la madre (este día las madres trabajaban más de lo normal), día del padre y hasta misas que celebraban en honor a los muertos -irónicamente en el salón de fiestas. Una vez celebraron una misa con gran respeto, la cual la oficiaba la monja de siempre, la cual era abordada por todos los inquilinos para recibir la bendición: «Hermana Biblia, hermana Biblia, écheme la bendición». Le decían con fervor todos los recién transformados beatos. En la última misa, montada en un púlpito inexistente y después de una pequeña intervención de El evangelio de Jesucristo, la madre Biblia había recibido de la conserje el parte policial muy bien conservado por la junta de condominio, en donde tristemente aparecían algunos de los occisos que fueron víctimas de aquel terrible suceso en donde un enjambre de polillas acabó con muchas historias y miles de hojas. Recordando a los caídos todos se pusieron de pie: «Por las almas de Don Quijote (del cual sólo quedaron las tapas duras forradas de cuero), Humor y amor, Paradiso, El túnel, La Ilíada, Rajatabla, La tercera Ola, Las Flores del Mal, Los cuatro cuartetos y muchos otros más que no menciono porque el tiempo apremia», resaltó la madre Biblia. Era curioso ver la cara de sueño que tenían algunos vecinos, evidenciando una modorra incontenible bostezo tras bostezo. A Sistemas operativos y a Aritmética se les cerraban los ojos solos (a nadie les caían bien pero todos tenían que tratarlos); Cálculo e Introducción al teatro a pesar de sus diferencias, conversaron un buen rato pero luego el silencio reinó entre ellos dándole paso a una lentitud pasmosa de sus respectivas respiraciones para no parar de bostezar en todo momento.

Él continuaba sentado en el sofá, absorto gracias a las conversaciones que llegaban a sus oídos. En medio de la oscuridad vio que su hijo se dirigía al cuarto de sus padres en el típico andar para evitar que la pequeña vejiga se descargue antes de tiempo. Tuvo que prestarle la ayuda, más que física, moral, del apoyo psicológico para restarle pavor a la noche. Tiró lentamente de la palanca del inodoro pretendiendo reducir el correr del agua por la cañería, para disimular ese ruido que anuncia la descarga total de su contenido. Temía que cada ruido por mínimo que fuera alertara a los vecinos, con lo que llegaría a su final la misteriosa reunión de inquilinos y propietarios.

Piso 1

El variopinto edificio estaba habitado por los seres más extraños y disímiles que pudieran hallarse en residencia alguna. Las quejas que manifestaron en la reunión, las más cercanas entre paredes de cartón-piedra, tenían que ver con el escándalo que armaban algunos de ellos con su música a todo volumen. Era la norma ya aceptada que los viernes podían desatar sus rumbas hasta la una de la madrugada, pero después de esa hora el nivel de ruido debía bajar considerablemente. Y es que estos dos señores en más de una ocasión olvidaban la ley y les daba igual que fuera cualquier día de la semana. A Concierto Barroco le daba por colocar música de Albinoni para respirar tras sus notas, sus trecillos, síncopas y anacruzas, la majestuosidad de sonidos cada vez más olvidados en el tiempo. Por su parte, y como en un constante pique musical, que al fin de cuentas era lo que atormentaba al edificio y en especial a los del piso uno, Salsa, sabor y control quería amenizar el silencio con música -como dicen por ahí- “cabilla”. A Cien años de boleros no le importaba mucho porque sabía que él en parte era cómplice de que esa música existiera y a El vínculo es la salsa, mucho menos. Armaban el bonche sin más ni más y terminaban Bailando en la casa del trompo. Una jaqueca infernal se apoderaba de Buenas y malas palabras, (éste tenía su jujú con Sabor y saber de la lengua) no tanto por la música, sino porque a través de su ventana se colaban las temibles obscenidades que calcinaban por completo las ilegales actividades de una vecina del mismo piso. Todos hablaban mal de ella, sobre todo las mujeres. Los hombres también lo hacían hipócritamente en presencia de sus cónyuges, pero a sus espaldas, Kamasutra terminaba siendo la más deseada.

Lo cierto es que de levantar las repetitivas quejas por la música a todo volumen, terminan cuchicheando sobre los andares de la ocupada meretriz. «Y qué carajo importa. Ella puede hacer con su vida lo que quiera», terminaba increpando Harry Haller, mejor conocido en la urbanización como El lobo estepario. Claro, a pesar de que ya estaban separados, éste terminaba molesto pues fueron muchos años de amores, hasta que se atravesó en su camino Armanda, quien terminó siendo su gran amor. Y como son las cosas de la vida, quién iba a decir que entre estos dos seres tan extraños y entregados al bajo mundo, iba a nacer una niña extraordinaria, correcta, la mejor de su clase: Ana Isabel una niña decente. En las pocas veces que se reunían en casa, su madre y sus dos mejores amigos Manual ilustrado de terapia sexual y El tao del amor y el sexo, se entregaban a conversaciones muy distintas a las que pudieran demostrar sus dotes carnales, así la niña no tendría ni la más mínima posibilidad de enterarse de nada extraño. Para ello también su madre le hacía un estricto seguimiento a las páginas que visitaba por Internet.

Habían muchos más vecinos en este primer piso, pero pasaban muy bajo perfil por la naturaleza propia de sus orígenes. La culpa es de la vaca era apacible y siempre mediaba en medio de las trifulcas; Esperando a Godot no le paraba mucho a las reuniones pero cuando intervenía, terminaba divagando en frases inexplicables que los vecinos en son de broma le decían «no aclares que oscureces». También estaban un par de viejos españoles, unos verdaderos bonachones. De esos que por más de los cincuenta años en el país nunca se alejan de su ibérico acento: Mio Cid y Buen amor.

A éstos lo que más les preocupaba o les molestaba, era saber quién diablos era el pillo del edificio: «joder, nunca falta uno», decían. Su principal pasión era grafitear las blancas paredes recién pintadas, las mismas que con pintura fresca sellaban su último arte urbano. También se le culpaba de algunos robos perpetrados en el sótano del edificio sobre los vehículos allí apostados. Sin embargo, un día agarraron con las manos en la masa a Duino, que con sus elegías había terminado de incorporar a la pared del estacionamiento su último presagio: “Cristo viene en moto y viene arrecho”, así que lo de los robos seguía en el misterio, ya que no hubo más graffitis, pero lo otro persistía. En varias ocasiones la conserje, La Fanfarlo, se tenía que dar -a parte de la tarea de recoger los vidrios- a la penosa obligación de indicarle al vecino perjudicado de turno «le robaron su carro», pero no había prueba de que la joyita del edificio estuviera involucrado en el asunto. «Es que seguro que es él» decía ella. Y en las reuniones de condominio todo el mundo daba su candidato, algunos en voz baja para no involucrarse mucho y otros a todo gañote hacían rugir su nombre. Sostiene Pereira decía que «ese tipo no tiene pinta de andar en eso, dejen a ese Lobo quieto», alegaba un viejo periodista retirado al que todos le prestaban atención. «Piensa mal y acertarás» le replicaba La Fanfarlo, única conserje en la historia urbanística de ciudad alguna que vivía en un piso 4.

Volvió a postrarse en el sofá -que ya se le antojaba incómodo- después de que dejó a su hijo nuevamente en la cama. La mala costumbre de la TV encendida en un canal infantil para que los fantasmas y monstruos no acudieran a su lado, siguió presente. Sin volumen, sólo las imágenes de alguna serie entremezclada con comerciales de juguetes argentinos y colombianos, tenían la venia de saltarle a los ojitos castaños que a veces se antojaban verdosos. Acomodó tres cojines a lo largo del sofá y se puso cómodo –al menos trató. Tomó papel y lápiz (realmente fue un bolígrafo de tinta azul) y garabateó algunos versos escuetos que no culminaron en nada, ni siquiera en una estrofa con rima asonante, así que prefirió seguir a hurtadillas, silente, como participante anónimo de aquel reino de papel dicharachero y parlante.

Piso 2

El segundo piso era uno de los más hacinados. Quizás por la cercanía a la Planta Baja, obviando un primer piso más cómodo en este sentido, pero perjudicado por las farras constantes del salón de fiestas del cual era techo, era que estaba sobre poblado este nivel. Por algo los vecinos de este piso eran –en su mayoría- más gorditos a diferencia de los del quinto piso que eran atléticos. En una residencia en donde el ascensor vive en eterna reparación y mantenimiento, había que echarle pierna hasta arriba. Una de las familias más extensas de todo el conjunto residencial vivía allí, era de origen francés y si de algo podían sentirse orgullosos sus padres, es que cada uno de sus hijos había alcanzado grado universitario. Todos eran profesores, que si de inglés, que si de gramática y lexicografía; otros de español esencial y uno en particular se había especializado en antonimia y sinonimia. La familia Larousse siempre andaba arregladita y corrigiendo a todo el mundo, con lo que sumaron y restaron amigos. Bien se dijo al principio que la arrogancia se torna en crueldad en casos como este.

En plena reunión levantó la mano la señora Cecilia Valdés para intervenir, protuberante, gorda, con su piel tiznada y agradable manera de hablar, «cantaíto», decía Juan Salvador Gaviota Dijo, y luego trató de incorporar a otro vecino: «No te parece Divina Comedia?» A lo que ésta contestó «Certo». Doña Cecilia alborotó el avispero más de lo que ya estaba. El barullo iba en aumento y los niños continuaban correteando en el salón. «Señores vamos a conservar la calma, hay vecinos que aún no han intervenido y es importante que todos, o casi todos, participen» Dijo Admon. quien estaba sentado a su lado: «Lo mejol que podemo hacé, es mudarnos, eh!, pohque a este paso, caballeros, esto se volverá un infielno»

Aprovechando la repentina crecida de decibeles un señor algo rechoncho y gordo soltó una tos atronadora para camuflarla entre la bulla, pero fue tal el flemático estruendo que todos hicieron silencio y giraron sus cabezas para ver quién era. «La amigdalitis de Tarzán lo está matando hombre, a ver si se toma algo», le dijo La enfermedad, a lo que aquel le replicó: «Tú tampoco te ves muy bien que digamos». Este breve cruce de palabras bastó para que el ambiente se encrespara un poco y aumentara la tensión. Todos se habían dispersado del tema que los motivó a reunirse allí a tales horas. Los hacinados ya comenzaban exigir un poco de respecto hacia ellos, porque en todo caso, los que tendrían que mudarse eran éstos, aunque les acompañaría la fortuna de estrenar edificio. Entre ellos estaban El alquimista, El mar profundo, Después Caracas, El cuento número trece, El peregrino de Compostela; Miedo, pudor y deleite, Andariego y Pedro Páramo, Once minutos y Latidos de Caracas, Mentiras históricas comúnmente creídas, Casas muertas y Oficina Nro. 1

Admon tomó nuevamente la palabra para tratar de canalizar las malas vibraciones. Descubre a tus ángeles le había recomendado que dejara fluir las energías para que cada cual mostrara su propio yo y de esta manera hallaría el mejor camino para interpelarlos. «Vamos a conversar con el vigilante del edificio a ver qué podemos hacer, tengan un poco de paciencia». Mientras iba diciendo estas palabras ya se le había colocado a sus espaldas un viejito taciturno que nunca se metía con nadie, de mirada triste pero con una manera de expresarse superior a la de muchos allí presentes: «Yo había concebido la resolución de salir voluntariamente de la vida al notar los síntomas del tedio, al sentir las trabas y cadencias de la vejez, y esta vieja loca con su cuento de ángeles, no hace más que acelerar en mí ese deseo». Le dijo quedo al oído Ramos Sucre con su obra poética a cuestas.

Piso 3

Cómo llegó la noche intervino de una manera contundente. A su coterránea Cecilia Valdés le brillaban los ojos cuando éste hablaba. En el fondo sentía una lástima inmensa por todas las cosas que había vivido en su isla querida. Para él ese hacinamiento era un paraíso, mil veces preferible al que había vivido tantos años atrás. Era tal la devoción de Ceci hacia él que quería mudarse del piso 2 al piso 3, incluso llegó a asomarle a Repertorio Poético la idea de este cambalache, pero Luís Edgardo Ramírez –que era su seudónimo- le dijo: «Qué va mi doña, yo no me calo ese aglomeramiento que tienen ustedes allá abajo». Acto seguido en su memoria afloró la frase que más veces ha entonado en su vida: «Come miehda». Éste le lanzó una mirada inquisidora como dándole a entender que le leyó el pensamiento, como si por arte de magia y en fracciones de segundos hubiera estado en las neuronas precisas en donde brillaron por su ausencia de elegancia estas dos palabras. A Cecilia Valdés no se le ocurrió mayor sandez que decirle: «Repertorio, es que Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus».

De pronto la atención de todos fue captada por un grato olor, mezcla de romero y azafrán, o quizás de jengibre y miel amortiguados con hojas de mejorana. El olor llegaba hasta el salón de fiesta en donde estaban reunidos. «Este señor tiene una sazón maravillosa, se me hace agua la boca» decía siempre desde su balcón Inventario Uno, el cual compartía el alquiler con su hermano Inventario dos. A veces cuando ya el olorcito de asado negro o de pernil navideño relleno le estimulaba al máximo los sensores olfativos, éste le gritaba: «Mi cocina, guárdame algo». A los hermanos Inventarios los tenían por viejos verdes. Algunos decían que no podían ver un palo de escoba porque al ataque se iban con sus románticos poemas para enternecer hasta el talante más árido e hirsuto. Una vez tuvieron un altercado con un vecino que entre buscando un recibo de pago que constatara que ya había liquidado su cuota correspondiente del mes, puesto que le estaban cobrando otra vez, halló un poema que leyó detenidamente. Al final de su lectura dando paso textual al primer pensamiento que en ese momento se le ocurrió, dijo en voz alta: «!¿Qué vaina es esta?!». Claro, si Modelo Macroeconómico nunca en su vida le había dedicado poema alguno a su mujer, realmente a ninguna de las que pasaron por su vida, aquello de Táctica y estrategia iba más allá de un gesto amistoso. El mundo de Sofía entró en pánico cuando su marido le reclamaba sobre aquel poema. No podía mirarle a los ojos directamente, hacerlo pudiera reflejar su estrofa favorita de aquel poema que era una herramienta infalible para dar paso al amor; proyectar aquellos versos que remataban cual flecha envenenada de frenesí: “Mi estrategia es / que un día cualquiera / no sé cómo, ni sé / con qué pretexto / por fin me necesites”. Lo suyo eran las curvas IS, deflación e inflación, oferta y demanda, PIB y recesiones. Esas palabras combinadas magistralmente le herían su honor, le pegaban en su hombría. Acto seguido salió en aquella ocasión como una tromba, le tocó a la puerta y después de los insultos pertinentes como si se trataran de un “mucho gusto”, comenzaron a discutir mientras las manos féminas como de costumbre, separaban el rabioso encuentro, una mano en el pecho de su marido y otra mano en el pecho del arriesgado poeta.

En plena reunión se cruzaban miradas retadoras y El mundo de Sofía no decía ni “Ñe”, no porque se sintiera culpable, distaba muy lejos de albergar esa emoción, sino por evitar que armaran un espectáculo delante de todo el mundo. Aquella vez fue sólo en su piso, pero de repetirse el ataja perros, serían testigos todos los vecinos allí congregados. Detrás de ellos estaban sentados La casa de la presencia y Obras Completas. Pudiera decirse que estos señores eran los más respetables de toda la urbanización. Nunca se ponían de acuerdo para visitarse, pero cuando se tropezaban en el camino por casualidad, se instalaban a charlar sobre teoría literaria, poesía y narrativa. Podían pasar horas en aquel seminario improvisado: «Jorgito, qué ondas». A lo que aquel le respondía como para dar inicio al debate: «Pibe, yo soy el único espectador de esta calle; si dejara de verla moriría, y vos sos el único con el cual me entiendo».

Continuaba allí sentado. Parecía un inmenso bocado devorado por los cojines. Hundido entre la oscuridad y los versos que nunca saltaron a la luz. En el piso, al lado del sofá, había dejado la pequeña libreta que en muchas ocasiones fue testigo de palabras bien izadas en algún sentido poético. Hubo sed, tal vez algo de gula para acompañarse en aquel breve instante que se antojó cuento. Su mirada auscultaba el edificio en toda su dimensión, desde la planta baja hasta el piso 5 -o como le llamaban arrogantemente sus propios inquilinos: “Pent House”- como tratando de hallar alguna patología, algún síntoma que pudiera remitirlo a un milagroso récipe para solventar el caos, el desorden, ese mismo del cual él era el culpable.

Piso 4

El bullicio iba y venia en la reunión de inquilinos y propietarios. Unos callaban, otros seguían hablando furtivamente del tema principal; algunos preferían hablar de los resultados del fútbol y los más solitarios, asentían o negaban lo que Admon decía: «Bueno bueno bueno…vamos a calmarnos porque si no, no nos entenderemos». A pesar de que él era el presidente de la junta de condominio, habían varios vecinos que tenían dotes de líderes y procuraban hacerse notar interrumpiéndolo sin pedir derecho a palabra: «los hacinados deberían buscar a dónde irse mientras se soluciona el problema». No se le pudo ocurrir otra cosa –pensó Admon. Ese maldito yo hizo desatar nuevamente el humor de los vecinos afectados y la vergüenza ajena de los “no” afectados. «Claro, como no eres tú el del problema». Dijo altanera y malhumorada Anatomía de la crítica, quien era una de las vecinas más afectadas dada su corpulencia. Vivía en el piso 4, pero a veces cuando la conserje intentaba mediar con algún orden improvisado, pasaba las noches en el piso 3 y a veces en el Pent House en casa de algún vecino.

«Ese viejo amargado no hace más que joder, que se vaya para la miehda de una puñetera vez». «Tranquila Cecilia, tranquila». Le decía Admon.

El viejo anacoreta no le hablaba a nadie, a penas cruzaba algunas palabras con su hermana La tentación de existir. Esto decían los vecinos del Piso 4. La única vez que se le veía y se le escuchaban algunas palabras era en esas reuniones. Lo poco que decía bastaba para alborotar el avispero, tal como acababa de hacer en su última intervención. El viejo loco, como le llamaban algunos niños, epíteto que se extendía hasta los padres para referirse a él, también ha tenido sus encontronazos: «Niños, no le digan así a Ese maldito yo, respeten». No entendían por qué era preferible llamarlo por su nombre cuando el apodo les resultaba menos pesado. Lo cierto es que terminaba siendo el “viejo loco” en las conversaciones de los adultos.

Uno de los desafortunados encuentros los tuvo con Maldo, así le decían todos a Los cantos de Maldoror. En aquella ocasión se insultaban, se gritaban, nunca se intentaron golpear eso sí. Fue como una guerra para demostrar quien era el rey de la misantropía. Los alaridos despertaron a todo el mundo, en especial a los mismos vecinos del piso 4. Asomó su cabeza por la puerta Historia mundial del teatro, también hizo lo propio el joven Harry Potter y varias Sopa de pollo, que siempre hacía el papel de apaga fuego en el lugar que le tocó vivir. Sabía que estaba fuera de lugar, pero así es el problema habitacional, hay que arroparse hasta donde llegue la sábana o alcance la cobija.

A nadie le gustaba subir por el motivo que fuera a aquel lugar. Todo el mundo le decía al piso 4 el “triángulo de las Bermudas”. Que ni puestos de acuerdo, se hubieran juntado tantos inquilinos extraños, excéntricos, medio locos o amargados, en un solo lugar. Admon suele pensar que es “Gente que necesita terapia”. A parte de los ya mencionados, también vivían allí La Fanfarlo, Pequeños poemas en prosa (su hermana Las flores del mal vivía con ella hasta el día del terrible atentado de las polillas), Los elíxires del diablo, Una temporada en el infierno, El lobo estepario (que antes de su separación vivía en el piso 1) y un señor que le va muy bien en el negocio de la bisutería, él es todo místico y espiritual: El señor de los anillos, se llama. Claro, todos pagan justos por pecadores, puesto que por este pequeño grupo de vecinos, todos los demás entran en el selecto grupo triangular, aunque sus esencias sean distintas a la de estos iracundos vecinos: Como una orilla vive en su propio mundo y le hace caso omiso a cualquier incidente que pudiera presentarse. Admon le preguntó qué opinaba de todo lo conversado y este le dijo para dejarlo alelado y sin comprensión alguna: «Palabra es aquella tórtola / Desgarradura aquel barranco»; «Definitivo, Gente que necesita terapia» pensó. Lo mismo resulta de La isla del tesoro y Los papeles de Aspern, que prefieren conversar sobre algún articulista que haya publicado algo interesante en la prensa del día.

Mientras éstos seguían analizando la prensa se oía a toda voz «para mí es El lobo, es El lobo». Algunos aprovecharon en dar como culpable al estepario considerando que no había durado mucho en la reunión, puesto que a la primera de cambio se había molestado por los comentarios que hicieran sobre Kamasutra y decidió largarse, pero antes no pudo dejar de sentenciar: «Soy una bestia descarriada en un mundo que me es extraño e incomprensible, así que me largo y sigan con su cháchara de siempre».

Ya comenzaba a hacer planes de compra. Se sentía reconfortado por el hecho de saberse capaz de adquirir un nuevo edificio, quizás de más pisos en donde todos pudieran vivir felices y para siempre. Quizás no tan “felices” pero sí eternamente o hasta que venga una mudanza o suceda una nueva arremetida de polillas que deje a su paso más occisos de papel. Se levantó, caminó un poco por la sala, se asomó a la ventana, respiró profundo y sonrió levemente como disfrutando de la soledad inerme y de un silencio que se presta para todo, en especial para oír reuniones clandestinas que pudieran terminar en lemurias.

Piso 5 (o Pent House)

Los vecinos de este piso eran todos de gran altura, a excepción de Esplendor y miserias de las cortesanas, Eugenia Grandet y La balada del bajista. De resto, todos los demás eran largos, estirados, más que por alusión a su tamaño, a su manera de ser y de concebir el mundo como un todo que cabe en varios tomos. Enciclopedia Espasa Calpe siempre le daba respuesta a todo, como si el llevarse bien entre unos y otros fuera cuestión de concepto, de significado y significante. Nunca pudo entender –a pesar de su evidente dominio de infinidad de temas- por qué no llegaban a un acuerdo que les permitiera no continuar con las reuniones de condominio, en especial esa última que se estaba celebrando mucho más temprano que las veces anteriores. Las trillizas IESA, encopetadas como de costumbre y con su eclecticismo habitual, le comentaron a Admon que «es cuestión de que nos pongamos de acuerdo». «¿Y qué sugieren?» preguntó Admon: «Hacer una redistribución de los vecinos de acuerdo a su tamaño y volumen para que todos quepan, claro eso sí, nosotras nos quedamos en el Pent House». Las trillizas captaron la atención de todos los vecinos, de los distraídos, de los que se estaban quedando dormidos y hasta de Cecilia Valdés que seguía molestísima. En pleno encuentro saltó otro vecino del piso 5 haciendo un comentario que hizo estallar en risas a todos los presentes: «Mijas, con ese tamaño que tienen en dónde más iban a caber», dijo El gran Atlas de Venezuela. Ninguna de las trillizas se inmutó ante el chiste procurando mantener su prestancia y altivez. Además, ya lo conocían de sobra dado que siempre les salía con un chistecito de gallegos, portugués o borracho para caerles en gracia. Buen amor y Mío Cid gozaban un mundo con los chistes de gallegos. «Muy simpático. Cachicamo diciéndole a morrocoy conchúo, tú precisamente que te ocupas todo el “peache” acostado de punta a punta». Y las risas continuaron entre todos, sin reconcomios, sin resabios. Si de algo sabían las trillizas, a parte de sus PHdes en mercadeo, era mantener el equilibrio ante situaciones vergonzosas en donde se pudieran ver afectadas. «Alors, qu'es ce qu'on va faire?». «Este señor tiene toda la vida en el país y nada con el español, qué báhbaro…qué dijo?», preguntó Cecilia a lo que casi todos al unísono dijeron: «que QUÉ HACEMOS AHORA». Papa Goriot era de lo más simpático y todos le tenían un gran aprecio. Antes vivía en el piso 5 con sus hijas, pero con el pasar de los años, se le hacía muy forzado subir caminando por las escaleras hasta su apartamento, se le hacían eternas en el ascenso y resbaladizas en el descenso. Por ello vendió allá arriba -en la época de bonanza que posiblemente no vuelva- y compró abajo, para precisar mejor, en Planta Baja. Se pasaba las tardes jugando ajedrez con Mister Cobol, su vecino de al lado.

La reminiscencia del chiste de El gran Atlas de Venezuela quedó impregnado en el ambiente, lo que sin duda distendió un poco las malas caras, los chismorreos mal sanos, tan corrientes cuando todos los vecinos se reúnen para buscar soluciones. Gracias al ruido de tantas voces juntas andando y la concentración que mantenía cada cual con su interlocutor, hizo pasar desapercibido el retorno al salón de fiesta de El lobo estepario. Éste los veía a todos con cara de asombro, no por lo que hablaban, sino porque él mismo antes de marcharse un par de horas antes, fue testigo de la tensión reinante y allí estaban, conversando amenamente. Se limpió la garganta para llamar la atención. Carraspeó otra vez, con mayor fuerza y todos voltearon hacía él. Hágase el silencio. Silencio mortuorio. Minutos eternizados. Bocas que empezaron a abrirse en calidad de asombro. El Lobo tomaba con fuerza por la muñeca a un perfecto desconocido y luego dijo: «Mientras ustedes charlaban nos estaban robando en nuestras propias narices». El califa ladrón fue sorprendido in fraganti mientras trataba de desvalijar uno de los tantos vehículos que prestos a enfriar motores, aguardarían a un nuevo encendido en horas de la mañana. El maleante tenía su prontuario: se había escapado de Las mil y una noche, pero nunca pensó que aquella sería la noche en que volvería a donde nunca debió escapar.

Los vítores no se hicieron esperar. El Lobo ahora era un héroe. Un problema menos por resolver pero un vigilante que desde ese momento quedaba desempleado: «Y qué carajo hace entonces el vigilante», dijo Admon perdiendo la clase. El eterno problema de deshojar la margarita a la hora de contratar a un vigilante: se contrata o no se contrata. Sólo quedaba por resolver el asunto del hacinamiento, que al paso que iban, debía ser resuelto lo antes posible, bien sea por la adquisición de un nuevo inmueble o por la vía del exilio. El estepario se sintió un paladín de la justicia por primera vez y gracias a ello, punto a parte de su voraz apetito sexual, buscó entre los vecinos a Kamasutra como para celebrar y recordar viejos tiempos en nombre de una victoria que no era solo suya, sino de todo aquel que viviera en tan particular vademécum. Algunos de ellos le daban palmaditas en la espalda y la turgencia de su pecho le resultaba incontenible. Las zalamerías vecinales hasta ahora desconocidas para él, lo motivaban a intentarlo, a decirle lo que su pensamiento soez le dictaba en aquel breve instante de gloria: «¿Echamos uno mi Kama?». Frase que en aquellos tiempos de unión era la antesala a una copulación de antología, como bien decía la propia meretriz. «Qué descaro el tuyo chico, pobre Armanda. Dame la cuota de Ana Isabel es lo que tienes que hacer…».

Y con esa sentencia se desvaneció lo que pudo haber sido un buen broche de oro para El lobo estepario que de vez en cuando sale de su cueva. El salón de fiesta se fue desalojando y cada vecino fue cerrando sus puertas, ahora transformadas algunas en tapa suave y otras en tapa dura. Volvieron a su hacinamiento, a una promiscuidad rica en palabras que retumban en la noche.

Él, que de su conciencia ya se había servido un buen sorbo en el silencio, se prometió a sí mismo ordenar aquel caos a penas despuntara el sol. Como vigilante había quedado muy mal frente a todos los vecinos y el alegato de su ausencia no era suficiente para justificarse. Estaba de pie frente al edificio contando los bombillos que de a bandadas se fueron apagando. Resopló y quedó meditabundo buscando un obvio “por qué” de aquel desastre. «Mucha gente, mucha gente…» Pensó. En eso sintió unos ligeros pasos que se acercaban hacia él; oyó el trinar de la placa de su mascota que se sacudió al levantarse, la que pende de su collar de paseo, la que garantiza la vacuna antirrábica, la misma que dice el número de teléfono en caso de extravío. Amanecía y a la distancia, muy a lo lejos, sonaba algún motor buscando su destino. Volteó y de inmediato bajó su mirada. Estaban allí su mascota meneando la cola pidiendo su paseo mañanero y su hijo con un libro en la mano. Éste extendió sus dos bracitos hacia arriba sujetando el caleidoscópico libro cargado de cálidos colores y le dijo: «Papi, ¿me lees un cuento?» A lo que respondió: «Claro que sí hijo, claro que sí».



1 comentario:

Gizela dijo...

¿Qué te puedo decir?
Muy bueno..Felicidades
Un abrazo Gizz