(Los capítulos anteriores en el tag Neftalí Noguera Mora)
He dejado a Suecia en una mañana de verano, tan clara como aquella en que viese, por vez primera, su paisaje deslumbrante desde la ventanilla de un avión venezolano. Llegué por el aire y ahora he de alejarme desde la misma greda suave y acogedora del camino que conduce a la playa. Si al arribo, estuviera aún envuelto en el aire de Venezuela, ahora regreso, gozosamente prisionero, entre el color, el olor y el sabor de la tierra escandinava. El glorioso pabellón de las tres franjas y las siete estrellas, concebido en la mente de Miranda en estas tierras siempre viejas y siempre nuevas, tremola a las brisas frías del Báltico sobre la hermosa estructura de acero forjada en tierra sueca por las manos encallecidas de los rubios obreros del Golfo de Botnia. ¿Por qué no recordar en esta agua, propicias para la romántica alucinación, que sólo una vez antes las cruzó nuestra bandera, confundida entre los papeles de la chaqueta del Precursor Miranda, al regreso de Moscovia, cuando sus sueños apuntaban en crisálida sobre toda esa imponente y embriagante marejada de aventuras?
Quizás viajó también en los colores de la corbata y un poco en los del pelo, los ojos y la piel del poeta pálido y errante de Venezuela: Juan Antonio Pérez Bonalde. No sé cómo ni por qué lo hemos sentido tanto y tan cerca en este Escandinavia veraniega; pero allí en estos fresnos, arces, hayas, olmos y abedules, en las modulaciones del viento vagabundo y en la adorable sobriedad del color, están sus pasos y su poesía y la melodiosa soledad de su estro.
El barco es una forma de no irse. En sus pulidas maderas, olorosas aún a resinas de los bosques de Jamtlandia y Esmalandia se recoge la más penetrante esencia del maravilloso paisaje sueco. Lo he dejado en la mañana de ayer y todavía lo estoy viendo. Con el binóculo, distinguimos en una amable lejanía las verdes costas de Escania y de las islas de Gotlandia y Olandia. Sobre el verde veraniego, una suave bruma nórdica. Es el paisaje de Selma Lagerlof. Ahora, quiero describirlo, un poco a la distancia.
Cuando leímos en la adolescencia los libros de Selma, nuestra calenturienta imaginación tropical alcanzó a reconstruir románticas estampas de los lagos y praderas de Escania, de sencillos campesinos de Dalercarlia, de la vida de los pequeños burgueses y de las andanzas de la nobleza. La admirable penetración de la escritora, sumergida en el humus de su tierra, no defraudó nuestras lejanas recreaciones. Con diferencias, ligeras o profundas, que el tiempo y los cambios sociales han ido afinando, Suecia aún se mueve y palpita en aquellas páginas frescas y emocionantes.
Hombre y tierra conjugan un destino paralelo. A través de las hermosas campiñas de valles y praderas que recorren los trenes eléctricos Estocolmo-Malmo-Copenhague, Cristiandstad-Gotemburgo y Cristiandstad-Solvesburgo, el viajero puede admirar el paisaje más atractivo y alucinante que pueda imaginarse. En general,
El campo suramericano es hermoso, pero duro; la campiña escandinava, al par que sana y hermosa, es elementalmente dulce. Sobre las parcelas dispuestas para la siembra, o sobre el campo pleno de madurez que espera a las cosechadoras, la alegría toda del paisaje frutal parece desbordarse por las rosadas mejillas y la ancha sonrisa satisfecha y feliz de las muchachas campesinas. La tierra y los hombres han hecho de la sonrisa una gozosa liturgia irrenunciable. No vi hombre o mujer –anciano, adultos y niños- que regatearan su sonreír vegetal a los viajeros que pasábamos cortando los vientos campestres, acodados sobre las ventanas del tren. La más de las veces acompañaban la sonrisa con una alzar de brazos abiertos, como deseando bienestar recíproco.
Suecia logró, merced a su perfecta organización político-social y a su condición de país agrícola e industrial, en gran escala, liberarse del último conflicto europeo. Las grandes potencias beligerantes se abstuvieron de presionar fuertemente su entrada en la órbita de la guerra; la consideraron, primordialmente, como una zona de abastecimiento, que convenía conservar tranquila para granero de los pueblos combatientes. Fue una medida de unidad tácita ante la necesidad común. El pueblo sueco organizó su tiempo en tiempo de guerra, duplicó su poder de creatividad y su producción hasta conquistar el elevado tipo de vida que hoy tiene. No hay escasez ni hambre. El hombre de la ciudad y del campo dispone de todo lo inherente a sus necesidades y de recursos para satisfacerlas. Varones y hembras trabajan y los salarios son halagadoramente remunerados. La mujer goza de iguales derechos que el hombre y ejercita su vida en condiciones idénticas. Me interrogó una chica sueca, con gran curiosidad, sobre el ideal máximo que tenía una muchacha a su edad en Latinoamérica. Yo, sin mentirle, le aseguré que el amor, un amor. “No puede ser” –me interpeló- “Aquí es el trabajo”. Como me observase un tanto desconcertado, agregó: “El amor es lo natural y corriente. El trabajo es lo fundamental”. Tenía razón. Amor diario es la hidalga hospitalidad de aquel pueblo. Amor es su obsesión del diálogo con el extranjero. Amor es la hondura infinita del azul en los ojos ingenuos de los niños. Y amor, amor natural, inalterable, es la llama suave que prende en los ojos de sus mujeres cuando descubren al habitante de un lejano territorio cualquiera.
Un campo plácido y amoroso moldea a los hombres de la misma manera y, con mayor razón, en el caso del habitante sueco, artífice de la fisonomía de su tierra. Es obra, solamente, de la reciprocidad. Si se exceptúan los lagos, inalterables, que de igual manera presenciaron mudos las correrías de los vikingos, como la grandeza de Gustavo Vasa y las notables transformaciones actuales, debemos convenir en que ese maravilloso ropaje exterior del mundo escandinavo ha sido concebido por la mano del hombre. Elemento decorativo, insuperable, lo ha constituido el árbol. Un excelente compañero de tren, Adolfous Goldbeck, finlandés, enamorado de Suecia como de su patria original, observaba que en esa tierra los árboles son los mejores guardianes de la seguridad. Señalando, como quien corta el horizonte con la mano, hacia un promisorio bosque de hayas, añadía: “Son los mejores soldados de Suecia; verticales, guardan el porvenir de la patria en el día y en la noche y, cuando alguno cae derribado para levantar un hogar sueco, otro lo releva más decidido y hermoso”. Como la madera es la mayor fuente natural de explotación para el hombre, el árbol tiene un límite de vida. Un día aparece sobre el territorio pelado; va creciendo solícitamente cuidado. Otro día preside las ceremonias del viento y de las estaciones y la liturgia volandera de los pájaros. Al lado de uno, crecen otros más. La mano, que es árbitro de su destino, ordena la forma de la rumorosa comunidad. Jamás ha sacrificado en el decurso de varios siglos la armonía estética al interés económico. Las estrellas, círculos, triángulos, hileras o las líneas paralelas de pinos y epiceas son la más viva y primorosa decoración del paisaje. Elegantemente erguidas bajo los cielos claros o brumosos, las coníferas despiden los lentos días nórdicos y saludan la madrugada cargada de rocía y de brisas musicales. Provoca saludar de viva voz a los árboles, con el mismo respeto que a los hombres, en una tierra en la que ambos cumplen su destino con tanta precisión y responsabilidad. Robles, fresnos, arces, olmos hayas y abedules. Cada nombre es un poema antiguo y perfumado. El hombre sabe que son sus más nobles consecuentes compañeros en la armoniosa formación de
Cuando rehago estas notas de unas ligeras pinceladas de mi cartera de viajero, estoy frente al espectáculo de otra tierra. Vamos atravesando el canal de Kiel, que corta la península de Jutlandia en el norte de Alemania. Sobre la impresionante perspectiva de estas campiñas soledosas y tristes, en las que se destacan a la orilla del canal las viejas ciudades de Kiel, Levensau, Oldenau, Rensburgo y Brunswik, aún sacudidas por el fantasma de la destrucción; ciudades que retratan en el espejo de las aguas su tristeza incurable; sobre todo este panorama de miseria y desolación, voy erigiendo mentalmente una comparación con la naturaleza sueca. Aquí ya no sonríen desprevenidamente los adultos, las mujeres y los niños. La naturaleza adquiere el contorno triste de los rostros. El viento frío de la tarde germana abate indiferentemente las recogidas frondas de la gran avenida de Rengsburg y las cabelleras de las parejas meditabundas que recorren la playa o se sientan, casi espectrales, en las sórdidas piedras, frente al mudo crepúsculo rojizo. Aquí el árbol y el hombre se alejan hacia su oscuro destino, en opuestas direcciones. No inspiran en esta gris tarde veraniega la suave melancolía poética de Heiene ni la plenitud vital y diáfana de Goethe. Quizás hablaría mejor por este silencio de la piedra la iglesia de un antiguo cementerio aldeano, cuyas campanas herrumbrosas aún recuerdan a los hombres la hora decisiva de su destino terrestre. La hemos dejado a nuestras espaldas, a la orilla del camino solitario, en medio del desolado campo germano. Estas tierras fueron dulces, románticas y armoniosas. También tiene el hombre la culpa de su nuevo destino tenebroso.
Para reconocer, a vuelo de gaviota, la tierra escandinava, continuó guiándonos como en la adolescencia la sombra de Selma Lagerlof. Un arbolillo menudo, delgado y frágil, el asp o vide, nos hizo la impresión del preferido en el paisaje de la escritora. Crece en la orilla de los lagos, de los riachuelos y de los territorios húmedos. El viento de julio doblega sus tallos, como la ágil cintura de una campesina, al paso del viajero por los caminos suecos. Es una verde resonancia musical del saludo que envían desde las parcelas las exuberantes labriegas rosadas. ¿Y el ronn? Es el árbol amando de los pájaros de copas planas, hechas para la danza gorjeadora de las aves nórdicas. Madura con entrañable generosidad sus rojas frutas ácidas en el otoño para vida y goce de los policromos cantores del paisaje. En el otoño, los bosques de ronn improvisan con sus delicados visitantes las alboradas musicales del sur de Escandinavia. Yo he visto en una mañana de verano en los alrededores de Cristiandstand jugar a los niños entre un bosque de ronns, mientras arriba hacia el cielo de añil, los pájaros hacían el dúo matinal. En estas tierras, el hombre renace cada día por su armonía entre la vida y la naturaleza. La naturaleza ha influido profundamente al hombre en Suecia, como en los otros países escandinavos. Las estaciones hacen de él, más que en alguna otra parte de Europa, su dócil instrumento. El otoño elabora la somnolencia y la meditación. La primavera y el verano, la antesala conmovida del invierno. Este es para el escandinavo la plenitud del año.
Ambicionan, como una meta irreal, los días del sky, de la nieve y del frío. Y se preparan ritualmente para recibirlos. En el verano desconcierta la voracidad con que se lanzan hacia las playas, los muchachos, las chicas, los niños, los adultos y los ancianos suecos. El desfile de las bicicletas en las mañanas y tardes casi marca la extensión de las rutas entre las ciudades y la playa. Es espectáculo grandioso el paso de las madres jóvenes, con uno o dos niñitos rubios colocados en primorosas cestas de mimbres sobre la parte posterior de los rápidos vehículos, a quienes el viento hace flamear la cabellera al unísono con el ondular de los trigales de las vecinas sementeras. O el de centenares de encantadoras chicas, ligeramente cubiertas con sus cotas de tul y pantalones cortos de variados colores, quienes traspasan el aire como una flecha, con sus sencillos equipajes de sol y de mar. No les mueve otra prisa ni otra ambición además de la de llegar pronto a hundirse en el tibio lecho de las menudas arenas escandinavas. Es un hambre voraz de sol la que subyuga a estas gentes en los días de verano. Su piel se abre como una esponja para absorber los rayos purificadores con los que han de acompañarse hasta las entradas del invierno. Si el llanero, como aseguran en Venezuela, nace a caballo, el sueco nace en bicicleta. En este país el deporte es un hábito colectivo que ha formado un pueblo fuerte, hermoso y optimista, con una desbordada embriaguez de vida. Lo demuestra el hecho de que las playas, los parques y los restaurantes son el lugar preferido de cita para los suecos.
El llamado permanente de la naturaleza al hombre se advierte hasta en las ciudades. En éstas, el bosque llega al patio de las casas. La suma de características se advierte en su admirable composición en Estocolmo. La parte central de la ciudad y los barrios alternan en el paisaje con los lagos, los canales y las arboledas. Vista desde el avión, la “Venecia del Norte” produce la sensación de una campiña idílica en la que pugnan por sobresalir el agua, la fronda y los rojos techos triangulares. Sería imposible determinar si se trata de una ciudad en el bosque o de un bosque hundido en el mar o de unos escuadrones de azules aguas mansas en marcha hacia los jardines esplendorosos de la primavera o el verano. El espectáculo se repite, igualmente, en casi todos los pueblos de Suecia, la tierra amada por la naturaleza. Guardando la belleza de los pequeños lagos, como una vanguardia del paisaje –verdes soldados rumorosos- el viajero no se cansa de admirar las simétricas formaciones de claros abedules. Sobre los techos de las mansiones señoriales o de las casa obreras, las brisas y los vientos nórdicos siempre mantendrán el ritmo de una vida que toma sus mejores notas de los más subidos tonos de la naturaleza.
Hay más antiguos testigos de la vida y pasión, dulce pasión de Suecia. Uno de ellos es la piedra que allá tiene todo su valor, en cuanto constituye materia de inmortalidad. Piedra sembrada en las calles de las viejas ciudades, clavada por el hombre, quien siembre en cada martillazo un recuerdo y una edad. Por ella y para ella, se alzan sobre las tímidas colinas escandinavas los viejos castillos sabios, habitados por aquellas primorosas consejas, que recogiera de la tradición sueca el genio de Selma Lagerlof. Por la piedra, puede decir su signo y su sino a los habitantes de Vestrogocia la torre de la iglesia de Skorstorp, que, sin sentir el paso de los siglos, señala con la misma abnegación del principio el minuto de la oración, del deber, del sueño y de la vigilia.
Hemos llegado y estoma de regreso del paisaje de Selma. Para separar las antiguas heredades y ponerles linderos a los recuerdos, allá encontramos, como en la campiña andina de Venezuela, los cercados de piedra, llamados gardsgards. Pareciera como si sólo tuviese derecho al sueño el que nació en su heredad cercada de piedras, que es como un mundo dentro del mundo corriente. Entre los gardsgards, bajo el conjuro misterioso de las brumas y las nieves, nacieron los personajes de los cuentos infantiles de Andersen y el adorable Papá Noel, precursor de ese otro buen viejo amigo de los niños nuestros, que responde al nombre de Tío Nicolás. Nuestros niños cuentan más de una generación encariñada con el mundo de Andersen. A nuestros mayores llegaba ya hondamente el arte extraordinario de Ibsen. A Selma Lagerlof la amamos como escritora y, si nos fuera posible tenerla en su ancianidad, los desheredados se la discutirían como la más adorable de las abuelitas. Nuestra tierra y la suya, tan lejanas y tan diferentes, son, en verdad, tan próximas y tan similares como si apenas se hubiera tendido entre las dos heredades uno de esos bucólicos y misteriosos gardsgards.
Mar del Norte, verano de 1946
(A bordo del “Nueva Esparta”).
1 comentario:
Sigo por aquí en el tercer capítulo
Bellísimo, me encanta.Vaya manera de describir, no sé si el termino existe, pero es ..poesía descriptiva
Un abrazo, Gizz
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