3 sept 2008

Sexto capítulo: Crepúsculo en el Canal de Kiel



(Los capítulos anteriores en el tag Neftalí Noguera Mora).

21 de julio de 1946. Las tres de la tarde. El Nueva Esparta se aproxima a la boca del Canal de Kiel. Ya, a la distancia, hemos querido sorprender de un solo vistazo, con el binóculo, el panorama de una tierra que, en los últimos años, se nos ha presentado más como una extraña y trágica leyenda que como un hecho real. Todos estamos sobrecogidos por la curiosidad. Desde el marinero de cubierta hasta el curtido capitán margariteño Pedro Evaristo Guerra, se preguntan qué será de la otrora arrogante y fiera Alemania.

-La gran Alemania –murmura con un dejo retrospectivo el Ingeniero Naval Nieves Navarro, -la Alemania de Bismarck de Heine, de Goethe, de Rilke –completo yo, con un sentido de reconstrucción histórica.

Tienen un acento dramático todas estas expresiones. Pareciera como si fuesen a estrellarse contra el silencio cómplice de los acantilados, contra la paz difunta de las colinas y los valles que nuestros ojos van identificando. Tenemos ante nuestras miradas, ante nuestra imaginación y ante nuestros juicios la tierra, la propia tierra alemana. Pero nada delata en sus contornos el tránsito de una fuerza destructora que de allí surgía hasta proyectarse hacia un mundo atemorizado. Silencio y soledad. Parece como si apenas hablasen los muertos en este atardecer alemán.

A las cuatro y diez minutos de la tardes, vemos venir en nuestra dirección un viejo bote de motor. Con precisión militar se detiene a un costado del barco. Por la escalerilla de popa, asciende un hombre de uniforme oscuro. Saluda militarmente, pero su saludo es casi automático. El kepis y el traje se ven sucios y raídos. Sube hasta el puente donde le espera el capitán. Tres de sus compañeros se empinan sobre la lancha para pedir a los tripulantes del “Nueva Esparta” cigarrillos y chocolate. El pelo y la barba descuidados, las ropas sucias y envejecidas, la mirada acentuadamente triste mezcla de dolor y de vergüenza, ofrecen el mismo espectáculo del compañero que ha venido a bordo. El práctico se queda con nosotros y sus camaradas enfilan el motor a la costa, después de verse complacidos. Son estos restos de hombres humildes y hasta amables los antiguos superhombres de la Europa de Hitler. Son estos marinos, envejecidos prematuramente en dos años de ocupación, los arrogantes y fieros lobos de mar de la Escuadra Alemana. Cuando los veo alejarse, me parece leer en su curvada humanidad la sensación de terror que les produce el retorno forzado a sus ruinas habitadas aún por el maldito fantasma de la destrucción. Al advertir la soledad circundante, el margariteño Nieves Navarro apunta lapidariamente: “Debiera escribirse sobre estos campos un inmenso anuncia que dijera al viajero: “Cementerio Alemán”.

Las cinco de la tarde. Estamos frente a la playa de la vieja ciudad de Kiel. Una inmensa columna blanca se empina hacia el cielo gris desde una colina que le sirve de pedestal: es el monumento levantado a los marinos de la escuadra Alemana, muertos en La Primera Guerra Mundial. Después de esta guerra, sirve para indicar a los alemanes de Kiel que es más trágica la perspectiva cuando un pueblo ve en estos monumentos la apoteosis de la muerte y la derrota. ¿Se prestará otra verde colina germana para pedestal de otro monumento que indique a las generaciones presentes y futuras que los sembradores de la muerte en el mar consiguieron también la tumba bajo las olas que quisieron hacer cómplices? Quizás la propia piedra no se resigne ahora a soportar el destino que la convierta en un trágico símbolo de barbarie.

Cuando nos hacemos estas reflexiones, la lancha del control inglés pasa casi rozando el costado izquierdo del barco. El piloto alemán que nos sirve de práctico empuña la enorme bocina del “Nueva Esparta” y hace irrupción sordamente: “Solvesburgo Antwerpen”. Desde el puente, no podemos menos de emocionarnos al observar la cara desconcertada que pone el oficial inglés, cuando lee en alta voz el nombre de La Guaira, inscrito en la popa y reconoce la bandera venezolana sobre el altivo mástil. Por la primera vez, sobre las aguas verde-oscuras del Mar del Norte, arcoirizan contra el crepúsculo el tricolor glorioso y las siete estrellas amadas. Y por la vez primera también, surca las aguas apacibles del Canal de Kiel y bate sus majestuosos costados sobre la tierra germana un navío de Venezuela, comandado y tripulado por hijos de la poética y marinera Margarita.

Kiel se nos presenta en este atardecer como un centinela avanzado de la vieja Alemania sobre el Mar del Norte. Testigo y escenario de cruentas luchas, de encuentros de razas y de pueblos, contra sus murallas se abatieron muchos de los esfuerzos recíprocos de absorcionismo de los estados nórdicos. La historia recuerda la llamada Paz de Kiel en 1814, cuando Bernardotte obligó a Dinamarca a ceder la nación noruega a la Corona de Suecia. Pero quizás el monumento más vivo y el testimonio más trágico del destino fatal de Kiel, que se ofrecen a las miradas del transeúnte adolorido, lo constituye el macabro hacinamiento de barcos y aviones destruidos a la entrada de la ciudad. ¡Cuántas agonías anónimas bajo las montañas de acero herrumbroso! Si se les pudiera prender fuego a la medianoche, la gigantesca pira infernal iluminaría con caracteres apocalípticos la terrible verdad de la Europa de posguerra. Miseria, desolación, desaliento, orfandad. Allá al frente de Kiel, como otra fortaleza de la muerte, se consume entre las ruinas Oldenau, con el sesenta por ciento de sus casas y edificios destruidos por las bombas. Las ciudades se miran y se comprenden, frente a frente, sin hablarse. La silueta de una mujer alemana, trajeada de verde, quien desde la playa nos persigue con su binóculo y los niños que juegan sobre las arenas de la ciudad destruida, entre risas y coloquios inconscientes, constituyen el desconcertante marco del crepúsculo sobre las puertas de la nación cencida. ¿Quién tiene la culpa de todo este panorama de miseria y desolación? Es la pregunta que todos nos hacemos. Alemania podría contestarla, si regresase desde el Anticristo a Cristo. De Nietzsche hasta Goethe. De Prusia a Weimar. Podrá contestarla cuando se eche a andar de nuevo el reloj de la torre roja de Kiel, detenido a las cuatro y media de un día de horror. Anduvo quinientos años; marcó el siglo de la civilización y el minuto de la barbarie. Y pudo más que la pátina, un pedazo de bomba extraviada hacia el rumbo de sus grandes agujas antiguas.

Nos hemos detenido una media hora en la primera esclusa del Canal. Tres niños rubios, menores de diez años, quienes sintieron el advenimiento de la razón entre la sinrazón de la metralla, miran hacia el puente y tienden las manos ansiosa hacia nosotros. Les hemos dado pan, chocolates, manzanas, peras. Observo que uno de ellos apenas sí acaricia la dorada envoltura del chocolate, como si se tratase de un terrón de oro. Preferiría, en su inocencia, guardarlo, para no llorar al día siguiente la ausencia indefinida del maravilloso hallazgo. ¿Cuándo volverá a probar chocolates, peras y manzanas? Es trágico el solo pensar que un niño deba, por la fuerza, formularse estas preguntas a su edad. Sus compañeros devoran ferozmente las provisiones, sentados sobre las piedras de la vía, porque la desnutrición no les permite estar largo tiempo de pies. El médico venezolano Roberto Martínez Herrera se hace tomar una fotografía al lado de un pequeñuelo; éste se coloca gustoso junto a su fugaz salvador. No han tenido tiempo los niños para sonreír, ni para jugar. El destino dramático los aprisiona y los absorbe en su fatal verdad. ¡Maldito Hitler! Es nuestro grito tremendo de reprobación.

El inmenso puente de Levensau, monstruosa estructura de acero de veintidós kilómetros de longitud, construido para el paso de los trenes por el quebrado territorio, nos sorprende momentáneamente y corre a perderse en el horizonte hacia el corazón Germania; él es –se nos antoja- una descomunal maqueta del espíritu alemán que primaba en los días del Tercer Reich.

En la escuela hemos tomado dos timoneles alemanes. Su apariencia exterior no supera a la de los otros teutones que hemos visto. Apenas logran establecer contacto con la oficialidad, inician un sondeo de confianza. No es difícil adivinar los fines de esta actitud. El capitán de guerra la despeja con una cajetilla de cigarrillos americanos que obsequia a cada uno. Al cabo de un rato, el mesonero nos informa que han saciado el hambre en el comedor de pasajeros y en el de popa. Yo les he visto apurar vorazmente la última miga de pan y la última gota de café. Todos se han reservado el trozo de carne frita de su ración, envuelto en un pedazo de periódico. Cuando les miramos sorprendidos, nos confiesan sin dificultad la verdad: es el presente extraordinario que llevan a sus hijos, quienes no prueban bocado de carne desde hace meses enteros. Todos piden frutas, para complemento y uno, el más viejo, un pantalón para sustituir el que carga encima.

El último práctico que sube a bordo del “Nueva Esparta” es el más alemán de todos los que he visto. Se llama Heinke Siemers y supera en juventud a los demás. Arrogante y fiero, conserva todos los rasgos característicos de los soldados nazis. Presa de gran nerviosidad, atraviesa el puente de lado a lado con mal disimulados pasos de ganso. A veces se detiene rígidamente, encoge y suelta los hombros y levanta la cerviz como con ira. Yo trato de insinuármele cordialmente para ver si modifica insensiblemente su actitud. Cuando le pregunto por Alemania, el rostro se le demuda y agarrándose las mejillas flácidas con ambas manos, mira a sus compañeros, mientras agrega: “¿Qué quiere que le diga? Que todos estamos flacos y sin fuerzas para hablar. Fíjese usted en mis compañeros. Esta es la Alemania de hoy. Maldito…!

Heinke es más orgulloso que sus camaradas. Si come, es porque le han traído los alimentos. Si fuma es porque le han obsequiado los cigarrillos. Pero no pide nada. Conserva aún intacta su fiereza. Durante la guerra hizo servicio oficial en la Escuadra Alemana en Noruega y Dinamarca. Mira con mal disimulado disgusto a sus compatriotas, cuando nos preguntan si hay mucha comida en América, si los niños están gordos y si la gente es feliz. Definitivamente Heinke es apenas un resignado, minado por odios y rencores profundos. ¿Habrá un Heinke Siemers en cada alemán?, es lo que me pregunto. Sería, no obstante, brutal, extender la interrogación a los niños, quienes musicalizan con sus voces y sus risas la tristeza vesperal, sentados sobre los estrechos muellecitos domésticos de las orillas del canal. O a los que nos extienden sus brazos delgados, entre mensajeros y suplicantes, al borde de la angosta vía marítima, para pedirnos tiernamente peras y manzanas.

Se aproximan las ocho de la noche. Hemos vivido en estas tres horas frías, impresionantes, todo un ciclo de dolorosa y cruda expectación. Al panorama simple de los hombres, al brusco choque con la brutal realidad del ambiente, sucede la ciudad: estamos entrando en Rensburg, antigua villa germana, dormida entre frondas rumorosas y tenues neblinas. Del lado izquierdo del canal, yendo desde Kiel, es espectáculo no puede ser más impresionante: viejas casas señoriales y musgosos castillos, hacia el cielo ni siquiera el humo de las chimeneas. No se perciben sobre los árboles de la interminable avenida de la ciudad a la orilla del Canal ni del ruido de un ala ni el canto de los pájaros. Arriba, contra el muro que mira al Este, sólo observo, con largos espacios, pequeños grupos de personas, silenciosas, graves, enlutadas, como las distinguiera en las calles de Flissingen la ciudad holandesa, que sirvió en la última guerra de tumba a setenta y cinco mil ingleses. Abajo, a lo largo de la Avenida de pinos, Rensburg apenas parece suspirar en las parejas solitarias, que, sentadas sobre las piedras enormes, miran alejarse las aguas del Canal con la misma desesperanza que erigen para despedir sus sueños de dicha hacia lo imposible. Rensburg parece meditar sobre el Canal y las aguas mansas son un libro abierto para las meditaciones cuando la tarde recorta sobre su cristalina superficie la silueta moribunda de sus palacios y de sus castillos, minados por la soledad espectral.

Son las nueve de la noche y apenas la luz diurna se va despidiendo. Heinke me señala la capilla de un cementerio aldeano, lejos de Rensburg, como una curiosidad del camino. Tiene tres siglos de existencia y su reloj continúa marcando el minuto fatal de los mortales. Me gustaría demorar parte de esta noche bajo su torre patinada, cubierta de finos musgos y de suaves enredaderas. Pero la sombra contra la visión. La última flecha roja del crepúsculo hace irradiar el grueso minutero, mientras que sobre los túmulos y las cruces descienden sombras tan densas y pesadas como las que parecen envolver el destino de la vieja Alemania.

RENSBURG (Alemania), FLISSINGEN (Holanda), Julio de 1946 a bordo del “Nueva Esparta”.

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