24 sept 2008

El abrazo de un libro


En varias ocasiones y en diversas épocas he escuchado frases como estas: “uno no busca las carreras, las carreras lo buscan a uno”, o “uno no busca el instrumento, el instrumento lo busca a uno”; y la más reciente ha sido: “uno no busca los libros, los libros lo buscan a uno”. Se me antoja divertido imaginar, hacerme la idea, de llegar a una librería y sentir el particular asedio de los libros queriendo irse con uno como si fueran mascotas; verlos mover la cola, retozar de alegría ante la factible posibilidad de que sean seleccionados, y luego con alguna de las solapas a manera de lengua, agradezcan la consideración que tuviste con ellos. Cuán de cierto hay en esto, usted amable lector que tomó parte de su tiempo para leerme entre miles, millones de opciones virtuales y físicas, considera que el criterio de selección ha sido suyo o por el contrario, han sido los silentes libros adoquinados en algún estante los que de manera secreta y misteriosa quienes lo han seleccionado a usted.

No estoy en contra de la simpática fantasía, pero piénselo en frío, todo este tiempo mientras usted juraba tener un criterio particular de lectura, en donde invirtió muchos minutos en una librería para seleccionar tal o cual libro, fue todo un enmascaramiento, una farsa, una burla, dado que ese libro que escogió aguardaba por usted. Sencillamente estaba esperando el momento a que lo tomara por el lomo y le hiciera la graciosa cosquilla con el lector de código de barras en la espalda para adentrarse en su biblioteca particular. Si esto fuera así, entonces seríamos lectores de diversas calañas y características, con atributos otorgados por ese cúmulo de hojas que se hacen llamar libros. Dirían: -este tiene pinta de ser un lector clásico; o un lector de ocasión, lector cursi, lector culto y un sin fin de variedades.

Estos entrañables amigos que nos acompañan en silencio con sus dádivas intelectuales, bien sea en la privacidad del hogar o en cualquier lugar que se nos antoje para leerlos, nos evaluarían de cabo a rabo para determinar si seríamos dignos de ellos, si tendríamos la capacidad suficiente para abordarlos y sacar de ellos el provecho que se suponen nos develan. ¿Se imagina siendo usted escogido por cualquier libro de Ciorán; o tal vez por un libro de Rómulo Gallegos, Borges, Octavio Paz o el propio Cervantes? Acerquémonos más a nuestro tiempo y a la maquinaria “bestselleriana” que implica muchos autores, ¿se imaginaría usted siendo seleccionado por Isabel Allende, la Mastreta o Paulo Coelho? ¿Qué cara pondría usted si en ese proceso de búsqueda que a muchos nos lleva a una dimensión desconocida hasta dar con lo que buscamos, pasamos de largo el anaquel en donde está lo que se quiere, digamos por ejemplo, un Fernando Paz Castillo o un Mariano Picón Salas y terminamos en (no “con”) un libro para Dummies o de algún libro -bien o mal llamado- de autoayuda?

No pretendo comparar ni desacreditar autores ni libros y mucho menos categorías, simplemente hago el terrible ejercicio de verme a mí mismo asediado por libros que no quiero, que no leo, que no leería jamás, en atención a la utópica idea de que no somos nosotros los seleccionadores sino por el contrario, los seleccionados. Valga decir entonces que he sido bien seleccionado últimamente por textos estupendos, y que en otras ocasiones, vilipendiado por libros que jamás me hubiera imaginado que me escogerían de entre tantos incautos lectores. Esto último sin duda, habla muy mal de mí. Pero, qué se le hace. Si los libros disfrutan de tan interesante autonomía es justo que nos sometan por el tiempo que dura la lectura, a esa silla eléctrica ficticia a la cual nunca imaginamos caer. Dicho de otra manera, hay que leer de todo, disfrazando con esta frase el incordio que implica ser electo por algún título -¿o un autor?- que no hubiéramos seleccionado ni por casualidad.

Cuando esto sucede, cuando el libro te atrapa –siguiendo con la onda fantástica- como si un par de brazos imaginarios te tomaran de espalda, o mejor aún, de frente como si el abrazo fuera consulto y aceptado por nosotros, dejamos entonces correr esa imaginería que nos lleva a creer que el libro nos escoge, como si dijera «Hey, tú, léeme», hecho que despierta la intimidad sublime entre el texto y el lector, como si nos estuvieran entregando un secreto místico, honrándonos por ser los dignos elegidos para descubrir lo que las líneas llevan oculto, tal vez en meses, en años o en siglos.

Somos cómplices entonces de esa ilusión, de la cual –insisto- no estoy en contra. Pero si nos pusiéramos mercantilistas, ¿sería un error imaginar que los libros nos escogerían en medida de nuestro bolsillo, de nuestro poder adquisitivo? Qué infamia decir semejante barbaridad sobre un objeto, sobre una cosa, sobre una entidad que está por encima de una simple transacción comercial, prestos a ofrecer todos los conocimientos que pudieran transmitirnos como corolario de un esfuerzo de selección de quienes pudieran ser sus lectores. Vaya insensatez. Pero nosotros tomamos venganza de ellos, sean buenos o sean malos libros, todos, absolutamente todos, terminan en una pequeña biblioteca particular, en un estante o armario de nuestras casas, sembrados allí quién sabe hasta cuándo para ser nuevamente re-leídos. Aquí nace otra pregunta: ¿releemos algún libro o somos nuevamente reelegidos por éstos? Piénselo, aquí la relación se hace más estrecha porque supone de por sí una selección previa de los libros que ya son de su propiedad. La única manera factible en que un libro no lo escoja usted, es que el mismo tenga un intermediario, como por ejemplo cuando alguien le obsequia uno. Allí muere esa fantasía, él no lo escogió a usted, fue esa persona quien lo hizo. Esto también supondría el engaño que implica para ese libro que cae en manos de un intermediario, que al fin de cuentas, no será su lector. Piénselo. Tal vez es por esta razón –y pasa con frecuencia- que le regalan libros que no se parecen en nada a usted sino a su comprador, pero por norma termina agradeciendo hipócritamente por ese texto que jamás hubiera comprado y que seguramente nunca leerá.

Sin embargo, nada más placentero –en mi caso- que recibir un libro como regalo, haciendo la salvedad de que se parezca a lo que leo. Me evita las insoslayables horas que pudiera perder en una librería discerniendo qué comprar o cuál de los libros allí expuestos como caimanes al sol, me elegiría. En todo caso, lo importante es dejarse abrazar por el libro, dejarse llevar palabra a palabra por cada paisaje, por cada historia, por cada reflexión que vinieran a ser las manos de esos brazos llenos de letras muy bien concatenadas. Déjese abrazar y abrácelo a él con su memoria, aunque decidan por usted.

3 comentarios:

MANDALAS POEMAS dijo...

Hola, un placer visitarte.Una muy buena combinación de las letras con las imagenes. Te invito muy cordialmente a mi blog: www.mandalaspoemas.blogspot.com

Desde Barranquilla, Colombia te envío un fuerte abrazo.

Víctor

manolito dijo...

creo q he estado un poco separado de tus entradas y de tus libros..perdón. de nuestros libros.
tienes razón en q un libro se parece a la persona q lo lee..más bien la persona se parece al libro q lee..
será q nos hacemos según los libros q leemos.
un abrazo.

Pupila dijo...

Esto que tratas pudiera parecer una ingenua fantasía, pero creo que abarca algo tan profundo y ontológico como el misterio sobre la existencia o no existencia de cierto destino. Me parece maravillosa y mágicamente ancestral esa idea que planteas de otorgarle espíritu a algo inanimado, creado por un alma que no se sabe hasta que punto se repite en su obra buscando multiplicarse a través del lector que escoge. Lo importante, como dices, es dejarse abrazar. Sentirse acompañado por ellos, sus letras, que pudieran venir desde laberintos similares a los de uno. Por necesidad de un acompañamiento (no cualquier acompañamiento) es que uno suele leer cosas que se parecen a uno. Recuerdo que en mi adolescencia, alguna vez me quisieron llevar a yn sicólogo (risas) y me regalaban libros de autoayuda (más risas). Entonces yo los empezaba a leer, pero nunca los terminaba, quizás por aburrimiento y por impotencia de no poder ser "tan feliz" como esos autores me exigían que fuera. Ahora recuerdo y me causa risa, pero lo cierto es que terminaba más infeliz de lo que estaba.
En cambio, sentirse acompañado por la lectura -sin exigencias- creo que se parece más a la felicidad.
Por esa necesidad y placer de leer, creo que toda lectura, por muy dolorosa, nihilista o fatalista que sea, en cierta forma termina siendo una auto ayuda. Suena cruel y terrible, pero así me parece.

También me parece que hay lecturas para todos y esas autoayudas pueden llegar a ser muy provechosas para muchos, al menos creo que eso es mejor que no leer nada, ¿no? :-)