1 feb 2008

Agua



Estaba agotado. Las piernas y las manos me imploraban un descanso, una tregua prolongada en horas, pero entendían que el brake iba a ser breve, aún había mucho por hacer. En mis años de rescatista no había pasado por algo semejante, quizás por mi falta de experiencia mis superiores siempre me asignaban labores más sencillas: rescatar a un gato trepado en un árbol, sacar a una pareja encerrada en un ascensor de un viejo edificio, alertar a una comunidad sobre una supuesta fuga de gas. Ciertamente situaciones manejables. Pero llegó ese día que jamás olvidaré, en donde todos tuvimos que acudir al rescate puesto que lo sucedido había sido una tragedia con dimensiones épicas. Todos, los novatos y los expertos, dimos lo mejor de nosotros mismos en nuestra noble y ahora difícil tarea. Hacía ya una semana que cayó el último aguacero, y el sol intenso en medio de un azul que encandila, engaña a la vista como diciendo «aquí no ha pasado nada», pero la realidad era otra. Me hallaba sentado entre los escombros de lo que algún día fue una inmensa casa en Los Corales, y pensé en ese momento que ojalá fuera de una familia muy adinerada, que sus cuartos se poblaran sólo en días festivos y en vacaciones, pues de lo contrario, sería una de las tantas familias –que en el mejor de los casos- quedaron sin nada, salvo con los latidos en sus corazones y un imborrable dolor en sus recuerdos.

Me había sentado con vista al mar para perder mi mirada en él y tratar de olvidarme por algunos minutos de la dantesca historia que pudiera contar, pero preferí dejarle esto a la televisión y a la prensa, y recordar tres cosas: el caso de un valeroso perro que salvó unas cuantas vidas; de un cristo en su eterna cruz, intacto, vertical, en la posición de siempre en medio de una iglesia devastada. Allí acudimos todos, nos persignamos, y fue inútil darle una explicación lógica para determinar cómo era posible que el cristo principal de la iglesia siguiera allí; y tercero, el momento en que luché con todas mis fuerzas para salvar a un hombre que se desvaneció en la corriente. Había ayudado a rescatar a una señora de al menos setenta años, la cual abracé fuertemente cuando se precipitó hacia mí. Mi cintura estaba atada a los arneses y la tensión era casi insoportable. En la última oportunidad para salvar su vida, cuando ya era inevitable que se alejara como un simple trozo de madera en medio de la vaguada, en el impulso final, lanzó hacia mí un paquete amorfo, que después de gritar un «no» eterno y lleno de frustración mientras veía su cuerpo alejarse, con una de sus manos hundiéndose como un periscopio y mis ojos como testigo final de un “alguien” que no logré salvar, me di cuenta que era un bolso envuelto en plástico, tipo envoplast, del que usan en las carnicerías para envolver la compra, con lo que se pretende mantener su frescura y las porciones exactas que los clientes exigen. Pero era evidente que la pertenencia de aquel anónimo, distinta a una simple compra de frigorífico, guardaba algo de valor personal. Y fue así. Sentado en mi triste receso, a unos cuantos días de haber visto su documentación con mis superiores para incrementar la lista de los occisos, decidí en privado, de manera egoísta y premeditada, quitarle todo el plástico –del mismo tipo que empaquetaba el bolso- a un cuaderno que ya tenía rastros de humedad, con unas cuantas hojas abombadas pero perfectamente legibles y que daban inicio a su historia con la palabra “Agua”:

Después de pensarlo miles de veces tomé la determinación de ir a buscarla para decirle que aún la amaba. Había partido a Porlamar a casa de algún familiar, no sé si prima, tía o madrina, pero allí la cosa seguramente estaría mejor que en el pueblo y adelantaría el sueño que ambos habíamos construido juntos: ver con nuestros propios ojos el mar. En la hacienda en donde trabajábamos ella era la cocinera de confianza, labor que había heredado de su madre, Camila, fallecida unos cuantos años atrás. Aún éramos unos pelaos cuando nos conocimos, y digo conocer en el sentido de recordar, de conseguir en la memoria momentos de cuando jugábamos metras o nos montábamos en los becerritos, puesto que ambos nacimos allí y sólo era cuestión de tiempo para que las hormonas hicieran su trabajo, hasta teníamos fotos en donde ambos desnudos jugábamos en el río. La medida de nuestros ojos para ver tanta agua junta, estaba enmarcada en los grandes aguaceros del llano y a los inmensos caudales del Aguaro Guariquito. Para nosotros eran colosales y el recuerdo del mar -a veces le decíamos océano para aumentarle el tamaño- estaba circunscrito a lo que veíamos en las telenovelas o a películas transmitidas por el único canal que se veía en el pueblo.

Yo me encargaba del ganado, era lo único que sabía hacer, para eso nací. Mi padre me recordaba esto todo el tiempo como para traerme a tierra. Me decía que no entendía mi obsesión por conocer el mar: «Déjate de pendejadas muchacho, agua hay aquí y bastante. Además es dulcita…» Cuando él tuvo la oportunidad de viajar con el patrón a la costa, se negó rotundamente a ir. Nunca pudo zafarse del miedo a las inmensas cantidades de agua, y no lo culpo, casi muere ahogado cuando niño. Supongo que por eso se ponía como se ponía cuando le hablaban del mar. Así como Felicia continuó las funciones de su madre, yo continué con las de mi padre. Éramos parte de la familia y nos trataban como tal. Los patronos sucedieron sus responsabilidades a sus hijos y por desgaste, comodidad o verdadera crisis, decidieron tomar un nuevo rumbo muy lejos de aquí. A cada uno de nosotros nos arreglaron muy bien o al menos eso nos hicieron creer. Esta duda se disipó cuando fuimos al único banco cercano a la hacienda para abrir las respectivas cuentas de ahorro: sí era bastante, al menos para unos humildes campesinos. Justo con ese dinero fue con lo que Feli partió hacia Margarita. Ella se fue triste, yo me quedé triste, el miedo me venció, no me dejó partir con ella a pesar de nuestra total y absoluta independencia. A mi mente vino la imagen de mi padre, el “déjate de pendejadas muchacho”, su cuento de casi ahogado, cuando ella con su insistencia de partir me puso entre dos aguas, a decidir entre partir o quedarme: «vete tú, yo me quedo». Noté en sus ojos la terrible decepción y un último intento: «Coño Lindolfo deja el miedo, vámonos pa’l carajo». Se metió un largo silencio entre los dos, un suspenso buscando desenlace. La vi alejarse con ritmo acelerado, batuqueándose, no hubo más palabras.

(El palo de agua no cesa, escucho gritos muy a lo lejos, el estruendo furioso del deslave tiene un protagonismo absoluto, pero la nostalgia me obliga a estar pegado a la silla escribiendo en este cuaderno mi desesperación por hallar a Feli, a Felicia, mi eterno amor).

La primera vez que por fin vi el mar con mis propios ojos, iba montado en el autobús rumbo a Puerto La Cruz. A la primera fui engañado por la laguna de Unare, me había quedado dormido y eso fue lo primero que vi cuando mis párpados se dignaron a abrirse. Venía soñando una ruta inversa a lo que era mi cometido en ese momento. En él le decía a un taxista que me llevara para Guárico: «¡A Guárico! Muchacho qué vas hacer en Macanao a esta hora». Y en el mismo le respondí: «Voy por Feli». Supongo que eso de Macanao se me quedó grabado en la memoria por la única que vez que ella me llamó telefónicamente desde la isla. Su evidente emoción se tradujo en un breve pero intenso recorrido geográfico de su nuevo hogar. Ella en plan de contarlo todo, como si cada nombre fuera uno de los tantos ingredientes que a bien sabía colocar mientras cocinaba, y yo en un plan de escucharlo todo silentemente para tener al menos una idea de hacia dónde iría algún día.

En ese rodar del autobús, entre subidas y bajadas, me di cuenta del engaño, el mar estaba hacia el fondo, por encima de esa laguna marcando el verdadero horizonte, pero fue cuando por fin llegué al puerto, justo antes de abordar el ferry, cuando estuve muy cerca de él, hipnotizante. Observaba a la gente y me di cuenta que sólo yo no le quitaba la mirada. Todos los demás se inclinaban en la punta de sus pies, viendo por encima de los hombros de los que estuvieran por delante para ver por qué no avanzaba más rápido la cola y terminar de adentrarse en las entrañas del Carmen Ernestina.

Después de una hora de travesía y embelezado por mi casi primer encuentro con el mar –digo casi porque el verdadero momento sería cuando lo tuviera ahí, a dos pasos para bañar mis pies en él- empecé a sentirme mareado y tuve que despegar la frente de la ventana de plástico que hacía borrosa la visibilidad. Si me hubiera levantado estoy seguro que hubiera parecido un borracho, así como cuando en los mejores momentos de la hacienda nos caíamos a palos hasta el amanecer, tomando aguardiente y contrapunteando con arpa, cuatro y maracas. Eso de tomar güisqui con agua e coco se lo dejábamos al patrón y a sus invitados, él insistía en que probáramos algo bueno de verdad, a lo que le respondíamos en broma: «Esa vaina es pa’ carajitas». Recuerdo que llegaba de vacaciones con cajas y cajas de güisqui. Decía que Margarita era un paraíso y que se conseguía baratísima la caña. Una vez lo vimos con una pea llorona y lo seguimos a escondidas hasta el estudio, andaba con Carlitos, su hijo. Tendríamos unos diez años más o menos. Estaba cantando una canción en inglés a la par que sonaba en el equipo de sonido, no entendía un carajo, pero la melodía me fascinaba. Carlitos me traducía lo que decía la canción y en ese descuido de ambos, nos atrapó su papá siempre juguetón: «ajá, carajitos, con que espiándome». Y empezó a torturarnos a punta de cosquillas: «Lindolfo, ¿sabes qué canción es esa?» Y le hizo señales a Carlitos para que cerrara la boca, mientras se enjugaba las lágrimas de sus ojos. Giré la cabeza en negación y en mi boca aún quedaban retazos de carcajadas: «Esa canción se llama Puente sobre aguas turbulentas, de Simon and Garfunkel. ¿Te gusta?». Acto seguido, movimiento de cabeza en positivo. Lo de “Saimon”, me pareció aceptable, pero ¿Garfunkel? Qué clase de nombre era ese –pensé en ese instante. Lo cierto es que esa melodía me recordaba al patrón, a su nobleza. Y como una especie de homenaje involuntario a él y a toda su familia, siempre que estaba triste o melancólico sonaba la melodía en mis entrañas, no sólo en la memoria, sentía que repiqueteaba cada nota en todo mi cuerpo.

(Así como ahora: el palo de agua continúa y el recuerdo de esa canción está en el ambiente, no me puedo zafar de ella. Me asomo a la ventana y la oscuridad es casi total, no hay servicio eléctrico, no veo casi nada, sólo oigo el correr del agua con furia. Siento vibrar el piso de bajo de mí. El velón me da lo justo y necesario para seguir en línea recta mis palabras. Quedo absorto en su fuego azulado y amarillento, y la esperma corre por él como si fueran lágrimas).

De aquella única llamada de Felicia fue que quedó una dirección, un lugar en el que soñaba llegar sin previo aviso para darle la sorpresa. Decirle que vencí el miedo y que a pesar de que cada quien ya había visto la inmensidad del mar, el sueño de verlo juntos aún estaba en pie y ahora sí presto para cumplirse. Recuerdos iban y venían cuando bajé del ferry. Niños y adultos se abalanzaban sobre uno para que le compráramos algo, cualquier cosa, pero algo. El esfuerzo de ventas era mayor sobre los que partían de Punta de Piedras que sobre los que llegaban. A parte de mi cara de forastero y de primerizo, la cual me delataba sin misericordia alguna ante los rapiñosos vendedores, parecía que hubiera llevado en la frente un letrero que decía “Quiero comprar”, porque me rodearon en fracciones de segundos. Todos tenían en la mano muchas cosas: chocolates, gorras, medias, franelitas de “Margarita, la perla del Caribe”, pero el lugar común en cada uno de ellos, eran esas bolas rojas que el patrón siempre nos traía de regalo, ese queso holandés que de niño me devoraba. Yo era el único que me lo comía. Severo –así se llamaba mi padre- decía que no entendía para qué el patrón trae ese queso si nosotros mismos hacíamos el mejor queso de toda la región, a lo que mi madre le respondía: «bueno, pa’ probá algo distinto». Si algo tenía el patrón es que nos trataba con respeto y siempre nos incorporaba a sus fiestas, así como él se incorporaba a las nuestras, con verdadera humildad pero sin dejar de evidenciar su nivel de vida, su inteligencia y su visión de mundo. Era capaz de integrarse de la manera más inadvertida posible con los campesinos, como de cerrar negocios en inglés por teléfono. En fin, el caso del queso es el mismo caso del güisqui y del aguardiente. Su intención siempre estuvo allí, acercarnos a sus gustos, pero «la reticencia llanera es difícil de vencer», decía el patrón.

Por fin llegué, calle Marcano, Porlamar. Toco a la puerta varias veces. Rectifico y corroboro que es la misma casa referida por Feli cuando nos hablamos por teléfono. Se oye un «¡Ya va!» a la distancia. Eran como las cuatro de la tarde y en vez de escuchar un galerón margariteño, lo que se oía en el fondo era un ballenato. No entendía el por qué de esa música, puesto que en todo el camino mientras buscaba la casa, en los locales comerciales –en su mayoría comandados por sirios, libaneses y árabes- eso era lo que sonaba, cumbia y ballenato. Después de la respectiva salutación y presentación, de las preguntas de rigor, de echar el cuento del por qué de mi presencia, de la travesía y un breve compilado de mi historia con Felicia, me dicen que se fue. A la puerta se habían agolpado un par de personas más, que sorprendidas por mi presencia y de lo casi inútil de mi viaje, me constataron que sí estuvo allí un tiempo y amablemente me invitaron a pasar para que me refrescara y tratara de disimular un poco el malestar echándoles mejor el cuento. Que ya la vería. Resultaron ser unos primos y primas lejanos, esos que llaman primos segundos y terceros. Felicia había decidido partir nuevamente al llano, iba en mi búsqueda, pero primero pasaría por Caracas y luego se quedaría unos días en La Guaira en casa de una vieja tía que siempre quiso conocerla. Me trataron maravillosamente, me hospedaron y hasta me sugirieron varios lugares que por obligación debía conocer, pasando por las playas de visita obligada, hasta las tiendas comerciales en donde vendían de todo. Y fue con unos perfectos extraños que llegué a conocer el mar en persona. Ya sabían que nunca lo habíamos visto y bañarnos en él mucho menos. Feli se había encargado de contarles. Con suma discreción me dejaron a solas en la orilla mientras sentía sus miradas ansiosas clavadas en la nuca, cuando paso a paso, casi en cámara lenta me acercaba a él, hasta que sentí una ráfaga, un oleaje de agua fría que me llegó casi hasta las rodillas. Estaba en shock y mi primera reacción fue comprobar su sabor. Verificar lo que Carlitos me decía: «Es salada». La tristeza se apareció de pronto porque ella no estaba conmigo. Miraba hacia los lados y veía cómo la gente se lanzaba en contra de las olas jugueteando. Playa el Agua, que según mis anfitriones, era una de las más populares en toda la isla. Acudieron a mi mente películas de piratas, historia de hambrientos y feroces tiburones, de la aguamala que una vez quemó al patrón en una pierna. Ya entrada la noche cenamos allí mismo. Un menú igual para todos y no menos suculento por ello: pescado frito, ensalada de aguacate y palmito, e internamente mi postre fue la desesperación, quizás el de ellos la lástima.

(Tenía que terminar de una vez con esto, ya el nivel del agua estaba llegando al segundo piso de la casa y debía salvar a su tía. Paré de escribir por un momento y fui a su cuarto, estaba tranquila, relajada, viendo hacia el techo. Después de insistirle un millón de veces, me dijo: «Ya estoy vieja y no tengo miedo. Sálvate tú y ve por Felicia»).

Ellos insistieron en que me quedara y tuve que ser casi descortés para que me dejaran ir. Habían pasado como tres días y partí hacia La Guaria, esta vez en avión. Otra nueva experiencia para mí pero que pasó como un hecho trivial y repetitivo en mi vida. El vuelo partió con unas cuantas horas de retrazo dado que el clima en Maiquetía no era nada favorable, de hecho, mi vuelo fue el último en llegar al aeropuerto Simón Bolívar, y todos los vuelos de salida habían sido suspendidos. Para remarcar lo inolvidable de mi primer viaje por los cielos, el avión se detuvo como a medio kilómetro del hangar, por lo que al final de la escalera estaba un autobús que nos llevaría al terminal. Las azafatas y hasta el capitán nos despedían con una sonrisa ligeramente fingida diciendo: «Hasta luego, gracias por volar con nosotros» y luego nos iban entregando a cada uno de los pasajeros unos paraguas negros que terminaron siendo inútiles dado que venteaba de lado y la lluvia nos mojaba impertinentemente las caras con sus ráfagas de tormenta.

Correa número 3, nada que funciona, nada que gira. Ya teníamos una hora esperando por las maletas. Comenzó el rugir de la gente que ya estaba como agua para chocolate. La impaciencia ya se justificaba dado el temor porque pasara una desgracia. No era un chubasco, una simple lloviznita o un matinal rocío lo que estaba por estallar. Era una de las peores desgracias que azotaría al país con su mirada puesta en el lugar de veraneo de los capitalinos. El patrón decía que los caraqueños no pelaban “un fin de semana para irse a la playa”, y que sumada a los güaireños, eso era “un mierdero de gente” todos los fines de semanas, en cualquier puente o en las vacaciones escolares.

Puerta eléctrica abriéndose con lentitud, a una velocidad opuesta al ritmo de mis pasos. Tuve que frenar para no tropezar con ella. La lluvia era intensa y el letrero que llevaba en la frente cuando llegué a Margarita, ese que decía “Quiero comprar”, supongo que apareció nuevamente en ella pero diciendo “necesito un taxi”, porque al mismo tiempo que el vaporón se aplastó en mi cara al salir del terminal, con semejante imprudencia se agolparon sobre mí cualquier cantidad de taxistas: «Pa’ Caracas mi pana?»; «taxi con musiquita y aire acondicionado…»; «taxi barato chamo, vente pa’ ca…». Después de las negociaciones sobre lo que me estaban cobrando para llevarme a Los Corales, de ir viendo a los lados a través de los vidrios empañados del taxi, de ver cómo el mar había desaparecido ante mis ojos gracias a una especie de bruma grisácea, camuflando el diluvio que al día siguiente arremetería con saña sobre todo lo que se atravesara en su camino, llegué a Agualinda, la casa de la tía de Feli. Sólo bastó atravesar la calle de escasos metros para llegar totalmente empapado al portón con toldito verde. Ya el río que bajaba por la calle alcanzaba la mitad de los cauchos de los vehículos que trataban de huir hacia algún lugar.

Así como una madre conoce a su hijo bajo cualquier circunstancia, de la misma manera me trató la señora Celia. No hizo falta presentación alguna, salvo la de corroborar mi nombre: «Sí, ese es mi nombre» Ya estaba acostumbrado a eso, a llevar a cuestas la aventura ignominiosa de los padres a la hora de etiquetar a sus hijos con nombres de medianoche en estado de ebriedad. Aprovecharon que iba de paso por allí para enviarle algunas cositas. Por suerte todo estaba intacto. Cuando desempacó vi algunas ampolletas, Ibuprofeno, Novalcina, complementos vitamínicos gringos, y muchas medicinas más que no alcancé a leer. En los breves minutos que conversamos antes de que me ofreciera asilo temporal, no hubo la más mínima intención de su parte por hablarme de Felicia. Y antes de que me dijera: «Mijo, Felicia se fue hace dos días, iba por ti» ya lo había escuchado y leído premonitoriamente a través de sus ojos cubiertos por los pliegues de sus párpados, en su verde aceitunado que irradiaba un pasado repleto de amores, de historias inconclusas buscando oídos aunque sean anónimos para ser contados, relatos que esa misma noche bajo la inclemencia del tiempo, a pesar de los truenos y relámpagos, terminaron por vencerme llevándome a un sueño profundo.

Al día siguiente reverberaban las palabras del patrón en mi memoria, sobre todo su “prueben”, su insistencia por acercarnos a otro mundo de sabores, de modernidad y tecnología, al cual siempre mi padre renegó y que por relevo, todos los demás apegados a un absurdo orgullo llanero, seguimos en la misma onda. Recuerdo la nevera que nos regaló un diciembre, con dispensador externo y todo, tanto de hielo como de agua, una maravilla fabricada seguramente en China, la cual utilizamos pero que jamás pudo vencer al tinajero que nos surtió de agua fresca, no sólo a nosotros, sino a los abuelos de mis abuelos. Era pintoresca la imagen de la nevera con sus dos puertas blanquecinas y el tinajero al lado, como retando el pasar de los tiempos. Pero en esos días en particular estaba arrepentido de andar con ese orgullo estúpido de no comprar cosas que ya eran de primera necesidad para la época. «Coño, ya está finalizando el siglo XX y Felicia y yo somos los únicos pendejos que no tenemos un celular». Claro, cómo no pensar en eso si cuando fui a llamar por teléfono la línea estaba muerta. A la hora siguiente ya no había luz, de ninguna de las dos tipos: ni la del servicio eléctrico, ni la natural. Eran las seis de la tarde pero parecían las ocho.

Dejé de escribir durante un par de horas, pero retomé el bolígrafo que me obsequiaron unos vendedores de resorts en plena 4 de Mayo, el cual tenía impreso el nombre Howard Johnson. Ya el miedo está aquí conmigo, me respira de cerca, como si estuviera fumando y burlonamente exhalara su humareda en mi cara. Durante mi ausencia de escritor improvisado -en la pausa que me tomé en esto que ya estaba tomando tintes autobiográficos, aunque sea para dejar constancia de mi presencia en Agualinda, muy cerca de Felicia, con su tía, con ganas de cumplir un sueño- estuve asomado a la ventana, y vi cómo las casas eran devastadas por la vaguada, arrolladas como si fueran casitas de mentira, como de maqueta; cómo las personas en su gesticulación de pánico sobre los techos, gritaban inútilmente como si sus voces en algún momento pudieran apagar el estruendo que bajaba por la montaña. Ahora sí me siento, literal y simbólicamente, con el agua hasta el cuello. Haré caso omiso al «…sálvate tú» e iré por ella. Las paredes comienzan a hablar en su idioma, es el crujir de los ladrillos que se parten en dos. Escucho voces que están muy cerca y veo gente sobre un muro vencido pero aún no cubierto por la voracidad del agua marroncina: rescatistas ofreciéndonos la última oportunidad de nuestras vidas. Feli, sé que yo mismo te leeré todo esto, envuelvo todo en plástico y voy por tu tía. Te amo.

Jamás tuve un nudo en la garganta que apretara más que este. Por andar leyendo cosas que no debía me até a un compromiso mayor que el de salvar vidas. Vidas que de hecho salvé. Tenía entre mis manos las últimas palabras de un hombre vencido por la fuerza inexorable de la naturaleza, pero cuyo espíritu no se dio por vencido en busca de ese sueño y de ese amor eterno, nacido en un llano venezolano, con aroma a mastranto, a ganado, a café recién colao. Fui yo quien lo vio marcharse mientras se apagaba ese «no» mortuorio que terminó uniéndose al mío. Me había auto asignado una tarea que jamás imaginé, ahora sería yo quien tendría que buscar a ese alguien que ya tenía nombre, Felicia, para entregar en sus manos un recuerdo que me era ajeno. No pude evitar andar el resto del día con la melodía de Puente sobre aguas turbulentas aguijoneándome el cerebro. A pesar del inmenso calor y de la sed que tenía, sentí una especie de repulsión al tomar agua, me pareció un acto de cinismo beber del vital líquido en ese momento. Esos simples doscientos cincuenta centímetros cúbicos de agua, multiplicados por millones de veces la semana pasada, acabaron con todo. En eso llegó un compañero y me dijo: «Chamo qué cagada, se murió la viejita de ojos verdes. Mira lo que tenía en la mano». Tomé el pequeño papel y era una foto tipo carnet con la imagen de una hermosa mujer, en la parte de atrás decía: “Para Lindolfo con amor”.

4 comentarios:

A do outro lado da xanela dijo...

Sólo puedo darte las gracias... porque leyendo tus palabras, con una taza de café en la mano y el ruido del viejo reloj de pared que siempre me acompaña, me ha parecido, por un momento, que todo se detenía, que no estaba sola en casa.

Me han enganchado tus palabras.

Un saludo

Roy Jiménez Oreamuno dijo...

Cuando vi este post me dije que largo, y empecé a leerlo y me atrapo la historia, voy por la mitad, mañana termino la otra parte, esta fenomenal, por cierto la canción de Simón es una de mis preferidas.
Saludos

manolito dijo...

sinceramente me ha matado la historia.
me ha encantado desde la primera hasta la última letra.
el primer encuentro con el mar..el probar su sabor..la historia de amor.q putada de amor.
en fin.gracias.

Roy Jiménez Oreamuno dijo...

Ya lo termine de leer, esta muy bueno es una historia bastante fuerte, ya que es una tragedia.

Solo me imagino ese viaje a la isla Margarita, no se si en el tiempo del relato ya se podían hacer compras en esa isla.

A veces el agua que es tan vital para la vida, se convierte en nuestro último aliento.
Saludos